La filosofía, a diferencia de la ciencia y la historia, es una investigación sobre la investigación, esto es, sobre las diversas preguntas que nos planteamos y tratamos de responder los seres humanos acerca del mundo y acerca de nosotros mismos. También es un intento de entender y explicar otros productos de la cultura tales como el arte y la moral. La filosofía se caracteriza por ser una reflexión crítica y racional para la que todo está sujeto a examen y cuestionamiento y para la que ningún principio o propuesta es dogma; en este sentido es una reflexión "radical". El ejercicio de esta disciplina promueve el desarrollo de capacidades tales como el rigor conceptual, la discusión racional y tolerante, el pensamiento crítico, la imaginación creadora. Por su naturaleza crítica y racional, la filosofía siempre ha contribuido a orientar diversas prácticas del ser humano.
La radicalidad y universalidad de los planteamientos y conceptos filosóficos han hecho de la filosofía un factor determinante en el desarrollo de la civilización occidental. Las concepciones y las categorías que se han propuesto en distintos momentos históricos han constituido una guía para las transformaciones más significativas de la sociedad y la cultura. De la misma manera, muchos conceptos filosóficos fundamentales han tenido una clara influencia en la conformación de diversos productos culturales o han sido una guía para su desarrollo.
La formación de investigadores y docentes en filosofía tiene una importancia fundamental para el desarrollo de la ciencia y de la cultura en general. El profesional de la filosofía, en efecto, examina y analiza las diferentes teorías científicas acerca del mundo y del ser humano y propone respuestas a diversos problemas generales que surgen a partir de ellas; con esto procura incrementar la coherencia y el sentido de las teorías científicas que examina. Por otra parte, el filósofo reflexiona sobre diversos problemas acerca de la realidad y sobre diversos rasgos distintivos del ser humano –como la racionalidad, el lenguaje, el conocimiento, la moralidad, el arte, la religión, la historia, las diversas formas de organización social-, así como sobre los valores que se expresan a través de tales rasgos. Al hacerlo contribuye al desarrollo de una conciencia reflexiva y crítica, y contribuye también a lograr una mejor y más profunda comprensión de diversos fenómenos humanos.
La actividad filosófica tiene, pues, importantes repercusiones tanto en el ámbito de la cultura del país como en la forma en que se perciben ciertos problemas sociales e históricos y en el tipo de soluciones que se proponen. Los análisis críticos, las reconstrucciones racionales y la reflexión sobre valores fundamentales que ofrece la filosofía, inciden en el esclarecimiento de los problemas nacionales y en la orientación de la práctica correspondiente.
El Financiero, Jueves 8 de mayo de 2003.
José David Cano
La filosofía ha sido vista, sobre todo por la gente de afuera, como una actividad académica o una profesión. Pero han sido justamente los de adentro, los filósofos, quienes se han dado a la tarea de refutar tales aseveraciones. Hoy se sabe que si algo describe a este quehacer es su carácter de vocación en el sentido de ser una forma de vida.
Precisamente en El ethos del filósofo, Lizbeth Sagols y Juliana González han coordinado a varios investigadores para hablar sobre este asunto. Editado por el Seminario de Metafísica de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM , el libro incluye textos paradigmáticos tanto de la tradición occidental (desde los griegos hasta el pensamiento contemporáneo) como de otras tradiciones no occidentales: la filosofía y sabiduría náhuatl, maya y china.
Y es que la dedicación a la filosofía conlleva una forma de vida. El filosofar implica tanto un compromiso teórico de rigor y sistematicidad, como un compromiso ético-existencial. Por ello, el tema del ethos del filósofo es crucial para la comprensión de la filosofía.
Juliana González, a manera de prólogo, puntualiza: ethos tiene diversos sentidos. Significa primeramente «carácter», no en el sentido de expresión emocional psicológica, sino del «carácter propio» de algo, sus características peculiares, su sello o marca distintiva. Ethos es, así, «modo de ser», forma de existir, y señaladamente manera de «estar» en el mundo; de disponerse ante la realidad. Remite a la actitud fundamental que el hombre tiene ante sí mismo y ante lo que no es sí mismo.
