jueves, 9 de enero de 2014

La modernidad como actitud ética y política



La modernidad como actitud ética y política

 Miguel Dávila
El uso frecuente y no reflexionado de muchos términos que se asumen referidos a significados unívocos, pero que en el fondo entrañan diferentes grados de «vaguedad», de imprecisión al ser utilizados, dota a nuestro lenguaje de una serie de «lugares comunes» que inhiben toda posible crítica que atente contra las verdades aceptadas sin examen, verdades que a su vez forman parte del campo que define el ordenamiento social que además prefigura las modalidades del conocimiento y del comportamiento que se reconocen como «normales». Uno de esos casos puede ejemplificarse con la palabra «moderno». No es difícil reconocer que al término «moderno» se le ha dotado de una notable laxitud en lo tocante a su significado, en la medida en que de un origen como sustantivo (es decir, del nombre modernidad) ha derivado la aparición de un adjetivo al que se apela indiscriminadamente para fines diversos. Aunque igualmente, pero con todavía menos claridad, la palabra «moderno» refiere a un uso adverbial en tanto que se asocia a un modo de ser distinguible de otros.
            Pero la vaguedad del término no se reduce sólo a su aspecto gramatical. Lo moderno lo es, siempre, respecto de algo no-moderno. Y la falta de claridad sobre las determinaciones exactas que definiesen lo que sea o no sea moderno anuncia el hecho de que a nivel colectivo se intuye, como una imprecisa noción de acontecimiento en la temporalidad, nuestra pertenencia a un momento específico de la civilización pero del cual no hay entera transparencia respecto a aquello que le dota de singularidad. Por lo que semejante pertenencia se asume sin muchos cuestionamientos, de manera un poco simplificada, como dada en el marco del desarrollo de la humanidad; desarrollo que se despliega sobre una temporalidad lineal y progresiva.
            Pese a ello, en el terreno de las disciplinas teóricas, existen para cada ámbito de la cultura convenciones respecto a los hitos que señalan el momento de ruptura entre lo moderno y lo que, por oposición inmediata a ello se denomina «antiguo»; permitiéndonos aquí renunciar a tomar en cuenta la ahora igualmente popular y hasta vulgarizada postura de hablar de la posible presencia de una «pos-modernidad».
            La complicación relativa a esos hitos convenidos estriba en que cada uno de los ámbitos que conforman la cultura (filosofía, religión, arte, ciencia) fija su atención de manera exclusiva, y respectiva, en un acontecimiento aislado que, bajo criterios igualmente aislados, es señalado como determinante (piénsese por ejemplo en el cogito cartesiano como hito); perdiendo de vista, con frecuencia, que la modernidad es el resultado de un proceso más general que implica el paralelismo, la simultaneidad e incluso sucesión de muchos acontecimientos minúsculos que han dado forma a una manera de ser del hombre. Manera o modo de ser que, pese a sus detractores, sigue definiendo con absoluta actualidad nuestro pensar y nuestro actuar.
            Esto último habría de hacernos sentir obligados a preguntarnos muchas cosas. Pero quizá las más imperativas cuestiones que debiéramos tratar de dilucidar ante semejante diagnóstico, en consonancia con la extendida afirmación de estar la humanidad atravesando ahora una crisis generalizada, sean las siguientes: ¿En qué consiste nuestra modernidad?, ¿respecto a qué y a quiénes somos modernos?, ¿qué nos depara tanto el mantenernos en nuestra condición moderna, como el probar cambiarla? Creemos que las preguntas no son ingenuas, y que atenderlas con seriedad puede decirnos mucho respecto a los que somos, respecto a cómo hemos llegado a ser lo que somos y respecto a lo que podríamos llegar a ser.

