sábado, 4 de enero de 2014

Genealogía, Historia y Subjetividad. Reflexiones sobre el pensamiento de Michel Foucault




GENEALOGÍA, HISTORIA Y SUBJETIVIDAD
REFLEXIONES EN TORNO AL PENSAMIENTO DE MICHEL FOUCAULT

Miguel Dávila

INTRODUCCIÓN

La propiedad que singulariza y distingue el «pragmatismo teórico» de Michel Foucault respecto a lo que de ordinario se entiende por historia del pensamiento, es la posibilidad de hacer de él un uso estratégico y variado. Ya que se trata de un instrumento filosófico muy versátil con aplicaciones ilimitadas en el campo de la historia y no de un sistema que presupone el despliegue progresivo de verdades con una función axiomática para llevar a cabo ordenamientos deductivos o dialécticos de la realidad.
A partir de esta primer distinción, aún habría que tener cuidado en no confundir esa posibilidad de usos estratégicos con la concesión que una obra ofrece para hacer de ella interpretaciones múltiples. Pues Foucault no ha querido convertir su quehacer en el producto de un autor que otorga a sus lectores la prerrogativa de aclarar lo que ha dicho. Lo que Foucault ha hecho es dotar a la teoría de una instrumentalidad que busca sustraerse a los mecanismos de enrarecimiento del discurso (control, apropiación y regulación) a través del dejar a la teoría su pura función enunciante —sin los caracteres de concatenación lógica de proposiciones y de sentido significativo de frases asociadas—; entre otras cosas, para denunciar esos mismos mecanismos de control, regulación y apropiación de los discursos.
Por lo anterior, en el trabajo que aquí presentamos hemos renunciado a hacer una exégesis de la obra de Foucault. No obstante, en lugar de concretar una de esas posibles aplicaciones de la «teoría» foucaultiana hemos preferido destacar la importancia que en ella tiene su vertiente metodológica caracterizada como genealogía, a través de una exposición en la que se describen tanto las condiciones de su aparición y de su empleo dentro del proyecto, así como la especificidad y operatividad de sus elementos actuando en el conjunto de un cuadro herramental a la manera de eficaces recursos analíticos.
Nuestra elección por realizar un documento monográfico en el lugar que hubiera contenido propiamente una genealogía se debe, entre otras razones, a la consideración de que el juego en el que Foucault ha hecho entrar a su obra, como interpretación infinita de interpretaciones, o como «pura ficción» —dada la suspensión de todo referente fijo de significación—, da ocasión a reducirla y descalificarla de forma precipitada catalogándole como un relativismo vacuo, de lo cual creemos deber resguardarla. Por otra parte, buscamos mostrar que en el pensamiento foucaultiano existe una dispersión muy eficaz que dinamiza método, objetivos, temas y presupuestos de investigación, y que el carácter instrumental de esta teoría dota a la genealogía de un papel clave para la comprensión de las funciones de todos los aspectos que la integran y la convierten en su conjunto en una ontología histórica.
Estamos convencidos de que es la misma pluralidad de la obra foucaultiana la que invita a esforzarnos por distinguir la línea de coherencia en la que se entrecruzan y yuxtaponen elementos conceptuales y procedimentales diversos que adoptan, cada uno, una función de sostén a la conformación de una praxis que no apela a un centro desde el cual se dice la verdad sobre el sujeto, sino que describe cómo se dan procesos de subjetivación, entre los que destaca, por todas sus implicaciones, el de la nuestra.
Pretendemos que el análisis efectuado pueda favorecer la comprensión de nuestra perspectiva. Por lo que en el primer capítulo de nuestro estudio examinamos la disposición que adoptan en el proyecto general de Foucault las nociones de Sujeto e Historia, al jugar ambas, en conjunción, el doble y paradójico papel de objeto y principal herramienta de sus investigaciones bajo la figura de procesos históricos de subjetivación. El segundo capítulo lo hemos dedicado a analizar las exigencias que la genealogía requería cubrir como procedimiento de investigación, por el hecho de que Foucault se obligó a renunciar a la figura de una subjetividad trascendental como lugar de validación para toda comprensión, explicación o interpretación de la diversidad histórica de otras formas de ser de los sujetos.
 Y finalmente, queriendo mostrar cómo se concatenan, yuxtaponen, entrecruzan y, en fin relacionan, los múltiples elementos que Foucault pone a su disposición bajo el modelo genealógico, para conseguir demostrar la historicidad, contingencia y arbitrariedad de todo aquello que pudiera tenerse como invariable en el ser humano, hemos recurrido en el tercer y último capítulo a comentarios específicos sobre las distintas genealogías llevadas a cabo por el mismo Foucault.
Consideramos que los elementos presentados aquí de forma sumaria, mismos que orientan lo que en las páginas siguientes desarrollamos, podrían conceder a nuestro análisis el alcance de un opúsculo de divulgación fiel al espíritu y sentido del proyecto foucaultiano, salvando el riesgo de convertirse en una simple apología, y que además nos amparan de tropezar con la imposible interpretación de una obra que reconocemos original, compleja e irreductible.
I. EL SUJETO Y LA HISTORIA

El sujeto

A partir de lecturas más atentas que recientes estudios han hecho de la obra de Michel Foucault, hay ahora un acuerdo bastante generalizado respecto a que el tema central de las investigaciones de este pensador francés son las formas en que se constituyen históricamente los sujetos[1]. El análisis histórico de los procesos y las modalidades de subjetivación es ya, abiertamente distinguido, el sitio en que convergen de manera puntual los tópicos que otrora fueron considerados, por algunos críticos de esta obra, como rectores sucesivos de una labor intelectual que se percibía dispersa e inconexa. Esta dispersión, desde el punto de vista de varios comentaristas de la obra foucaultiana, imposibilitaba cualquier intento por erigir tal producción, en su conjunto, como un sistema[2].
Estos tópicos a que aludimos: las ciencias humanas, el saber, el poder, la sexualidad; fueron vistos por algunos críticos coetáneos de Foucault como campos de análisis forzadamente vinculados en un pensamiento sin ruta ni organización bien definidas. Un pensamiento que, se creyó, sólo respondía de manera oportunista, parcial e indirecta a situaciones del contexto político y cultural de su tiempo[3]. Esta heterogeneidad de tópicos sometidos a estudio se entendió, la mayoría de las veces, como desplazamientos temáticos provocados por fortuitos y volubles intereses del autor; a veces insondables. Se llegó a sugerir, incluso, que tal movilidad obedecía a motivaciones inducidas por «crisis personales».
La percepción de una primacía eventual e insuficientemente justificada de temas en el conjunto de la obra, fue similar a la percepción que se tuvo de una primacía sucesiva de los métodos utilizados por Foucault en sus investigaciones. A este respecto cabe citar algunos sucesos, quizá más notables por su carácter anecdótico que por su incidencia en la consolidación del proyecto general foucaultiano; por ejemplo, el caso del debate originado a raíz de las «exigencias»[4] que le fueron hechas a Foucault para la «acreditación científica» de la arqueología como instancia válida de análisis utilizada en sus primeros libros: Historia de la locura en la época clásica, El nacimiento de la clínica y Las palabras y las cosas. Esta polémica dio como resultado la publicación de La arqueología del saber, en un afán del autor por justificar el recurso y aclarar deslindes. Otro caso lo encontramos en la tendencia de algunos críticos por identificar a la arqueología y a la genealogía con el estructuralismo y la hermenéutica. Identificación que Foucault negó y procuró puntualmente diferenciar. Asimismo, la suposición del abandono de la arqueología a favor del análisis genealógico, aunada a la ya mencionada creencia de que eran precisamente los métodos y no los temas estudiados quienes rigieron en tiempos distintos sus investigaciones, sustentaron el hecho de que estos métodos fueran vistos, tal cual ocurrió con los temas, como técnicas de dudosa y frágil fundamentación científica sin aparente conexión relativa a un proyecto unitario que explicase su «sucesiva» puesta en práctica[5].
No obstante lo anterior, quizá debamos condescender a la incomprensión del sentido y objetivos del pensamiento de Foucault por parte de sus detractores, y de los interesados estudiosos de su obra que no consiguieron entonces obtener una visión consistente de la misma, en la medida en que la «heterogeneidad temática y metodológica» era sólo uno de sus efectos de superficie más visibles, y en la medida en que ellos se encontraban ante una obra en ciernes, que iba apareciendo bajo un meticuloso proceso de producción, y que iba ensayando vías de desarrollo como condición inherente a su carácter inédito y revolucionario.
La clave para que se diera este giro desde el cual se distingue ahora la constitución histórica de las subjetividades como tema eje de un «proyecto general», fue la comprensión que finalmente se tuvo de las razones por las cuales Foucault insistió en que debíamos renunciar por completo a la figura de un tipo único y trascendental de sujeto como lugar en que se valida el conocimiento, como objeto determinado del saber de las ciencias humanas, como cuerpo sometido a un poder del que no puede escapar, o como presa de un deseo sexual, históricamente invariable, que forma parte de su naturaleza. Entre las razones aducidas para renunciar a la idea de una subjetividad trascendental, está la de asumir que dada su atemporalidad y ahistoricidad, esta forma de subjetividad se convierte en fundamento determinante de una esencia o naturaleza humana; esencia que Foucault buscará siempre demostrar inexistente. Renunciar a una subjetividad trascendental, es punto de partida y llegada desde donde Foucault consigue alejarse en forma definitiva de explicar la locura, la criminalidad, la normalidad, etcétera, en su universalidad, totalidad e inmutabilidad perenne y primordial; pues para él no se trataba de encontrar «algo» que estuviera siempre ahí esperando ser descubierto, no se trataba de hallar la esencia del hombre normal, cuerdo, sano o loco, sino de identificar el establecimiento de las positividades[6]; de las condiciones históricas que hacen posible la aparición de ciertas modalidades de ser para tales formas de subjetividad en una época dada.
Lo anterior, representa la llave de acceso para entender la integración congruente de la mencionada pluralidad de temas y métodos, pues permite reconocer la necesidad de su recurrencia indisociable, dadas las características del problema abordado: en donde el objeto y el sujeto del análisis son lo mismo. No se trata, en el seno de esta problemática, de hipostasiar significados con algo posteriormente demostrable y dado a priori, sino de una confrontación continua ante la plétora de nociones y atributos que se consideran invariables del hombre, buscando demostrar su contingencia, historicidad y arbitrariedad. Se trata de mostrar la crisis del fundamento al unísono de la apertura hacia el campo de auto-creación y re-creación de un sujeto siempre indeterminado; de un sujeto cuya única constante tal vez sea la continua experimentación; una experimentación que quizá puede ejemplificarse con la propia obra foucaultiana, en la que no se deja nunca de ensayar, tanto a nivel conceptual como a nivel metodológico.
De esta manera, tratar de entender por qué Foucault inscribe todo acontecimiento discursivo (y toda aquella práctica no discursiva que le es inherente en reciprocidad constituyente) referido al hombre dentro de su propia historicidad —es decir, aislándolo en su singularidad—, consiente a su vez el entendimiento que ahora poseemos sobre la importancia que tiene examinar, desde una radical crítica, los distintos modos de objetivación del sujeto como eje en torno al cual se circunscriben temas aferentes (saber, poder) y métodos adecuados para su estudio (arqueología, genealogía).