Por otra parte, en su significado más arcaico, “ethos se refiere a «guarida», refugio, morada; acepción que se conserva en el sentido de interioridad, de ámbito interno de sí mismo en el que el hombre suele encontrar su fuerza propia, su fortaleza más preciada. Y ethos significa también esa especie de «segunda naturaleza» (la moral y la cultural) que el hombre construye por encima de la mera naturaleza dada (natural); expresa el poder de trascendencia que le caracteriza en su propia humanidad, de modo que el ethos corresponde a la humanización misma de la existencia. El filósofo es, en este sentido, «un carácter», un modo distintivo de ser, creado mediante el propio ejercicio del filosofar”.
Por eso, luego de leer El ethos del filósofo queda claro que si algo define a este quehacer es su carácter de vocación, en el sentido de ser una forma de vida antes que una profesión o una actividad académica, explica Lizbeth Sagols en entrevista con este diario. “Y esta forma de vida consiste en la fidelidad por el trabajo y por la verdad. No la verdad como algo hecho, sino esa búsqueda de la verdad. De hecho, algo que intentamos con todos los filósofos que aparecen en el libro era mostrar cómo de lo que se trata es de buscar permanentemente. Ser filósofo no sólo es amar la verdad, sino que primeramente hay que conocerla y buscarla”.
—Juliana González decía en una ocasión que la filosofía es atracción, amor, pasión, afán de conocimiento y, más radicalmente, pasión por la verdad; ¿usted agregaría algo más?
—Sería difícil: es casi una caracterización redonda de lo que es este quehacer —responde Sagols—. La filosofía despierta esa capacidad erótica por la verdad, de sentirse atraído por ella. El ethos, en el sentido griego, implica tanto pasión como una atracción permanente por aquello, y la conciencia de que nunca se tiene por completo. Y por eso mismo, porque no se tiene por completo, se sigue escarbando y excavando. Es un ejercicio permanente de humildad: de saber lo que no se sabe.
—Sin embargo, algunos siguen opinando que la filosofía es sustantivo, y no verbo y acción como lo manejan en el volumen…
—Por eso también tratamos de incluir en el libro contrastes, diversos pasajes y autores que hablan de ello. Sin embargo, primero debemos entender que filosofar, más que una forma de saber o una forma de dudar, es una forma de vivir, de acción. Es un examen no rentable e inacabable. Pero este examen de alguna forma nos permite disfrutar la vida como si cada momento y cada cosa fuera la primera vez que se viven. Para eso está la filosofía: para que la vida sea irrepetible para cada persona. La filosofía es la defensa irrepetible de cada individuo. En vez de vivir la vida de qué dirán, de todo es así, del ya sabe usted lo que dicen, el filósofo vive la vida del ahora y del nunca más. —Entonces, ¿cada quién posee su propia filosofía?
—En el fondo, sí. Es decir: cada filósofo es realmente una cosmovisión, un método nuevo y una vida muy particular. Y dentro de esa individualidad existe precisamente un hilo común que es el amor por la verdad. Además, el ser humano, como animal racional que es, tiene perfectamente la capacidad de elaborar y definir su propia filosofía. Es una facultad común al filósofo y al hombre de la calle. La diferencia entre ambos es más bien una diferencia gradual que absoluta: el filósofo hace de su ejercicio racional una forma de vida, mientras que el hombre de la calle filosofa aun sin ser consciente muchas veces de lo que hace.