Sabemos de antemano que responder puntualmente las cuestiones planteadas es una tarea complicada, una tarea amenazada, entre otras cosas con la falta de objetividad. Y esta primera complicación podría incluso señalarse como una de las más importantes claves respecto a la problemática moderna en general en tanto que las figuras del sujeto y del objeto, y las diversas relaciones que puede establecerse entre ellos es en cierta manera el terreno más ríspido en el que se concentra el debate sobre la modernidad, tanto en el orden epistemológico como ético y ontológico, y sobre todo en lo tocante al señero problema filosófico de la universalidad.
            No obstante creemos poder aproximarnos a esbozar respuestas a semejantes cuestiones bajo la perspectiva siguiente: En la obra de Michel Foucault encontramos diversos sentidos del término modernidad. Aunque la precisión de cada uso que este filósofo hace de dicho término es de una singularidad tal que vale mucho la pena observar. Pero sobre todo porque una de las acepciones de modernidad que Foucault propone, lejos de toda discrepancia con los sentidos varios que la misma adquiere en el conjunto de su obra, es todo un precipitado donde se combinan de manera muy congruente todos los aspectos de la trayectoria intelectual del propio Foucault.
            En un primer momento, Foucault utiliza la palabra modernidad para denominar un específico «periodo histórico» que comienza a finales del siglo XVIII y que se extiende hasta nuestros días. De igual manera la usa para denominar un «campo de estudio» en el cual analiza las condiciones de la aparición del hombre como simultáneo sujeto-objeto de saberes y de prácticas, a través de métodos de tipo histórico-filosóficos (arqueología, genealogía) que centran su atención en el nacimiento de las ciencias humanas y de las disciplinas. Campos estos últimos en los que la figura del hombre como doble oscilante entre lo empírico y lo trascendental definen su referida condición de moderno.[1] Pero por otra parte, el término modernidad, abandonando el carácter de sustantivo, es entendido por Foucault como una actitud; como un ethos.[2]
            Lo relevante de entender la modernidad como una actitud es que define un tipo de relación del sujeto consigo mismo en la que entran en juego, de forma dinámica y co-instituyente, las relaciones que el propio sujeto establece con los otros y con aquello que se le presenta como universal y necesario. Se trata de una especie de síntesis (no dialéctica) en la que se puede observar con nitidez la reciprocidad existente entre tres ámbitos de relaciones del sujeto que habían sido estudiados por Foucault, si no de manera aislada, sí por lo menos con cierta opacidad por lo que respecta a sus vínculos. Es decir, que desde la perspectiva de la caracterización de una actitud, Foucault consigue ofrecernos un panorama muy completo del dinamismo y de la simultaneidad con los que el sujeto establece relaciones interdependientes entre los ámbitos que el propio Foucault denomina «focos de experiencia».
            Pero además, la descripción que Foucault hace de las características y de la disposición ética de la modernidad como actitud permite que notemos su específica diferencia respecto de otros modos de ser sujeto que se han dado de manera histórica, y permite además que seamos capaces de reconocernos nosotros mismos como cierto tipo de sujetos que piensan y actúan en función de un conjunto de positividades que condicionan nuestro modo de pensar y de actuar, y de las cuales no es posible escapar. Por una parte —y esta es nuestra hipótesis— puede reconocerse en la propuesta foucaultiana que la modernidad como actitud define un modo de ser que hace énfasis en la actualidad y de que ésta se asuma como conjunto de condiciones únicas y posibles a partir de las cuales el trabajo teórico y práctico del sujeto sobre sí mismo puede dar lugar a la apertura hacia ejercicios de soberanía. En otras palabras, recurriendo al vocabulario foucaultiano, suponemos que se estaría afirmando que no es posible escapar al a priori histórico que nos hace los sujetos-objetos que somos, pero que es sólo a partir de ese mismo a priori histórico desde donde el sujeto en sí mismo puede experimentar una subjetividad inédita sin perder nunca de vista el orden (llamémosle) «jurídico» o de derecho que involucra relaciones con los otros y con la verdad.
            Por otra parte, y para ser más precisos, la modernidad como Foucault la entiende en general, es una actitud que se distingue por dos características que le son exclusivas: la crítica y la perspectiva histórica del presente. Nos encontramos así con una caracterización de la modernidad que encuentra su punto de partida en el pensamiento de Kant, al que de manera un poco velada Foucault le reconoce como el producto más acabado del pensamiento ilustrado (fenómeno íntimamente ligado a la modernidad). Un pensamiento que, pasando por todo el siglo XIX y el siglo XX llega hasta nosotros como el eje de referencia de un proceso en continua transformación que sólo se ve modificado en sus efectos sobre el conjunto de relaciones que crean los sujetos, pero que no abandona aún su carácter crítico ni su carácter de interrogación sobre nuestra actualidad.