La historia

La premisa rectora en las investigaciones de Foucault es un «escepticismo sistemático respecto a todos los universales antropológicos»[7]. A partir de este postulado, más bien de corte crítico que de evidencia incuestionable, el filósofo pone en marcha una ambiciosa exploración orientada a describir los diferentes procesos y modos de objetivación del ser humano en la cultura occidental; buscando en última instancia precisar un diagnóstico de lo que ahora somos, mediante la reconstrucción y seguimiento testimonial del cómo hemos llegado a ser esto que somos. El estudio global se dirige a tres esferas en las que podemos distinguir cómo el ser humano se convierte en sujeto a partir de su inserción dentro de determinados discursos[8] y prácticas:

a)      En primer lugar, estudia el ámbito en que el hombre se objetiva al convertirse en sujeto erigido dentro de reglas de formación de discursos con pretensiones de verdad científica. Aquí, el hombre aparece como objeto de conocimiento, y simultáneamente, como sujeto del mismo.
b)       El segundo ámbito de estudio es aquel en que el hombre aparece como sujeto que actúa sobre otros. Aquí, el análisis se dirige hacia la descripción de las prácticas, reglas y modos de ejercicio que determinan y objetivan al sujeto a través de divisiones normativas (loco/cuerdo, enfermo/sano, criminal/normal, etc.).
c)       El último ámbito de estudio es aquel en que el sujeto se configura como objeto de un saber-hacer de y para sí mismo, dentro de regímenes de autovigilancia. Aquí, el sujeto ocupa el lugar de objeto de creación estética, de auto-creación a través del dominio, del conocimiento o del cuidado de sí.

Estos tres campos en los que Foucault despliega sus investigaciones no los sugiere nunca como los únicos en que puede verificarse cómo los sujetos se constituyen en objetos de saber y de prácticas, ni tampoco sugiere que gocen de un régimen de privilegio respecto a otros estudios posibles. Se trata por consiguiente de una elección y delimitación en su proyecto.
Sobre la base de lo dicho, la obra de Foucault, en su conjunto, es denominada por él mismo una Historia crítica de los modos de subjetivación[9]. Esta historia consiste en el intento por responder a la pregunta «¿cómo hemos llegado a ser lo que somos?»; pregunta que a su vez lleva implícita la inquietud por averiguar si es posible constituir nuevos y distintos modos de ser de los sujetos.
Esta pregunta por lo que ahora somos, debe en mucho su formulación a una sorprendente y revolucionaria actitud crítica e histórica, que Foucault descubre en un planteamiento que, en su momento, hiciera Kant al querer explicar el ser de la Ilustración[10]. El texto kantiano a que aludimos, revela dicha actitud en el momento en que él mismo dictamina que su presente es tan sólo una instancia por superar en el tránsito necesario e irreversible de la humanidad que llevará a los individuos hacia la plena autonomía. Como puede advertirse, el perfil crítico-histórico de semejante dictamen consiste en que Kant sitúa su presente dentro de una determinada temporalidad, y lo interroga con la intención de obtener un diagnóstico referido a otro punto dispuesto dentro de esa misma temporalidad.
Pero aún habría que tomar con reservas este hallazgo hecho de la perspectiva histórica de Kant. Pues siguiendo el resto de la exposición kantiana, podemos notar que en ella se insinúa implícitamente que, después de la analítica de las facultades de la razón, se ha mostrado ya cuáles son sus formas puras, y de ellas, su necesidad y universalidad como guías para el ejercicio autónomo del comportamiento. Y si a ello añadimos que para el actuar existe un imperativo formal, una obligatoriedad, hay que reconocer entonces que para Kant, asociando lo dicho con las nociones de la historia, la idea de progreso es una idea de razón; o sea, un postulado que no puede ser probado en la experiencia, pero que resulta necesario para comprender el fin hacia el cual tiende la humanidad. Este fin no es otro, diría Kant, que la manifestación de todas las potencialidades de la razón en una comunidad humana, extendida hasta el cosmopolitismo[11]. Nos encontramos, por lo tanto, con la concepción de una historia atravesada por lo trascendental.
En este entendido, pese a la influencia kantiana sobre la base de presupuestos de la Historia crítica de los modos de subjetivación, la postura que Foucault asume al inquirir por lo que somos ahora, es de una crítica en la que el fundamento que dota de universalidad y necesidad al saber y al hacer —el propio sujeto de la antropología kantiana—, resulta ser el objeto que está puesto a discusión, al considerarlo histórico, pero en un sentido muy distinto de cómo Kant concibe la historia. Lo que aquí está en juego y establece la diferencia, es la noción de continuidad. Para Kant la hay, para Foucault no. Es este el punto en que se distancian de forma definitiva la crítica kantiana de la crítica foucaultiana. No es pues, el mismo a priori kantiano al que se va a referir Foucault en sus investigaciones, sino que se trata de un a priori «histórico» —de una universalidad particular y de una necesidad contingente, presentes en la discontinuidad histórica[12].
Por lo anterior, advertimos de importancia crucial no confundir lo que Foucault entiende por histórico. Ya que siempre puede estar latente la amenaza distorsionadora de una inserción de elementos metafísicos en sus análisis, si no hay de nuestra parte constancia en el esfuerzo por pensar la historia de la que Foucault habla bajo una concepción opuesta a la que tradicionalmente ha sido privilegiada por el pensamiento occidental; es decir, bajo una concepción que renuncia en forma definitiva a asumir la historia con un sentido teleológico.