—Bueno, al menos un filósofo no es ya una arqueología en el siglo XXI…
No, no nos hunda más la profesión de lo que ya la tenemos. La filosofía es el amor a la sabiduría y se supone que el filósofo busca la verdad de una manera desprevenida, sin guardarse nada en la recámara. Es verdad, lamentablemente el filósofo ha perdido bazas en este siglo porque no tiene demasiado tiempo para la reflexión. Ese es el gran problema de la filosofía. Antes se tenía mucho tiempo y poca información; ahora la información nos desborda y tenemos poco tiempo. Platón decía que la primera condición para filosofar era tener tiempo, y en la actualidad no lo hay. Sin embargo, cuando se va uno acostumbrando a esta forma de vida que es la filosofía, uno se da cuenta de que tiene que hacerse el tiempo para la contemplación, para detenerse y reflexionar y buscar.
El Financiero, Viernes 14 de noviembre de 2003
Gabriel Vargas Lozano
El próximo martes 18 la comunidad filosófica nacional celebrará, en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y por segunda ocasión, el Día Internacional de la Filosofía. El año pasado la Asociación Filosófica de México (AFM), la organización más importante y de mayor tradición de profesionales de la filosofía en nuestro país (pensemos en Leopoldo Zea, Rosa Krauze, Luis Villoro, Fernando Salmerón, Ramón Xirau, Adolfo Sánchez Vázquez o Juliana González, entre muchos otros), promovió la realización del primer día en diversos lugares de la República.
En esa oportunidad, la AFM organizó un acto central en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM que contó con la participación de las más altas autoridades académicas y algunos de los más distinguidos filósofos que han ocupado el cargo de presidentes de la AFM. Sus intervenciones se han plasmado en dos videos y se ha publicado un libro, de reciente aparición, editado por la UAM, la UNESCO, la AFM y la UNAM.
La idea de dedicar un día a la filosofía provino de una propuesta de la Federación Internacional de Sociedades de Filosofía (FISP) a la UNESCO y que fue adoptada, por primera vez, el 21 de noviembre de 2002, fecha en que se supone nació Sócrates (en 470 o 469 a.C.) y que corresponde al tercer jueves del penúltimo mes del año. Algunas razones por las que se adoptó la decisión fueron, por un lado, la necesidad de destacar la importancia del enfoque filosófico en el análisis de los grandes problemas que afectan a la humanidad, y por otro lado, buscar que la filosofía forme parte esencial de la educación del ciudadano.
Pero además, agregaríamos que el espíritu del acuerdo está dirigido, principalmente, a países como el nuestro, en que la filosofía no tiene visibilidad pública, padece una gran incomprensión acerca de su significado y por esa razón tiende a ser desplazada y marginada al no responder al giro pragmático que ha invadido a todos los sectores de la sociedad, como una supuesta vía de solución a la crisis en que nos encontramos.
Es por ello que habrá que hacer de nuevo la pregunta: ¿la filosofía es necesaria?
En la actualidad existe una sobreacumulación de problemas que pueden llevar a la humanidad a enfrentar situaciones límite. En efecto, desde hace tiempo sabemos que, por primera vez en la historia, el mundo puede autodestruirse por obra de una guerra o accidente nuclear como los que han ocurrido en Estados Unidos y exURSS. De igual manera, a nadie escapa que existe una profunda crisis de los sistemas ecológicos en todo el planeta y que quienes vivimos en las grandes ciudades padecemos cotidianamente las consecuencias de un desarrollo anómalo y el agobio de la contaminación.
Asimismo, se encuentra en marcha una revolución tecnológica en la información y comunicación, que ha producido, entre otros fenómenos, el aumento de la velocidad en la transmisión de datos; la posibilidad de un intercambio universal; la conciencia de la globalidad y la certeza de las profundas diferencias culturales existentes. La microelectrónica ha cambiado la forma, el ritmo y la intensidad de nuestra vida ocasionando una serie de cambios en nuestras ideas de tiempo y espacio así como nuevas formas de conocimiento.