Ahora bien, si reparamos con más calma en los denominados «focos de experiencia» notaremos que, de acuerdo a un esquema kantiano, toda experiencia requiere de ciertas condiciones que la hagan posible. Pero la totalidad de las condiciones de experiencia de cualquier sujeto, en tanto que demandan necesariamente las presencias de un fenómeno y de un concepto, reducen el campo de acción y de pensamiento de ese mismo sujeto a relaciones —relaciones sujeto-objeto—. Además, y de acuerdo con otro esquema kantiano, los intereses de las facultades del espíritu se hallan orientados hacia lo que el sujeto es realmente capaz de conocer, hacia lo que el sujeto debe hacer y hacia lo que le está permitido esperar. Foucault, en función de estos dos ejes estructurales de la crítica —misma que reconoce como disposición rectora de su propio pensamiento—, sostiene que los focos de experiencia que él mismo estudió se definen por: a) las relaciones concretas e históricas que el sujeto establece con la verdad, b) las relaciones concretas e históricas que establece con otros sujetos, y c) las relaciones concretas e históricas que establece consigo mismo.
            Consecuentemente, la actitud de modernidad, para Foucault se manifiesta con acentos distintos, y consecuentemente con efectos distintos, en cada uno de los tres focos de experiencia en los que el sujeto establece relaciones y en los que, puestas estas relaciones en común se da la emergencia tanto de distintos modos de ser de los sujetos como de los objetos mismos con que se relacionan dichos sujetos.
            Habría que hacer notar adicionalmente que Foucault se concentró en el estudio de los focos de experiencia cuyo objeto emergente, el objeto aquel del que se sabe, el objeto aquel sobre el que se ejercen acciones y el objeto aquel sobre el cual se puede esperar lo no dado, es el sujeto mismo. Es decir, los focos de experiencia donde se objetiva al sujeto.
            Lo que enseguida habría que aclarar es lo que Foucault entiende puntualmente por «crítica», y por el «preguntar histórico sobre la actualidad». Ya que resulta evidente que en su noción de experiencia hace operar una inversión respecto de la kantiana. Dichas aclaraciones pueden sernos accesibles de manera esquemática si continuamos el juego de paralelismos entre el pensamiento foucaultiano y el pensamiento de Kant. Si para Kant la crítica —primera veta de la actitud de modernidad según Foucault— consiste en someter a la prueba de la universalidad y de la necesidad todo lo que se nos presenta como posible de ser conocido, como deber para actuar y como fin; para Foucault la prueba a lo que eso mismo se somete son las condiciones positivas —y no a priori— que en un momento histórico concreto les otorgan universalidad y necesidad. En otras palabras, Foucault vierte la analítica sobre lo particular y contingente. La diferencia central es una renuncia de Foucault a todo trascendentalismo que se puede resumir, de manera bastante apretada, en una perspectiva histórica de discontinuidades, que se opone en definitiva a la continuidad histórica que supone Kant.
            Por lo que toca a la otra veta de la actitud moderna que inaugura Kant, Foucault sostiene que en el momento que Kant pregunta «¿Es qué vivimos en una época ilustrada?», lo que el filósofo de Könisberg está haciendo es ubicarse él mismo, ubicar a sus coetáneos y ubicar al discurso verdadero que le es actual en un momento histórico único y singular sobre cierta temporalidad, de tal manera que es esa actualidad su referente inmediato para establecer un diagnóstico crítico que permite la descripción de las condiciones bajo las cuales se da el pensamiento y la actuación de los sujetos en un presente dado. No habría de extrañarnos, de acuerdo a la ya anunciada renuncia al trascendentalismo por parte de Foucault, que las diferencias entre estos dos pensadores en lo tocante a dicha caracterización de la actualidad, se muestran en las conclusiones que derivan de asumir esta actitud bajo la perspectiva de una historia continua (Kant), o de asumir la misma actitud bajo la perspectiva de una discontinuidad histórica (Foucault). Esto es: Para Kant el diagnóstico del presente le lleva a concluir que su actualidad es un momento de «ilustración» (no un momento ilustrado), una fase del proceso orientado hacia la unidad final de la experiencia bajo el supuesto de una historia continua y progresiva; diagnóstico que remite a la necesidad y universalidad de las ideas de razón, convertidas en ideales, convertidas en elementos necesarios de juicios reflexionantes, y que también remite a la necesidad de la autonomía de los sujetos; necesidades ambas que forman parte integral de un sistema de fines. Para Foucault en cambio, el diagnóstico del presente, con una radicalización de la crítica que le hace ser más retrospectivo —más genealogista—, implica la pregunta sobre las condiciones que han propiciado que hayamos llegado a ser lo que somos. Pregunta esta última que, bajo esa misma radicalización de la crítica, implica a su vez una interrogación sobre la posibilidad de ser distintos.
            Como se puede ver, ambas disposiciones críticas e históricas, a pesar de sus diferencias en lo relativo a su apego o desapego respectivos con la trascendentalidad, son actitudes políticas eminentes, en tanto buscan exhibir tras sus diagnósticos concernientes las condiciones de posibilidad del ejercicio de la libertad bajo la presencia de la norma y la consideración inalienable del otro.