Los antecedentes de este enfoque foucaultiano sobre la historia se encuentran tanto en las influencias que sobre su pensamiento tuvieron las investigaciones que venían haciendo por entonces Gaston Bachelard y Georges Canguilhem, en el terreno de la epistemología y la historia de la ciencia, como en la marcada influencia que sobre el mismo tuvo la filosofía de Nietzsche. Las nociones de actos y umbrales epistemológicos, de Bachelard; las de desplazamientos y transformaciones de los conceptos, de Canguilhem; así como el pudenda origo de la moral en Nietzsche, sirvieron a Foucault de referencias para constatar en su propia tarea arqueológica y genealógica los novedosos efectos teóricos producidos por la tendencia de la epistemología francesa de su tiempo en la manera de hacer historia del pensamiento.
En la Introducción a La arqueología del saber, Foucault dirige nuestra atención sobre un par de movimientos simultáneos que aparentemente tienden a oponerse en cuanto a su sentido, pero que en el fondo, dice, son consecuencia de una misma modificación en el ámbito de los estudios históricos. Uno de estos movimientos es la forma que caracterizó a los análisis históricos realizados durante las últimas décadas por la Escuela de los Annales. El autor destaca que dichos análisis habían estado centrando su atención en los largos periodos, con la intención de describir las relaciones (no simples ni puramente causales) entre diversas «capas sedimentarias», dentro de las cuales se reconoce la existencia de «historias de débil declive». Estas historias varias, fue posible aislarlas a partir de la aplicación de nuevos instrumentos de análisis acordes al corte materialista de sus hipótesis y planteamientos de base. El efecto de superficie observado, para esta nueva modalidad de hacer historia social, económica o política, fue una concentración de la variedad de historias minúsculas y la multiplicación de los niveles de análisis en «cuadros» de amplia cronología. Estos cuadros se conformaban por la definición de elementos componentes, de límites y regulaciones, propios de las «series» identificadas en los estratos históricos; las definiciones de elementos, a su vez, permitían describir relaciones entre dichas series, con la finalidad última de integrar series de series[13].
El otro movimiento, que Foucault compara al recién descrito, ocurre del lado de la historia del pensamiento, de las ciencias, de la filosofía. En la historia del pensamiento, el efecto de superficie percibido fue el desplazamiento de la atención, de los largos periodos conocidos como «épocas» o «siglos», hacia momentos de ruptura y transición. Las mencionadas nociones de actos y umbrales epistemológicos son un ejemplo de los presupuestos que definieron la modalidad de este desplazamiento, cuyo problema no fue determinar cómo se constituyen las continuidades, sino cómo aparecen los límites. Esto hacía notar por sobre cualquier otro elemento resultante del análisis histórico, la multiplicación de rupturas y el régimen de la discontinuidad. De tal forma, «la historia del pensamiento, de los conocimientos, de la filosofía, de la literatura parece multiplicar las rupturas y buscar todos los erizamientos de la discontinuidad; mientras que la historia propiamente dicha, la historia a secas, parece borrar, en provecho de las estructuras más firmes, la irrupción de los acontecimientos»[14].
Sin embargo, como ya hemos anticipado, estos efectos inversos son sólo superficiales, pues aunque parezca que unas historias pasan de lo discontinuo a lo continuo y otras van en dirección contraria, sin más razones que la claridad de las determinaciones globales o la evidencia material de la discontinuidad, lo que realmente ha sucedido es el vuelco mucho más radical e irrecusable a que llevó el cambio del tratamiento que se dio al testimonio documental en ambos campos de producción de historias.
El valor del documento, en el espacio de competencia de la historia, siempre ha sido crucial. Pues desde que la historia existe, al documento se le ha pedido ser fiel soporte de su discurso teórico. Según explica Foucault, la historia tradicional se ocupó de interpretar el documento, de hallar en él significados, de reconstruir a partir de su presencia aislada aquello que se suponía quería decir. En cambio, la «historia nueva», al cambiar su posición respecto del documento, ha dejado de interpretarlo para ahora «elaborarlo desde su interior». La historia nueva busca reconstruir sin apelar a una conciencia que se deleite haciendo memoria de su pasado: «Hay que separar la historia de la imagen en la que durante mucho tiempo se complació y por medio de la cual encontraba su justificación antropológica: la de una memoria milenaria y colectiva que se ayudaba con documentos materiales para recobrar la lozanía de sus recuerdos. [...] El documento no es el instrumento afortunado de una historia que fuese en sí misma y con pleno derecho memoria; la historia es cierta manera, para una sociedad, de dar estatuto y elaboración a una masa de documentos de la que no se separa»[15]. Consecuentemente, a partir del nuevo trato que se da al documento, puede afirmarse que la historia no es memoria. Desde el momento en que renuncia a seguir armada con herramental hermenéutico, la historia deberá limitarse a la neutralidad de la «descripción intrínseca del monumento». En este sentido, elaborar el documento desde su interior, quiere decir desplegar «una masa de elementos que hay que aislar, agrupar, hacer pertinentes, disponer en relaciones, constituir en conjuntos»[16].
Las consecuencias de este cambio que se da al nivel estatutario del documento en el campo de los análisis históricos son varias: La primera de ellas son los efectos de superficie que hemos mencionado antes; tanto el fijar la atención en los largos periodos —por parte de la historia política, social o económica—, como la multiplicación de rupturas —que señala la historia de las ideas—, son indicios de una negativa a volver por el camino de las filosofías de la historia cuyas características predominantes son el despliegue de la conciencia y la presencia de teleologías. Se trata de los efectos producidos, del lado de la historia política, por la elaboración de series bajo nuevos instrumentos metodológicos. Por el lado de la historia de las ideas, representan la puesta en duda a las posibilidades de la totalización.
La segunda consecuencia es la creciente importancia que adquiere la noción de discontinuidad en las disciplinas históricas tanto en su modalidad de objeto de análisis, como de presupuesto metodológico. Para la historia tradicional, lo discontinuo era lo perceptible, pero también lo que necesariamente había que suprimir para hacer aparecer el elemento permanente. Para la nueva historia, lo discontinuo, en situación que debe caracterizarse como problemática, es lo descrito y a la vez el instrumento utilizado para llevar a cabo tal descripción.
Tercera consecuencia: La posibilidad de una historia global cede su espacio, anulándose, a la posibilidad de una historia general. La historia global se encuentra compuesta por un principio único y constante —material o espiritual— en torno del cual suceden todos los fenómenos. La historia general se distingue por la problematización de ese elemento constante de la historia global, bajo el análisis de las relaciones legítimas que pueden ser descritas entre las distintas historias que se hallan yuxtapuestas o independientes: «Una descripción global apiña todos los fenómenos en torno de un centro único: principio, significación, espíritu, visión del mundo, forma de conjunto. Una historia general desplegaría, por el contrario, el espacio de una dispersión»[17].
La cuarta consecuencia es la notoria presencia de problemas metodológicos que, entre otras dificultades, exigen la constitución de conjuntos documentales, el establecimiento de un principio de elección, la determinación de los niveles y métodos de análisis, la jerarquización del material de estudio y la determinación de las relaciones que puedan justificar la constitución de conjuntos.
Pero el efecto más trascendente de esta nueva manera de hacer historia, es el descentramiento que se opera sobre la labor sintetizadora del sujeto. Dada la importancia de este hecho, nos permitiremos citar extensamente a Foucault:

La historia continua, es el correlato indispensable de la función fundadora del sujeto: la garantía de que todo cuanto le ha escapado podrá serle devuelto; la certidumbre de que el tiempo no dispersará nada sin restituirlo en una unidad recompuesta; la promesa de que el sujeto podrá un día —bajo la forma de la conciencia histórica— apropiarse nuevamente todas esas cosas mantenidas lejanas por la diferencia, restaurará su poderío sobre ellas y en ellas encontrará lo que se puede muy bien llamar su morada. Hacer del análisis histórico del discurso del contenido y hacer de la conciencia humana el sujeto originario de todo devenir y de toda práctica son las dos caras de un sistema de pensamiento. El tiempo se concibe en él en término de totalización y las revoluciones no son jamás en él otra cosa que tomas de conciencia.[18]

[...]