En esta dimensión, la obsolescencia está a la orden del día y una generación está quedando fuera del uso de las nuevas tecnologías aunque no del impacto de ellas. En el siglo que acaba de transcurrir hemos conocido extraordinarios avances en la ciencia; sin
embargo, en algunos casos como el de la clonación de seres humanos existe el peligro de una sensible modificación de la naturaleza humana cuyas consecuencias están siendo anticipadas por la literatura, las artes plásticas, el cine o la televisión. También aquí la filosofía ha producido una serie de reflexiones mediante disciplinas como la bioética o la filosofía de la tecnología.
En la vida social, están en marcha una serie de revoluciones pasivas (Gramsci) en los ámbitos de la familia y los individuos. La justa reivindicación de los derechos de la mujer está ocasionando, entre otros fenómenos, una recomposición de las relaciones entre los géneros.
Por todo lo anterior, podemos coincidir con quienes afirman que nos encontramos en medio de una mutación histórica que algunos han denominado posmodernidad (otorgándole a este concepto una carga ideológica de una falsa despedida a la modernidad) y otros, transmodernidad.
Finalmente, existen dos grandes problemas que están afectando a la humanidad: la violencia y la pobreza. En el caso del primero, nuestra conciencia moral se estremece ante los terribles acontecimientos de Yugoslavia y la “limpieza étnica”, los bombardeos contra los pueblos de Afganistán, Irak y Palestina o las víctimas inocentes del 11 de septiembre. Y todo ello en medio de la inmensa pobreza de más de la mitad de la población del planeta, como se ha mostrado en el “Informe sobre el desarrollo humano de la ONU” y que significa que mueran millones de personas víctimas de enfermedades curables o simplemente por hambre mientras un grupo selecto vive en la opulencia.
Este escenario lleva a la filosofía a plantearse preguntas como: ¿cuál es la naturaleza del hombre? ¿hay una maldad intrínseca, un egoísmo como decía Hobbes (Homo homini lupus)? ¿hay una bondad originaria como pretendían Locke y Rousseau? ¿son las condiciones sociales las que condicionan una u otra actitud, como decía Marx o existe una lucha entre eros y tánatos, como decía Freud? ¿esta forma de modernidad basada en la explotación del hombre y de la naturaleza es la adecuada?
Todas estas preguntas y otras más que podríamos agregar plantean a la filosofía enormes desafíos a los cuales tiene que responder. Pero se me dirá que si bien todo este cuadro descrito anteriormente existe en la realidad, la filosofía no puede hacer mucho para establecer una nueva racionalidad en el mundo. Desde luego que la filosofía sola o la ciencia sola no pueden hacer nada. Se requiere un vínculo con la praxis, es decir, de sujetos (individuos y organizaciones) que lleven a cabo una serie de proyectos y acciones, a partir de un diagnóstico objetivo de la situación y una propuesta de sentido. Si no es así, su práctica será ciega y su camino incierto.
La filosofía nos ayuda a tomar conciencia del mundo en que nos encontramos interrogándonos acerca de él; nos permite conocer nuestra realidad desde una perspectiva universal y compleja y propone vías para resolver los graves problemas que nos aquejan. Pero aquí habría que aclarar que no lo puede hacer cualquier filosofía sino una que tenga una definición clara de su relación con otras disciplinas científicas; se base en los resultados de la ciencia y tenga una conciencia muy aguda de las demandas sociales.
Hay filósofos que desean transmitirnos su propio desencanto (sus reflexiones son síntomas de la crisis); hay otros que obscurecen más nuestra visión del mundo y suplantan otros campos del conocimiento, pero hay otros que la esclarecen, independientemente de la dificultad de su lenguaje y accesibilidad de sus proposiciones.
Hay filosofías nocturnas y filosofías diurnas. Y también hay una práctica dogmática y doctrinaria de la filosofía que es justamente lo opuesto a ella que, por definición, es auténtica y creadora.
Pero si el enfoque filosófico es tan importante para darnos conciencia del mundo en que vivimos y para abrir nuevos caminos, ¿por qué la filosofía no tiene en nuestro país el lugar que merece? ¿Por qué no es parte normal del debate cultural; de la política o de otros sectores de la sociedad mexicana?