Establecidos ya el paralelismo y las diferencias entre Kant y Foucault, respecto a la propia caracterización foucaultiana de la crítica y de la disposición ante el presente como elementos de la actitud de modernidad, podemos ahora volver a la revisión del peso respectivo que tiene cada uno de los tipos de relaciones que establece el sujeto en los términos de su impacto en lo político; en los términos de lo que Foucault denomina gobernabilidad. De acuerdo con Foucault, la emergencia de un modo específico de ser sujeto depende de determinadas positividades que acontecen en un tiempo y un lugar; dichas positividades se presentan como el resultado de juegos estratégicos y correlativos de verdad y de acciones que bajo cierta regularidad instauran un orden político y discursivo que sucesivamente va adquiriendo formas diversas en la medida en que se modifican las relaciones de los sujetos entre ellos y entre el discurso verdadero imperante. De acuerdo a nuestra hipótesis, el sujeto es incapaz de escapar a estas condiciones de subjetivación por la razón de que cualquier intento que realice para desplazarse al exterior del orden normado resultará siempre en una objetivación del propio sujeto dentro del orden político-discursivo al ser catalogado como anormal. Lo que quiere decir que los instrumentos de normalización captan dentro de sí todo el espectro de experiencia del sujeto. En otras palabras: Las relaciones que el sujeto establece con la verdad, con los otros y consigo mismo conllevan siempre procesos de normalización en tanto es sujeto.
            Sin embargo, a pesar de la incapacidad de renunciar a este orden normativo, político-discursivo, existe para Foucault un campo de experiencia del sujeto en el que el ejercicio soberano es aún posible, sin que dicho ejercicio soberano abandone el terreno normativo, a través de la reinvención estratégica de las formas en que se instauran los vínculos. Ese terreno es el de las relaciones que el sujeto establece consigo mismo.
            Una actitud de modernidad, crítico-histórica, que pone el acento en las relaciones que el sujeto tiene consigo, modifica su estado de condición de experiencia para convertirse en espacio de experimentación. Es una actitud que lejos de abstraerse de lo político adopta adicionalmente un carácter «muy moderno» como trabajo artístico. Y decimos «muy moderno» por la razón de que la caracterización del arte como actividad autónoma, como disciplina independizada, la caracterización del artista como modo de ser distinto, del genio como artista, y de la obra de arte como producto de su labor, son caracterizaciones que emergen igualmente en el entorno de la aparición de la subjetividad moderna.
            La clave que permite reconocer el nivel político de esta actitud de modernidad está en la reciprocidad y en la correlatividad. El conjunto de relaciones nunca se da de manera aislada. Por lo mismo, un acento puesto en las relaciones del sujeto consigo, en vistas de su resistencia a órdenes imperantes, tiene efectos directos o mediatos sobre los demás vínculos -que el sujeto posee. Se tata de una retícula que no funciona sólo a partir de la dinámica de causa-efecto, sino que sintetiza en términos de lo azaroso, lo indeterminado y lo impredecible. Hay siempre en la experimentación del sujeto sobre sí una apuesta arriesgada que siempre desconoce de antemano sus resultados.
            Por lo mismo, el hecho de que Foucault haya recurrido a trabajos genealógicos que permiten contemplar diversas modalidades de prácticas y ejercicios soberanos del sujeto sobre sí en la Antigüedad, no tiene la intención de que observemos con nostalgia un mundo perdido para siempre o de que imitemos modelos pasados para reinstaurarlos, modelarlos y actualizarlos; la intención es, al contrario, que a través de ellos podamos constatar y reconozcamos que es moderna nuestra subjetividad en función de acontecimientos azarosos, contingentes y anónimos que han dado lugar a la emergencia de cierto modo de ser sujetos, y que a partir de esta irrenunciable actitud crítica y actual nos atrevamos a la experimentación; a la apuesta del artista que se arriesga.
            Habría sin embargo que insistir en el impacto político que posee el énfasis de las relaciones del sujeto consigo bajo un ethos moderno. Sobre todo para distinguirlo de las corrientes contemporáneas vulgarizadas que distorsionan el ejercicio de la espiritualidad llevándolo hacia un plano de individualización abstracto que procura el ensimismamiento, la atomización y la alienación. Utilicemos para ilustrar este vínculo entre política y un «cuidado», un «gobierno de sí» la evidente correspondencia habida entre el discurso verdadero y el actuar conforme a ese discurso: En el marco del análisis de la parrhesía como una de las técnicas fundamentales de las prácticas de sí mismo en la Antigüedad, Foucault sostiene: «El fondo de la parrhesía es, creo, esa adequatio entre el sujeto que habla y dice la verdad y el sujeto que se comporta como lo quiere esa verdad.» […] «no puede haber enseñanza de la verdad sin un exemplum. No puede haber enseñanza de la verdad sin que quien la dice dé el ejemplo de esa verdad.»[3]. En tono semejante, en otro lugar, Foucault afirma: «La dynasteia [que junto con la politeia y la parrhesía definen el campo general de los problemas políticos en la democracia ateniense] es el problema del juego político, sus reglas, sus instrumentos, el individuo mismo que lo practica. Es el problema de la política, e iba a decir de la política como experiencia, es decir entendida como cierta práctica obligada a obedecer determinadas reglas, ajustadas de cierta manera a la verdad, y que implica, por parte de quienes participan en ese juego, una forma específica de relación consigo mismos y con los otros.»[4] Los ejemplos aquí referidos nos muestran cómo una tecnología del cuidado o del gobierno de sí implica siempre la presencia de lazos con la verdad y con los otros en vista de transformaciones que buscan incidir en lo colectivo.
            Lo anterior puede servirnos, como adelantábamos, para ilustrar cómo se da el juego correlativo de vínculos entre el sujeto, la verdad y los otros. La experimentación del sujeto sobre sí, sobre su mentalidad y sobre su cuerpo, es acción y pensamiento —críticos— que impactan en el otro e impactan en lo verdadero. Esta experimentación es ejercicio de libertad al nivel de apertura. No de libertad como condición para actuar y para pensar. Las posibilidades que abre el ejercicio soberano son infinitas, mientras que la libertad como condición de posibilidad ofrece sólo opciones finitas. Bajo esta actitud crítica e histórica la afectación al otro siempre es un hecho estético y político que se suscita.
            Otro de los rasgos destacables de este énfasis en las relaciones del sujeto consigo, siempre en el contexto de lo político, es lo que podríamos denominar la «inversión» en la perspectiva del trabajo intelectual de Foucault. Lo que puede explicarse como un desplazamiento que él lleva a cabo después de haber descrito cómo se dan procesos de subjetivación bajo la dinámica de dispositivos de saber-poder: una descripción que define cierto orden político en el seno del cual lo exterior afecta —moldea, forma, define, normaliza— cuerpos y mentes. Posteriormente, e inscrito en la propia inercia de esta primer etapa intelectual Foucault realiza un giro del todo intencionado para pasar a descripciones de cómo el exterior es afectado por las acciones del sujeto sobre sí. Afecciones que comienzan como ejercicios autónomos y que buscan extenderse al terreno de la experiencia en unidad con los otros y con la verdad.