Pero no hay que engañarse: lo que tanto se llora no es la desaparición de la historia, sino la de esa forma de historia que estaba referida en secreto, pero por entero, a la actividad sintética del sujeto; lo que se llora es el devenir que debía proporcionar a la soberanía de la conciencia un abrigo más seguro, menos expuesto, que los mitos, los sistemas de parentesco, las lenguas, la sexualidad o el deseo; lo que se llora es la posibilidad de reanimar por el proyecto, el trabajo del sentido o el movimiento de totalización, el juego de las determinaciones materiales, de las reglas de práctica, de los sistemas inconscientes, de las relaciones rigurosas pero no reflexivas, de las correlaciones que escapan a toda experiencia vivida, lo que se llora es ese uso ideológico de la historia por el cual se trata de restituir al hombre todo cuanto, desde hace más de un siglo, no ha cesado de escaparle.[19]


Poco antes hablábamos de una negativa cautelosa de Foucault por recurrir a ninguna modalidad de universal antropológico (subjetividad unificadora, lugar de identidad) como fundamento atemporal de cualquier saber y hacer correlativos. Lo que entonces anunciábamos era la pretensión de Foucault por aislar históricamente eventos práctico-discursivos sin mayor referencia que a ellos mismos. Ya que dicha rarefacción, permite hacer manifiestas las estrategias bajo las que algunas formaciones discursivas buscan traspasar el umbral de la cientificidad para convertirse en discursos verdaderos que afirman lo universal del sujeto, permite asimismo describir las condiciones de emergencia y de eventual desaparición (en toda una bien identificable singularidad) para objetos y sujetos históricamente producidos. Con ello se consigue, además, denunciar del papel que tiene todo acontecimiento discursivo como correlato de determinados ejercicios de poder. Y ello da ocasión a revelar, en última instancia, la contingencia y particularidad de dispositivos compuestos tanto de elementos pertenecientes al espacio del saber como de formas de poder con que éstos se corresponden. He ahí, por lo tanto, sólo algunas de las razones por las cuales, el descentramiento del sujeto, como consecuencia de análisis realizados bajo un enfoque discontinuo de la historia, resulta de notable importancia, pues sus implicaciones afectan todo orden político, ético y epistemológico, por decir lo menos.
De manera que, para nosotros poder seguir con fidelidad este aislamiento de eventos práctico-discursivos, es necesario comprender que lo histórico, como Foucault lo entiende, rechaza las nociones de continuidad, identidad, causalidad y unidad. Rechaza la plétora de sentido y la final síntesis de lo diverso y heterogéneo.
Por otra parte, pese a lo novedoso que pueden parecer los recursos que Foucault acopia para instrumentar mecanismos de investigación histórica, reconocemos que no son ni la discontinuidad, ni el descentramiento del sujeto, descubrimientos hechos por Foucault[20]. Sin embargo, la originalidad de sus aplicaciones estriba en que el espacio donde les hace anidar, deja de tener por objeto a las ciencias, a los sistemas de pensamiento, a los modos de producción, a la búsqueda de significaciones en el inconsciente o a las formalizaciones estructurales, y se vuelven, con una actitud fundamentalmente crítica, hacia el pilar en que descansa la racionalidad occidental moderna, y que otras teorías dejaron escapar a su revisión de supuestos, al tenerlo como sitio referente en que se deposita «algo» necesario e invariable: el hombre.


El hombre y la historia
[...] en lo que a nosotros se refiere no somos «los que conocemos»...
Nietzsche.

La discontinuidad en la historia y el descentramiento del sujeto figuran como presupuestos metodológicos en las investigaciones foucaultianas, y resulta muy interesante, por las consecuencias teórica que implica, analizar el momento en que ambos aparecen definidos en su obra como elementos pertenecientes al a priori histórico[21] que nos es actual. Semejante hecho denota una de las dificultades más graves a que se enfrenta la misma historia crítica de los modos de subjetivación, ya que se trata de la paradójica situación en que el sujeto es a un tiempo objetivado como lo descrito y como quien describe[22]. El marco de análisis de este problema podemos enfocarlo si reparamos en que Las palabras y las cosas lleva como subtítulo Una arqueología de las ciencias humanas, que las ciencias humanas, según el autor, aparecen como tales en el siglo XIX, y que su proceso de consolidación nos es aún contemporáneo. Asimismo, que Las palabras y las cosas no concluye con la descripción arqueológica de lo que en estricto sentido se conoce como ciencias humanas, sino que a manera de conclusión se enfatiza la tendencia de una «nueva» desaparición del hombre[23] como objeto de saber en las denominadas «contraciencias» (la etnología, el psicoanálisis y la lingüística). Y finalmente, que esta «muerte del hombre» anunciada por Foucault resulta un vaciado sintético en el que se da cuenta de la ausencia de necesidad y universalidad en el ser del hombre, ausencia que conlleva negar que la historia sea el escenario donde se desenvuelve progresivamente un plan trascendental.
La arqueología de las ciencias humanas detalla dos grandes rupturas en la racionalidad occidental. La que provoca el tránsito de la episteme[24] renacentista hacia la episteme del periodo que abarca desde mediados del siglo XVII hasta el final del siglo XVIII (que el autor denomina época clásica) y la que se produce a principios del siglo XIX (época moderna). La exposición que en el libro se hace de las transformaciones en las positividades respectivas muestra la arbitrariedad en las sucesiones, la falta de causalidad y lo intempestivo de las emergencias. Aunque igualmente se puntualiza cómo es que tales cambios se dan siempre bajo la orientación de regularidades que hacen posible el establecimiento de nuevos órdenes.
En este recorrido, queda también definida la situación del hombre como objeto de conocimiento, y se destaca que es hasta principios del siglo XIX cuando el hombre aparece en el espacio del saber como sujeto y objeto del mismo, en una disposición estratégica llamada por Foucault analítica de la finitud[25], que resulta ser la forma oscilatoria en que el hombre se halla dinámicamente situado en las ciencias humanas, donde se le descubre como producto concreto de una historia de la que él mismo es fuente, motivo por el cual debe reconocerse que está negado a ser la conciencia universal de todo saber y devenir posibles. Este dictamen a que lleva el análisis de las condiciones en las que se encuentra el hombre dentro de las ciencias humanas da paso, en la parte final del libro, a un diagnóstico del actual estado en que se halla nuestro saber sobre el hombre; diagnóstico que resalta la pauta que las contraciencias han venido marcando como una corriente en este terreno a lo largo del siglo XX. Es decir, que algunas investigaciones contemporáneas —como las del estructuralismo, por citar un ejemplo—, tomando como punto de partida el descentramiento de la conciencia, han privilegiado el análisis del lenguaje como objeto de saber, en el lugar del que ha quedado desplazado el hombre[26].

La complejidad del estudio se hace manifiesta, entre otras razones, por el hecho de que la posición del hombre como objeto de saber, no es la única de la que da testimonio la arqueología. Si hacemos un rápido recuento de la primer etapa de las investigaciones foucaultianas, podemos ver que la descripción histórica de la edificación del discurso de la psicopatología en Historia de la locura en la época clásica, del discurso de la medicina en Nacimiento de la clínica, de los de la economía, la biología y la lingüística en Las palabras y las cosas, indican también el lugar que tiene, dentro de cada uno de ellos, el sujeto de conocimiento. Es decir, que implícitamente se alude a la especificación del lugar que ocupa dentro del orden discursivo otro de sus productos: el sujeto que habla del loco, del enfermo y del objeto de las ciencias humanas.
El sujeto de conocimiento se nos revela así como un producto más de la dinámica en que se va conformando el discurso sobre el hombre. Pero se trata de un elemento que dentro del mismo discurso ocupa una posición privilegiada; pues es aquel que, en su seno, enuncia la verdad, y bajo su acción se orienta el establecimiento del orden, ya no sólo discursivo, sino también político. Por esta razón, la posesión del discurso verdadero se convierte en motivo de luchas, que hemos de entender históricas.
Así entra en escena, dentro del proyecto de investigaciones de Michel Foucault, un ámbito de problematización que se incorporará al estudio arqueológico, y que obligará a ir más allá del análisis de las prácticas discursivas. Este ámbito es el del poder. Su inserción en el proyecto exige la reconfiguración del marco conceptual y la respuesta adecuada a nuevas demandas metodológicas. A este reto, Foucault contestará recurriendo a la guía que Nietzsche sugirió con su revelador proceder de genealogista.


II. LA GENEALOGÍA


Todos los que, en todas las etapas de nuestra historia, han intentado darle la vuelta a esta voluntad de verdad y replantearla de nuevo, precisamente allí donde la verdad empieza a justificar lo prohibido y a definir la locura, todos ellos, desde Nietzsche a Artaud y a Bataille, han de servirnos ahora de guías, altivos sin duda, para el trabajo de cada día.
Foucault.