La primera respuesta podría ser que existe una enorme resistencia a la aceptación del enfoque filosófico por diversos motivos. Uno de ellos es el de la incomprensión acerca del significado y función de la filosofía, hecho que está directamente vinculado con la falta de información pública, otro proviene de la idea equivocada de que la superación de los males que aquejan a nuestro país y el desarrollo se logrará exclusivamente preparando a los individuos en el uso de las nuevas tecnologías; otros más consideran que el único valor que debería normar las conductas individuales es el de la lógica del mercado. En otras palabras, dejemos que los países desarrollados produzcan ciencia, tecnología y filosofía, ya que a nosotros sólo nos toca aplicar y repetir incansablemente.
Pero si no queremos desempeñar es triste papel, se necesita, en primer lugar, originar nuevas teorías; mantener tradiciones de pensamiento y poner en marcha una estrategia adecuada para difundir la filosofía; para crear un público; para seducir a los escuchas o para acercar a un amplio público a la filosofía sin que implique una desnaturalización de su significado.
En otras palabras, debemos establecer un puente entre la academia y la sociedad; entre la especialización y la difusión. La idea de hacer exclusivamente una filosofía académica la divorció en gran medida de la problemática social. Desde luego que no quiere decir que los especialistas dejen de serlo y que dejen de originar reflexiones con el mayor rigor posible, pero existe la necesidad de que la filosofía se avoque a reflexionar sobre problemas éticos, estéticos, epistemológicos, de filosofía de la cultura y de la historia más importantes, para que la sociedad se reconozca en nuestro trabajo y comprenda su verdadero significado y viabilidad.
Para lograr lo anterior, necesitamos convencer a todas las instancias culturales y educativas de que se necesita abrir espacios a la filosofía, en virtud de que se requiere proporcionar a los ciudadanos los instrumentos teóricos para generar ideas creativas; romper con el mundo de seudoconcreción (Kosik); distanciarse de la irracionalidad; ejercer su capacidad de diálogo y construir un mundo más justo y digno de vivirse.
Por todo ello debemos celebrar, todos los años, el Día Internacional de la filosofía y pugnar porque forme parte normal de la vida del ciudadano. Cuando lo logremos, algo importante habrá ocurrido en nuestra sociedad.
S O C I E D A D Y J U S T I C I A
México D.F. Sábado 12 de junio de 2004
Adolfo Sánchez Vázquez*
Reconocimiento a la filosofía en tiempos adversos
Sean mis primeras palabras para expresar mi más profundo y emocionado agradecimiento al Consejo Universitario de la Universidad de Guadalajara por haberme otorgado la alta distinción de doctor honoris causa, que tanto me honra y con la cual siento reverdecer los estímulos, los afectos y las consideraciones que hace ya largos años recibí a mi paso por las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de esta universidad. Mi efusivo agradecimiento lo extiendo al rector del Centro de Ciencias Sociales y Humanidades, doctor Durán Juárez, y al rector general, licenciado Trinidad Padilla, por las cálidas palabras con las que tan lúcida y generosamente han enaltecido una vida consagrada a la docencia y a la investigación en el campo de la filosofía.
Pero este reconocimiento que tanto aprecio y agradezco tiene también para mí un significado que rebasa el estrictamente personal, pues lo interpreto como el reconocimiento de una actividad, de un quehacer, de un modo de encararse racionalmente con la realidad y con las ideas, con el mundo existente y con un mundo ideal o deseado; con lo que es y con lo que debe ser. En suma, reconocimiento de lo que Kant llamaba "filosofar" y de lo que llamamos asimismo filosofía. Y este reconocimiento, así interpretado, es tanto más significativo cuanto que se otorga en tiempos difíciles, y más bien adversos, para la filosofía, y no sólo a escala provincial o nacional, sino -a tono con el sistema mundial en que vivimos- a escala global.