Concluyendo este breve esbozo sobre posibles respuestas a qué es lo definitorio de nuestra condición de «modernos» sostendríamos que la modernidad, además de ser ciertamente un periodo histórico que se diferencia de otros por ciertas características, es en una mayor medida una actitud que prevalece con plena actualidad y que precisa cierto tipo de relaciones de los sujeto con los objetos; objetos que llegan a ser en muchas ocasiones los sujetos mismos, incluyendo al propio sujeto que somos cada uno de nosotros. La modernidad es mucho más dinámica de lo que se pudiera creer, en la medida en que somos ella misma. Pero por otra parte habría que aclarar que no se trata de una dinámica dialéctica, porque no posee referentes esenciales. Y lejos de creer que habría que renunciar a ser modernos, o que sea posible dejar de serlo, tenemos que asumir con todas sus consecuencias —bajo la referida actitud crítica e histórica— que no podemos ser de otra manera que siendo modernos; y que es desde esta actualidad moderna y crítica desde donde el sujeto puede experimentar sobre sí en vistas de la apertura hacia formas inéditas de soberanía y de relaciones colectivas que a su vez permitan el establecimiento de diferentes órdenes políticos.




[1] «[…] el umbral de nuestra modernidad no está situado en el momento en que se ha querido aplicar al estudio del hombre métodos objetivos, sino más bien el día en que se constituyó un duplicado empírico-trascendental al que se dio el nombre de hombre.» [Foucault, M. Las palabras y las cosas, p. 310]. La referencia a la filosofía crítica kantiana es evidente.
[2] «Con “actitud” quiero decir un modo de relación con y frente a la actualidad; una escogencia voluntaria que algunos hacen; en suma, una manera de pensar y de sentir, una manera, también, de actuar y de conducirse que marca una relación de pertenencia y, simultáneamente, se presenta a sí misma como una tarea. Un poco, sin duda, como aquello que los antiguos griegos denominaban un “ethos”.» [Foucault, M. ¿Qué es la Ilustración?, p. 9].
[3] Foucault, M. La hermenéutica del sujeto, pp. 386, 387.
[4] Foucault, M. El gobierno de sí y de los otros, p. 171.


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