De las prácticas discursivas a las prácticas no discursivas

En las últimas páginas de La arqueología del saber, Foucault se pregunta si es posible hacer otras arqueologías que no estuvieran orientadas hacia lo epistemológico o hacia el saber científico. Pregunta, por ejemplo, cómo podría realizarse el estudio arqueológico sobre la sexualidad o sobre el saber político. De ser posibles tales arqueologías, dice, a ellas parecería necesario incorporar, incluso privilegiar otro nivel de análisis a través del cual, además de examinar las condiciones de aparición de las formaciones discursivas, se definieran las estrategias que en dichos saberes operan: «Este saber, en lugar de analizarlo —lo cual siempre es posible— en la dirección de la episteme a que puede dar lugar, se analizaría en la dirección de los comportamientos, de las luchas, de los conflictos, de las decisiones y de las tácticas»[27].
Estos últimos párrafos del libro revelan que para Foucault por lo menos dos cosas son claras en ese momento: Advierte que sus investigaciones aún se encuentran en ciernes, que existen otras áreas que necesita explorar para dar una dimensión de vasto diagnóstico crítico a su trabajo; y reconoce que a través de la aplicación de la arqueología como método de investigación, ha conseguido resultados satisfactorios según sus propósitos, y que tal vez fuese aquel el momento oportuno para experimentar con ella —incluso probar sus límites— en aquellos campos de análisis que presiente la necesidad de abordar. Con la arqueología ha conseguido el dominio de un importante nivel de análisis, pero intuye que no es suficiente. Así que luego de reconocer el avance obtenido a través de puntuales descripciones de diversas condiciones históricas en que el sujeto aparece objetivado dentro de discursos que alcanzan o intentan alcanzar la categoría de «discurso científico», y dado el carácter de ontología histórica[28] que —años después manifestará— confiere a su trabajo, Foucault decide que en posteriores investigaciones se propondrá abarcar tanto la descripción crítica de los fundamentos en el campo de saberes históricamente localizados, como la descripción, también crítica, de los fundamentos que soportan las prácticas políticas y morales del mismo periodo histórico sujeto a estudio, en los términos de una (entonces) hipotética correspondencia constituyente. De ello se desprende conjeturar que su paso por la arqueología consistió en una primera aproximación al tratamiento de un objeto de estudio muy complejo[29], que a su vez precede a otro nivel de análisis en donde se pretende la descripción de las estrategias que se ponen en juego dentro de las relaciones de poder[30]. Todo ello en su búsqueda por completar un diagnóstico concertado de nuestra propia subjetividad.
 El interés de Foucault por incluir el examen de prácticas no discursivas en sus investigaciones debe entenderse como una consecuencia necesaria a que lo llevó la misma descripción arqueológica al momento de detectar, junto a su aplicación, que la actuación de unos sujetos sobre otros es un campo de imprescindible abordaje para acceder a un nivel más integral de análisis en los procesos en los que el sujeto resulta objetivado[31]. Pero además identificó que este nuevo campo de análisis requería de recursos metodológicos distintos a los ya utilizados, dadas las características dinámicas de los acontecimientos a estudiar; pues ya no se trataba sólo de un análisis del lenguaje en sí mismo, manteniéndose distante de la idea de una subjetividad fundadora del discurso que asegurase su legalidad formal o su sentido significativo, sino que ahora debería ser examinado, además, el ámbito de las prácticas políticas vinculadas a la propia producción del discurso.
La inquietud de Foucault por ensanchar su investigación hacia mayores extensiones, más allá del campo puramente discursivo, puede constatarse presente desde el momento en que habla de la formación de las «estrategias»[32]. Ya desde entonces hacía manifiesta su inquietud por conocer cómo se distribuyen éstas en la historia. Y esa misma inquietud, es ahora la que le impele a la experimentación con nuevos tipos de problemas, en los que se habría de concretar una etapa sucesiva de su «proyecto general».
 La arqueología, en este sentido evaluada, entrega como resultado preponderante el soporte a partir del cual es posible emprender una consecuente explicación de las acciones encaminadas a la constitución integral del orden, dentro del cual se hallan claramente ubicados, en posiciones bien definidas, el sujeto que habla y el sujeto de quien se habla: «Las palabras y las cosas es el título —serio— de un problema; es el título —irónico— del trabajo que modifica su forma, desplaza los datos, y revela, a fin de cuentas, una tarea totalmente distinta. Tarea que consiste en no tratar —en dejar de tratar— los discursos como conjuntos de signos (de elementos significantes que envían a contenidos o a representaciones), sino como prácticas que forman sistemáticamente los objetos de que hablan. Es indudable que los discursos están formados por signos; pero lo que hacen es más que utilizar esos signos para indicar cosas. Es ese más lo que los vuelve irreductibles a la lengua y a la palabra. Es ese “más” lo que hay que revelar y hay que descubrir»[33].




La voluntad de verdad

Entre las investigaciones que Foucault proyectaba realizar, a partir del periodo que comienza entre 1969 y 1970, se encontraba el análisis de las funciones que ejerce el discurso en el espacio de prácticas no discursivas. Su intención era plantear, entre otras cosas, la revisión del régimen y los procesos de apropiación de los discursos[34]. Este estudio, en el que se asumen interactuando el discurso y el deseo, insinúa una unidad, una relación intrínseca que se halla en la base de leyes de formación. En este contexto, durante la ocasión que Foucault aprovecha para hacer públicos sus proyectos[35], se ocupa de mostrar cómo la producción del discurso es materia de controles, regulaciones y redistribuciones a través de mecanismos varios, que buscan canalizar el sentido de sus efectos[36]. Declara en tal exposición que un cambio de perspectiva respecto a la forma como había venido trabajando, tratando ahora al discurso desde su exterioridad como acontecimiento político, posibilitaría revelar el impacto co-instituyente entre las prácticas sociales y las prácticas discursivas, en la medida en que dichos ejercicios producen combinadamente la determinación de un orden. Es decir, que por un lado el discurso verdadero y el conocimiento científico, y por otro lado las prácticas que crean y mantienen el orden social, hallan su soporte común sobre la manifestación explícita de la verdad. Como consecuencia de ello, el discurso es presentado aquí no sólo como aquello a través de lo cual es posible expresar deseos, sino que es él mismo objeto de deseo, motivo de luchas y enfrentamientos. Y por lo mismo, Foucault sugiere que la capacidad que el discurso tiene para incidir en las relaciones concretas de los individuos, o mejor, la capacidad que el discurso posee para fundamentar la actuación de unos sujetos sobre otros, objetivándoles, necesita de algunos principios que regulen su producción, para de ese modo imposibilitar su uso indiscriminado por parte de cualquiera que se encuentre fuera de su orden. Así, al ventilar el discurso en el seno de las prácticas sociales como una actividad política, es posible identificar tres grupos de procedimientos de control en su elaboración[37]:

a)      Procedimientos de exclusión.
b)      Procedimientos de autorregulación en la producción del discurso.
c)      Procedimientos de utilización del discurso.