Y no es que haya faltado la atención a la filosofía. Por el contrario, aunque no se proclamara abiertamente, el Estado y las clases dueñas de él nunca han sido indiferentes a la filosofía que reflexiona sobre las relaciones morales, políticas o sociales que el poder estatal pretende controlar. A este respecto, bastaría poner algunos ejemplos de las relaciones -armónicas o conflictivas- que el Estado ha mantenido con la filosofía; más exactamente, con ciertos filósofos. De las primeras -las armónicas- citaremos las de la monarquía prusiana alemana con Hegel y, en nuestra época, las del Estado nazi con Heidegger; en cuanto a las segundas -las conflictivas—, recordemos las que mantuvieron Sócrates y el Estado ateniense, y en el Renacimiento las de Giordano Bruno y el poder vigente, ambas selladas con la muerte de uno y otro filósofos.
Pero al hablar ahora de los tiempos adversos para la filosofía no nos referimos al hecho, reiterado a lo largo de su historia, del rechazo, por parte del Estado, de determinada filosofía, sino al rechazo actual, por parte de la sociedad, o un sector de ella, de la filosofía en general, y, por tanto, no de ésta o aquella filosofía, aunque esto siga dándose desde el poder vigente. Y este hecho, o la tendencia que en él se manifiesta, lo encontramos recientemente en México, como botón de muestra, en las declaraciones de un alto funcionario del gobierno que deplora el "excesivo" número de filósofos cuando tanto se necesitan los profesionales vinculados con la producción, el mercado y el comercio. Pero en la prensa hemos leído también encuestas con preguntas orientadas a obtener la respuesta deseada: que la filosofía "no sirve de nada".
No podemos ignorar que esta percepción negativa de la filosofía se da, sobre todo, en los amplios sectores sociales que se alimentan ideológicamente de los medios audiovisuales de comunicación. Pero hemos de reconocer que esta actitud, que se extiende también a las ciencias sociales y a las humanidades en general, no es nueva, pues en verdad la idea de la inutilidad de la filosofía es tan vieja como la filosofía misma. En efecto, ya en el siglo VII antes de nuestra era aparece esta idea asociada a uno de los primeros filósofos griegos, Tales de Mileto. Se cuenta que su empleada doméstica no pudo contener la risa cuando el patrón absorto en sus reflexiones cayó a un pozo. Esta anécdota legendaria ejemplifica la percepción común y corriente que, desde un punto de vista práctico-utilitario, egoísta, se tiene de la filosofía. Desde él, ciertamente, no se ven las ventajas que pueda tener la reflexión filosófica. Como no podía verla tampoco la madre de Carlos Marx al decirle a su hijo que más le valdría hacerse de un capitalito, en lugar de escribir El capital. En la actitud que se revela en estos dos casos, lo práctico, lo ventajoso, se entiende como aquello que conviene al interés personal, en su sentido más estrecho. Y, claro está, en este sentido la filosofía es inútil y el filósofo es el hombre más impráctico del mundo.
Sin embargo, habría que reconocer que ese mismo hombre o mujer común y corriente que así juzga a la filosofía tiene cierta idea sobre el sentido de la vida y la muerte, sobre la finitud o la inmortalidad de la existencia, sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo digno y lo indigno, etcétera. Y tiene estas ideas aunque no haya llegado a ellas por la vía de la reflexión, sino aspirándolas en el medio social e ideológico en que vive como el aire que respira. Así, pues, ese mismo y sencillo ser humano que rechaza por inútil la filosofía tiene, también, porque la necesita, una filosofía para andar por casa. Gramsci decía por ello que todo hombre es filósofo.
Pero al hablar de la percepción negativa de la filosofía nos referimos ahora a su significado social; es decir, al que es propio y peculiar de una sociedad, como la nuestra, en la que todas las actividades humanas y sus productos se convierten en mercancías; una sociedad en la que los valores más nobles -la justicia, la belleza, la dignidad humana- se supeditan al valor de cambio; en la que el lucro, la ganancia, mueve las aspiraciones y la conducta de los hombres, y en la que la competencia, el egoísmo y la intolerancia hacen de la sociedad -como decía Hegel- un campo de batalla. En esta sociedad lucrativa, competitiva y mercantilizada, la filosofía -como las ciencias sociales y las humanidades- no es rentable. Y de ahí que en la enseñanza media y superior se aspire -como aspira nuestro alto funcionario- a recortar las alas a la filosofía para que vuelen a sus anchas las disciplinas gratas al mercado. Y a esta aspiración responde la mayor parte de las universidades privadas y, en general, las empresariales, que se fundan exclusivamente para satisfacer las exigencias del mercado. Pero cierto es también que las universidades públicas no escapan, aunque con la resistencia que cada vez debe ser más intensa, a esa tendencia productivista, mercantilista.
Y para justificar esta tendencia, se arguye descaradamente que la filosofía no es productiva o práctica. Y en verdad no lo es, en el sentido mercantil, capitalista. Estamos, pues, ante una actitud, aspiración o tendencia que responde a un sistema económico-social neoliberal, en el que con la globalización del capital financiero la mercantilización de todo lo existente alcanza -tanto a escala nacional como mundial- un nivel jamás conocido.
Tenemos, así, dos tipos de percepción negativa de la filosofía; una, del hombre común y corriente que no ve ninguna utilidad personal en ella, y otra, la del capitalista o sus voceros que niegan su utilidad económico-social por no ser rentable en el mercado.
Ahora bien, a esta doble percepción negativa de la filosofía -y al descrédito correspondiente de ella- contribuyen también ciertos filósofos que se llaman a sí mismos "posmodernos" o del "pensamiento débil". Estos filósofos la descalifican por proponer, en la actualidad, lo que la filosofía, desde Platón a John Rawls, ha propuesto más de una vez: una sociedad justa o una vida humana buena. Los posmodernos interpretan el incumplimiento del proyecto emancipatorio de la modernidad o el fracaso histórico del "socialismo real", que realmente nunca fue socialismo, como el fin de las causas emancipatorias o de los "grandes relatos", según su terminología, que la filosofía de la ilustración y el marxismo han propuesto. Despejan así el camino al desencanto, a la decepción y a la desconfianza en la filosofía, con el agregado de que, con ello, pierde sentido todo compromiso con los valores, ideales o causas que muchos filósofos, desde Sócrates, han asumido.
A estas percepciones de la filosofía hay que contraponer la reivindicación de su importancia, necesidad y función social. Y no sólo en el sentido teórico-práctico, de contribuir con sus reflexiones a elevar y dignificar al hombre, sino también en el práctico de influir en sus actos, contribuyendo así a dignificarlo, a humanizarlo en la realidad.
Así pues, si bien la filosofía es inútil juzgada con un estrecho criterio, egoísta e individual, y si es improductiva, no rentable, al aplicarle el criterio productivista, mercantilista, sí es, por el contrario, productiva, práctica, rentable, en un sentido verdaderamente humano y vital, como la atestiguan momentos clave de su historia: al forjar la moral y la política del ciudadano de la polis ateniense; al impulsar en el Renacimiento y en la modernidad la liberación del individuo de los grilletes del despotismo y de la Iglesia; al inspirar al pueblo francés con los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad en la Revolución de 1789, y en las de independencia en América Latina; al denunciar, desde Rousseau a la Escuela de Francfort, el torcido y perverso camino que tomaba el progreso científico y tecnológico y, finalmente, para no alargar los ejemplos, al plantearse con Marx y Engels la necesidad y posibilidad de transformar el mundo de la explotación del trabajo por el capital.
Y si nos preguntamos hoy dónde está la importancia y la utilidad de la filosofía, habrá que responder a ello situándonos en el mundo en el que se hace la pregunta.