Entre los procedimientos de exclusión, encontramos lo prohibido, la oposición razón-locura y la separación entre lo verdadero y lo falso. Sus efectos pueden ilustrarse con la generalizada noción de que no está permitido hablar de cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar, añadiendo a ello que no cualquiera está autorizado para hablar, sino sólo aquel capaz de decir lo razonable y lo verdadero. Ahora bien, en lo tocante a la verdad, siendo más incisivos, lo que de inmediato aparece como motivo de sospecha es el papel que ella juega en todo evento discursivo. Pues es evidente que todo aquel discurso que se precie de verdadero tiene la potestad de definir rumbos de acción. La pregunta clave, en todo caso es: ¿Qué es aquello que se esconde detrás de nuestra voluntad de verdad? ¿Por qué buscamos saber, y sobre todo saber la verdad?
Sin menoscabar la importancia que tienen los procedimientos de autorregulación y utilización del discurso en la implantación del orden, aquí nos ocuparemos de reflexionar con mayor atención en torno a voluntad de verdad. Ya que nos parece que su importancia como actividad definitoria de los tipos de sujetos que ha hecho aparecer en nuestra cultura es de notable trascendencia. Además, es oportuno señalar que las historias que Foucault se encargó de realizar, son historias de aquellos dominios en los que se dice la verdad de lo que los sujetos somos. Lo que por añadidura prefigura la elaboración de una historia de la verdad. Mejor dicho, de esa «voluntad de verdad» que define códigos, morales, conocimientos y, sobre todo, sujetos.
La separación entre lo verdadero y lo falso ha sido una constante en el espacio del saber, que al nivel de la proposición no se cuestiona: Hay proposiciones verdaderas y proposiciones que no lo son. Es decir, que al nivel formal de principio lógico, la separación entre lo verdadero y lo falso no es en absoluto arbitraria, sino evidente. Lo mismo que cuando queda asumida como supuesto imperativo de toda investigación epistemológica. Sin embargo, si nos ubicamos en otro nivel de reflexión, esta separación muestra su arbitrariedad cuando al salir del dominio del propio discurso nos permitimos plantear abiertamente el cuestionamiento sobre lo que fundamenta nuestra voluntad de verdad. Aparece entonces ante nosotros algo que ya no es tan evidente; algo que sugiere que detrás de nuestra voluntad de verdad existen deseos y anhelos, y que se requiere indagar la procedencia de la verdad[38]. Es decir, la voluntad de verdad está siempre, de antemano dada, sin que notemos que ella conlleva un poderoso mecanismo de exclusión. Separar lo verdadero de lo falso implica una lucha que queda cubierta bajo el carácter de necesidad que se le confiere a la verdad en su despliegue.
Cuando descubrimos, a partir de la búsqueda de la procedencia del anhelo por lo verdadero, que la voluntad de verdad tiene un soporte institucional —así como lo tienen la exclusión llevada a cabo cuando se restringe algo que está prohibido decir, o la tajante separación existente entre el cuerdo y el loco—, podemos afirmar que no hay ligereza en considerarla un acontecimiento histórico, modificable, discontinuo y variable; características que pueden fácilmente atribuirse a las transformaciones de toda institución. Es posible afirmar, también por ello, que ha habido distintas voluntades de verdad, de las cuales es posible diferenciar los distintos tratamientos que se han dado a los objetos por conocer, las distintas posiciones de los sujetos que conocen y los distintos recursos de que éstos se han provisto para conocer. El soporte institucional de la voluntad de verdad se evidencia asimismo si nos esforzamos por identificar su acompañamiento por otra serie de prácticas como «la pedagogía, el sistema de libros, la edición, las bibliotecas, como las sociedades de sabios de antaño, los laboratorios actuales»[39]. De igual forma, dados los modos en los que el saber es puesto en práctica en las sociedades, esa misma institucionalidad queda demostrada al verificar cómo la voluntad de verdad ejerce sobre los discursos un poder de coacción[40].
Visto lo cual, Foucault responde sin reservas a la pregunta acerca de lo que se esconde detrás de nuestra voluntad de verdad, que en ella se juegan el deseo y el poder: «El discurso verdadero, que la necesidad de su forma exime del deseo y libera del poder, no puede reconocer la voluntad de verdad que le atraviesa; y la voluntad de verdad, esa que se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo, es de tal manera que la verdad que quiere no puede no enmascararla»[41]. La verdad, en estos términos entendida, no ha estado ahí siempre, oculta; y tampoco nuestra razón, identificándose con ella, se ha encargado de irla descubriendo. La verdad es algo que fabricamos, y que dada su efectividad como instrumento para el ordenamiento de la realidad, consigue que en esa operatividad ordenadora queden emplazadas las subjetividades. No hay en la construcción de la verdad sólo posibilidades estratégicas, pragmáticas y utilitarias, sino también la propia construcción de lo que somos.
Por lo tanto, en vistas de pasar con gradación cualitativa a una nueva etapa de la general Historia crítica de los modos de subjetivación, para Foucault cobra un papel sobresaliente la necesidad de hacer una historia de la verdad. En la que, contrario a narrar su desvelamiento, buscará describir las prácticas políticas que la hacen emerger en un momento dado con sus atributos de universalidad y necesidad. Una historia de la verdad, desde esta orientación, debe ser una historia de la voluntad de verdad. Y revisar esta práctica involucra definir las pautas metodológicas desde las cuales se haga viable reconocer el tipo de subjetividades que en su seno se producen, así como los objetos que crea y las formas de conocer dichos objetos.

Bajo estas consideraciones, las nuevas investigaciones de Foucault sufrirán un cambio de enfoque, desde el cual se ocupará de estudiar cómo es que se han formado dominios de saber a partir de prácticas sociales. Aunque es inevitable insistir en que para él, como siempre, hablar de un dominio de saber lleva implícita la presunción de que el sujeto de conocimiento que en tal dominio se inscribe es uno más de sus productos; que no hay una subjetividad única, predefinida e inmodificable que encuentre su lugar de conciencia altiva dentro de los cambios llevados a cabo por las prácticas económicas, sociales y políticas[42]. El trato que se dará al discurso verdadero, a partir de aquí, será el de juegos de verdad o veridicciones, entendiendo tales como conjuntos de reglas de producción de la verdad[43], como juegos estratégicos y polémicos. En fin, el reto que Foucault se plantea para sus trabajos inmediatos y futuros es el de verificar «la constitución histórica de un sujeto de conocimiento a través de un discurso tomado como un conjunto de estrategias que forman parte de las prácticas sociales»[44]. Completando de esa forma otro segmento del análisis, más general, de las relaciones entre el sujeto y la verdad.
Una cosa más hay que agregar, y ello es el testimonio del propio Foucault respecto al modelo que sigue para llevar a cabo sus investigaciones: «Lo más honesto habría sido, quizá, citar apenas un nombre, el de Nietzsche, —puesto que lo que aquí digo sólo tiene sentido si se lo relaciona con su obra que, en mi opinión, es el mejor, más eficaz y actual de los modelos que tenemos a mano para llevar a cabo las investigaciones que propongo. Creo que en Nietzsche se encuentra un tipo de discurso en el que se hace el análisis histórico de la formación misma del sujeto, el análisis histórico del nacimiento de un cierto tipo de saber, sin admitir jamás la preexistencia de un sujeto de conocimiento»[45]. Y uno de los textos de Nietzsche, al cual se remite Foucault para repensar la conjetura de la verdad como histórica, es un opúsculo de juventud publicado póstumamente que lleva por título Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. En él Nietzsche caracteriza a la verdad como una mentira colectiva de la que nos hemos olvidado que lo es: «¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal»[46]. Bajo esta noción, al no ser tomada la verdad como esencia, tal cual lo hiciera la tradición filosófica desde Platón, sino como interpretación, no será su validación o su puesta en duda como conocimiento o saber lo que será objeto de las pesquisas de Foucault, sino los procesos de su formación y la descripción de las reglas bajo las cuales se rige y funciona.
Habría aun que comentar la precisión y cuidado permanente que Foucault tuvo cuando al tomar algunos elementos del modelo nietzscheano como soporte, destacó con claridad las variantes que en éste se utilizan para hablar de surgimientos, apariciones, procedencias, nacimientos; y los diferencia tajantemente del concepto de origen. Pues hablar del origen de una entidad, explica, es suponer la preexistencia ideal de esa entidad; es presumirla coetánea a un comienzo glorioso. De lo que se sigue que, vistos desde la óptica nietzscheana, la verdad, los valores y demás conceptos a priori, propios de la tradición, no tienen un origen, sino procedencias[47]. Al restituir a la verdad su carácter de acontecimiento, se asume que su naturaleza es interpretativa, siendo ello razón suficiente para entenderle como expresión de una voluntad que persigue incidir en la concreción de muchos otros acontecimientos en los que el poder está implícito. Y lo más importante: nos queda claro que la verdad no depende del sujeto (de un cogito); más bien al contrario, el sujeto se instaura en el seno de la construcción de la verdad.


Las reglas del método

Hemos dicho antes que existen otros dos grupos de procedimientos de control del discurso, además de los procedimientos de exclusión (y que dentro de estos últimos, la voluntad de verdad es sólo una modalidad). Tanto las estrategias de autorregulación en la producción del discurso, como las que rigen sus formas de utilización, comparten con el primer grupo la intención de ocultar la realidad del discurso como suceso históricamente delimitable. Aunque de manera más operativa y específica, cada uno de estos tres grupos de estrategias cumple a su vez, respectivamente, las siguientes funciones: 1) dominar los poderes que el hecho discursivo conlleva, 2) limitar el azar de su aparición y 3) determinar las condiciones únicas de su utilización.
Sin pretender ser exhaustivos, sólo añadiremos que en el proceder de las estrategias internas de control del discurso —o procedimientos de autorregulación—, se presupone la existencia de un discurso originario y significativo, que condensa unitariamente toda proliferación y dispersión de discursos de otros niveles. Discursos que no son otra cosa que la reelaboración y repetición (por medio del comentario, la alegoría o la paráfrasis) de ese discurso originario. En una de sus variantes, dicho discurso primigenio se halla depositado en una subjetividad encargada de dar unidad a la multiplicidad de cosas dichas o por decir, y que a su vez es fuente de toda significación (como en la figura del autor). Aun así, cuando llegan a aparecer proposiciones nuevas, que no repiten esa verdad originaria, ellas deben cubrir ciertas condiciones, «complejas y graves exigencias», para poder ser consideradas verdaderas dentro del orden del discurso, dentro de la legalidad de una disciplina. «Siempre puede decirse la verdad en el espacio de una exterioridad salvaje; pero no se está en la verdad más que obedeciendo a las reglas de una “policía” discursiva que se debe reactivar en cada uno de sus discursos»[48]. Aunque esta limitación es totalmente inicua, pues una misma proposición considerada no válida en una disciplina puede mudar su cuantía cuando las condiciones de aceptación de la propia disciplina —siempre relativas, a razón de una pretendida perfectibilidad— se modifican.
Los procedimientos de control del discurso consiguen que funcione eficazmente la verdad como si ella fuese dilatándose en la conciencia de un sujeto de conocimiento que es capaz de proferirla. Y siendo la verdad, el sujeto y el lenguaje, asuntos de los que se ha ocupado tradicionalmente la filosofía, resulta a nuestro parecer válido preguntar junto a Foucault: ¿Cómo ha respondido o contribuido la filosofía a estos juegos de control del discurso?[49] ¿Qué otra consecuencia ha habido, que no fuese otra cosa más que encubrimiento o supresión de la realidad del discurso como un acontecimiento; tras la constatación de que la filosofía se ha encargado de proporcionar «una verdad ideal como ley del discurso y una racionalidad inmanente como principio de sus desarrollos, acompañándolos también de una ética del conocimiento que no promete la verdad más que al deseo de la verdad misma y al solo poder de pensarla»[50]?
Las formas de encubrimiento de la realidad del discurso que la filosofía lleva a cabo, se dan bajo la presencia del tema de un sujeto trascendental, bajo el tema de la experiencia originaria y bajo el tema de la mediación universal. En todos estos casos, sólo se constata que la respuesta de la filosofía a la existencia de los procedimientos de control del discurso se resuelve siempre en un juego de signos. La realidad del discurso se mantiene cubierta y sólo vemos surgir la tiranía del significante.

Develar que existen mecanismos de regulación en la producción del discurso verdadero, acusa la presencia de un temor a la proliferación azarosa de discursos y a los riesgos y peligros que suponen un atentado contra su orden. Un temor que invita a ser analizado, por hacerse patente en él deseos e intenciones. Pero ¿de qué tipo de temor se trata en el fondo?, ¿de quién es el temor?, ¿quién y cómo impone, en la entraña del orden, los procedimientos de control del discurso?
Admitir la presencia de estos procedimientos de control inaugura una serie de problemas cuya naturaleza, de entrada, parece extraña a cualquier método tradicional de análisis que pretendiese aplicarse a ellos. La búsqueda se torna un rastreo de procedencias: procedencia del discurso, procedencia del sujeto que habla, procedencia de la verdad, procedencia del control. Y mucho indica que la mejor manera de aproximarse a dichos momentos, es «filosofando con el martillo». En otras palabras, como lo primero que está sometido a discusión es el carácter trascendental de ciertos conceptos y formas de conocimiento, se hace necesario mantener suspendidas las nociones de sujeto, verdad, continuidad, esencia y progreso; para hacer aparecer ante nosotros el andamiaje de su construcción. Se hace necesario indagar sobre la naturaleza de nuestra voluntad de verdad; tratándole como el efecto de superficie de un conjunto de prácticas que definen el acontecimiento discursivo y todo lo que él a su vez comprende. En este sentido, Patxi Lanceros señala con enorme acierto, las tres condiciones que Foucault asume como postulados para realizar su trabajo, definiendo con ello la especificidad de esta labor teórica: nominalismo, pluralismo e historicismo[51].
Para llevar a cabo esta analítica, donde se pretende identificar las condiciones en que el discurso aparece como acontecimiento, Foucault propone los siguientes principios metodológicos[52]:

1.      Un principio de trastocamiento. Invertir el sentido positivo que poseen los incuestionables que ha erigido la tradición como soportes del orden del discurso. Asumir la función negativa que poseen las figuras de autor, disciplina, voluntad de verdad, etcétera, como hechos de rarefacción del discurso.
2.      Un principio de discontinuidad. Renunciar a suponer que detrás de todos los discursos interrumpidos por cualquier mecanismo de rarefacción o control discursivo, haya un discurso ininterrumpido que trascienda a todos aquellos que se revelan como acontecimientos. «Los discursos deben ser tratados como prácticas discontinuas que se cruzan, a veces se yuxtaponen, pero que también se ignoran o se excluyen»[53].
3.      Un principio de especificidad. Definir es un acto de delimitación. Un concepto determina, violenta aquello de lo que habla, incorporándolo a un universo de abstracción. En esta práctica el discurso encuentra su regularidad. Por eso, es necesario renunciar a la creencia de una «providencia prediscursiva», privilegiando el carácter singular del acontecimiento discursivo. La universalización de un concepto debe quedar siempre suspendida.
4.      Un principio de exterioridad. No hay aquí lugar para interpretaciones, ni para la búsqueda de significaciones. Se debe procurar salir del discurso para captarlo en sus condiciones de posibilidad.

En consonancia con estos principios, el marco categorial que a su vez debe definir las directrices para el mencionado análisis tendría que incluir las nociones de acontecimiento, serie, regularidad y condición de posibilidad. Pues cada una de estas nociones se opone a las que tradicionalmente han dominado la historia de las ideas. Por ejemplo, el tratamiento de un discurso como acontecimiento, admitiendo su emergencia como ligada a una serie de prácticas, se opone a considerarlo como creación: «el acontecimiento no es sustancia, ni accidente, ni calidad, ni proceso, [es efecto que se manifiesta en la materialidad y] consiste en la relación, la coexistencia, la dispersión, la intersección, la acumulación, la selección de elementos materiales; [...] se produce como efecto de y en una dispersión material»[54]. Por lo que toca a las series, éstas no deben entenderse en una linealidad ininterrumpida, sino como momentos discontinuos separados por cesuras. De tal forma, la noción de series se opone a la noción de unidad. Asimismo, al introducir en el análisis la noción de la regularidad de las series, más que asumir que éstas se hallan vinculadas a través de una causalidad mecánica, se pretende incorporar el azar como elemento que juega un preponderante papel en tal regularidad; misma que se vendría a oponer a la noción de originalidad. Finalmente, contra la noción de significación, el análisis adopta la noción de condición de posibilidad. Ya que el signo se define por la posibilidad de su recurrencia y repetición, y visto desde una perspectiva de dispersión, el enunciado existe al margen de toda posibilidad de reaparición; pues no es idéntica la relación que establece con lo que enuncia y el conjunto de reglas que determinan su utilización.
Todas estas consideraciones metodológicas dependen en gran medida del principio que rige un análisis histórico desde el punto de vista de las discontinuidades. Y creemos importante destacar la no gratuidad en la elección. Optar por la historia discontinua no es sólo declarar una filiación, sino un compromiso de congruencia ante el reconocimiento de la presencia de voluntades enfrentadas, de deseos e impulsos que han buscado racionalizarse para figurar con ventajas en el juego de los poderes. Lo que estas reglas de método acaban por definir, es una línea de investigación que ya había sido utilizada por Nietzsche y que halla soporte en un modelo estratégico[55]. Un modelo que reconoce que los combates son diversos, que no hay en ellos pautas únicas y definitivas de formación y de acción, pero que tampoco hay en ellos ausencia de racionalidad. Racionalidad que, sin embargo, no puede dar origen a categorías de valor universal. La historia, entonces, es vista como el escenario en que se desarrollan luchas, y el acceso a la comprensión de los órdenes que en ella se instauran puede conseguirse a través de búsquedas de procedencias y emergencias; o en otras palabras, a través de genealogías.