Un mundo injusto, abismalmente desigual; insolidario, competitivo y egoísta; un mundo en el que una potencia -Estados Unidos- se burla del derecho internacional y recurre a la forma más extensa de la violencia contra los pueblos: la guerra preventiva, y a la más bárbara y repulsiva práctica contra los individuos inocentes: la tortura; un mundo en el que la dignidad personal se vuelve un valor de cambio y en el que la política -contaminada por la corrupción, el doble lenguaje y el pragmatismo- se supedita a la economía.
No es posible callar, ser indiferente o conformarse con este mundo que, por ello, tiene que ser criticado y combatido. Pero su crítica presupone los valores de justicia, libertad, igualdad, dignidad humana, etcétera, que la filosofía se ha empeñado, una y otra vez, en esclarecer y reivindicar. Pues bien, ¿puede haber hoy algo más práctico, en un sentido vital, humano, que este esclarecimiento y esta reivindicación por la filosofía de esos valores negados, pisoteados o desfigurados en la realidad?
Ahora bien, este mundo actual, justamente por la negación de esos valores exige otro más justo, más libre, más igualitario, y otra vida humana más digna, exigencia que desde la República de Platón a la sociedad comunista de Marx y Engels ha preocupado a la filosofía. Pero el cambio hacia ella, ¿es posible? Pregunta inquietante a la que la ideología dominante responde negativamente alegando una inmutable naturaleza humana egoísta, insolidaria, agresiva, intolerante. Toca a la filosofía salir al paso de esta operación fraudulenta de convertir los rasgos propios del homo economicus de la sociedad capitalista en rasgos esenciales e invariables de la naturaleza humana. Con ello la filosofía presta un servicio no sólo a la verdad, sino a la esperanza en el cambio hacia un mundo alterno con respecto al injusto y cruel en que vivimos. Y necesitamos también de la filosofía para deshacer los infundios de los ideólogos que proclaman que la historia ya está escrita, o ha llegado a su fin, con el triunfo del capitalismo neoliberal, "democrático", hegemonizado unilateralmente por Estados Unidos.
Pero la historia, puesto que la hacen los hombres, ni está ya escrita ni es inevitable. Y puesto que en estas cuestiones se halla en juego el destino mismo de nuestras vidas y de nuestra acción, nada más vital y práctico que el papel esclarecedor de la filosofía con respecto a ellas, así como su intervención en cuestiones tan vitales como las del progreso científico y técnico cuando éste se vuelve contra el hombre; las relaciones entre política y moral cuando la política se corrompe, o se vuelve "realista"; la del dominio del hombre sobre la naturaleza cuando, guiado sólo por el lucro, mina la base natural de la existencia humana, y, finalmente, la del imperio que destruye la convivencia pacífica entre los pueblos.
Ahora bien, no hay que caer en el ciego optimismo que ve en la filosofía respuestas o certezas para todas las interrogantes. La filosofía no tiene, por ejemplo, respuestas definitivas para asegurar la armonía entre lo universal (los derechos humanos) y lo particular (la diversidad de tradiciones y culturas). Pero en contraste con los infundios de la ideología dominante, del delirio de los fanáticos políticos o religiosos o de la siembra corrosiva de los renegados, la filosofía nos ofrece con su crítica y argumentación racional y sus diseños meditados de una vida más humana la vía más confiable para navegar hacia un buen puerto, aunque no seguro.
Se hace, pues, necesario, en tiempos de confusión e incertidumbre, reivindicar la filosofía justamente por su importancia y utilidad humana, práctica, vital.
Y, de acuerdo con esta necesidad, acepto sumamente complacido el grado de doctor honoris causa que me concede la Universidad de Guadalajara, porque si bien esta alta distinción mucho me honra personal y académicamente, honra aún más, humana y socialmente, a la filosofía.
* Discurso pronunciado en la
Universidad de Guadalajara al ser investido con el grado de doctor honoris causa. Guadalajara, Jal., 10 de junio de 2004
Universidad de Guadalajara al ser investido con el grado de doctor honoris causa. Guadalajara, Jal., 10 de junio de 2004
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