Nietzsche, genealogista

El modelo estratégico que Foucault adopta para llevar a cabo las investigaciones en que además de señalar los mecanismos de rarefacción del discurso, se incluye el análisis de las prácticas no discursivas, se encuentra teóricamente fundamentado en el artículo Nietzsche, la genealogía, la historia[56]. En él, Foucault plantea cuáles son los principales presupuestos de la investigación genealógica, sobre la base de un esmerado recorrido antológico de su aplicación dentro de la obra nietzscheana.
El primer dato a considerar es que la genealogía, cuya intención es la de «percibir la singularidad de los sucesos, fuera de toda finalidad monótona», requiere de un arduo trabajo de acopio y selección de información que tiende a la erudición; en la medida en que es esa la única forma en que los sucesos, históricamente bien entendidos, pueden ser hallados en medio de todo aquello que pasa por no tener historia: como los sentimientos, la conciencia, los instintos; todo aquello que se cree permanente e invariable en el hombre[57]. Pues si hubiera algo invariable en el hombre, ello debió tener un origen esencial. De lo que se sigue que el genealogista no puede ir en busca de orígenes, dado que en el hombre no hay nada que sea permanente y definitivo, ni siquiera sus instintos. No hay determinaciones subjetivas, lo que hay son modos de subjetivación. Por ello se hace necesario indagar en los documentos, en lo efectivamente dicho, en lo realmente acontecido; tratando así de dilucidar las condiciones dentro de las que aparece ese tipo de verdad histórica que instituye órdenes local y temporalmente definibles.
El uso del término «origen» (Ursprung)[58], en la obra de Nietzsche, se encuentra en ocasiones alternando con las palabras: surgimiento, aparición, formación, comienzo (Entstehung); procedencia (Herkunft); alcurnia, extracción, descendencia (Abkunft) y nacimiento (Geburt). Otras veces se le encuentra claramente indicando situaciones que remiten a comienzos de índole metafísica. Estos juegos en el uso de la palabra Ursprung —en un principio poco atendidos, pero luego cuidadosamente elegidos—, acusan el rechazo de Nietzsche por toda filosofía que en sus fundamentos apele a la preexistencia de nociones atemporales; y al contrario, declaran su afirmación por asumir, con sus más radicales consecuencias, el carácter histórico de la verdad, de la moral, de los valores. Buscar el origen, para Nietzsche, sería ir detrás de aquello que ya está dado. La genealogía, por lo tanto, pretende en su inmersión dentro de lo histórico mostrar el azar y la discordia en que fueron creados los discursos verdaderos, henchidos de esencias.
De tal manera, los términos procedencia, surgimiento, formación y emergencia, caracterizan con mayor precisión que origen, el objeto de la genealogía: «Allí donde el alma pretende unificarse, allí donde el Yo se inventa una identidad o una coherencia, el genealogista parte a la búsqueda del comienzo —de los comienzos innombrables que dejan esa sospecha de color, esta marca casi borrada que no sabría engañar a un ojo un poco histórico—; el análisis de la procedencia permite disociar al Yo y hacer pulular, en los lugares y plazas de su síntesis vacía, mil sucesos perdidos hasta ahora»[59].
Hacer historia desde el punto de vista de la procedencia permite tener presente, en su secuencia o simultaneidad, la dispersión de los factores condicionantes de un suceso. Permite percibir los accidentes, desviaciones y errores, que producen lo que ante todos se manifiesta como fundamento incuestionable. Contrario a pretender el señalamiento del elemento de la continuidad, esta indagación de procedencias produce una fragmentación.
Además, una procedencia no debe creerse característica exclusiva del tipo de mente de los sujetos que va definiendo; sino que, sobre todo, se trata de un proceso que hace del cuerpo de los sujetos presa inalienable. Es el cuerpo la materialización de una procedencia: «[...] es el cuerpo quien soporta, en su vida y su muerte, en su fuerza y en su debilidad, la sanción de toda verdad o error, como lleva en sí también, a la inversa, el origen —la procedencia—»[60]. Por lo que, entender un proceso de subjetivación, considerando su procedencia, debe tener presentes tanto las condiciones de construcción de la verdad temporal, como su marca sobre el cuerpo, sobre este «volumen en perpetuo derrumbamiento».
Ahora bien, aclarando además que este desplazamiento sobre la temporalidad consiste en atestiguar un transcurrir, consiste en ir en pos un acontecimiento en el sentido de «lo que acontece», habrá que comprender que la emergencia de un tipo de subjetividad no debe ser tenida como el punto final de una aparición. Se trata más bien de la actualización de un proceso, no olvidemos, discontinuo y azaroso. Ello nos previene de suponer la presencia de fines ulteriores en cualquier suceso. Nos preserva de las teleologías. Pues toda emergencia se produce en el seno de enfrentamientos: «La genealogía, por su parte, restablece los diversos sistemas de sumisión: no tanto el poder anticipador de un sentido cuanto el juego azaroso de las dominaciones»[61].
Con ello tenemos que «la emergencia designa un lugar de enfrentamiento». Lo que nos permite, después de haber considerado la temporalidad, referirnos a los espacios. Ya que en una genealogía, el espacio, como condición de posibilidad, ha de ser mejor entendido como lugar donde se contraponen voluntades, que si se tratara del punto de confluencias orientadas. En todo esto, el azar juega un papel del que se da cuenta; por lo que en una genealogía no hay cabida a la idea de una causalidad que se sugiera determinante ni determinada. La autoría de toda emergencia es anónima.
Por otra parte, tomando en cuenta las dinámicas de confrontación que se avienen dentro del espacio donde se dan las emergencias, podríamos creer que la «relación» entre dominados y dominadores atraviesa etapas en las que las leyes, los acuerdos y el derecho prolongan tiempos de paz. No obstante, Foucault nos previene de cometer un error al advertirnos que las emergencias son actualizaciones dentro de juegos de dominación, porque hay que tener la precaución de no entender el poder como una entidad esencial de la que unos se hacen, obteniendo con ello privilegios. Las reglas son también una manera de ejercer violencia sobre los sujetos. Pensar el poder como dominio de unos sujetos sobre otros, es proveerle de facultades ahistóricas que no posee. En lugar de ello, habría que considerarlo como el juego de distribución de los dominios, dado que los enfrentamientos nunca se agotan: «la tirada de dados expresa la relación de fuerzas o de poder más simple, la que se establece entre singularidades sacadas al azar (los números de las caras). [...] Eso es el afuera: la línea que no cesa de reencadenar las tiradas al azar en combinaciones de aleatorio y de dependencia.»[62]
Así, tras este pequeño inventario, constatamos que a través de la genealogía nos es posible presenciar las emergencias de aquellas configuraciones que adoptan las reglas para quien hace uso de ellas en el juego de las dominaciones. Estas emergencias pueden entonces comprenderse como producto de los esfuerzos que se realizan por dotar de significado a los significantes que surgen en los emplazamientos de la lucha. De modo que lo que se materializa son desplazamientos aleatorios de interpretaciones. Desde su exterioridad, la genealogía, distante de pretender ser una interpretación en sentido estricto —pues su interés no se cierne sobre significaciones—, se debe mejor concebir como un instrumento para lograr una efectiva historia de las interpretaciones[63].
Es claro que si se entiende a la genealogía como la búsqueda de la procedencia y de la emergencia, la historia en que se da esta búsqueda no puede ser vista como el despliegue continuo, lineal, dialéctico y progresivo de un espíritu que trasciende todos los hechos contingentes. Porque nada escapa a la contingencia. En una historia efectiva (wirkliche Historie) no hay lugar para permanencias eternas. En una historia efectiva, todos los supuestos a los que ha tenido que recurrir cualquier modalidad de conocimiento, como arquetipos de sus representaciones o axiomas de sus demostraciones, son considerados elementos pertenecientes a un a priori histórico. Esto quiere decir que no se niega la universalidad de los conceptos, sino que dicha universalidad es tan contingente como el tipo de subjetividad que los ha «descubierto», y que a su vez ha sido definida por ellos.
La suspensión de la metafísica, en la genealogía, es definitiva. No hay intención de demostrarla ni de aniquilarla; sólo queda suspendida a razón de que no es lo que se busca describir, y de que no es posible la descripción de acontecimientos históricos bajo una perspectiva que contemple a la metafísica y que disimule su tentación por interpretar y orientar hacia algún sentido dichos acontecimientos. Y si a la consideración de la historicidad de los a priori se opusiese el argumento de la evidencia de necesidad en los fenómenos, habría que aclarar que no se niega dicha evidencia por lo que toca al nivel de lo directamente perceptible; y que es en toda interpretación, creación o «descubrimiento», en los que esté involucrada una subjetividad de la que es posible demostrar su eventualidad, donde se afirma que la necesidad no existe. Por eso, la historia, como noción temporal construida por sujetos históricos, en la que, asimismo, emerge una diversidad de subjetividades, no puede ser otra cosa que «historia efectiva», en la que la única constante es la ausencia de constantes.
Y si aun se creyese que el cuerpo está inserto de manera absoluta en el reino de la necesidad, la genealogía, como historia efectiva, muestra cómo «el cuerpo está aprisionado en una serie de regímenes que lo atraviesan; está roto por los ritmos del trabajo, el reposo y las fiestas; está intoxicado por venenos —alimentos o valores, hábitos alimentarios— y leyes morales todo junto; se proporciona resistencias. La historia “efectiva” se distingue de la de los historiadores en que no se apoya sobre ninguna constancia: nada en el hombre —ni tampoco su cuerpo— es lo suficientemente fijo para comprender a los otros hombres y reconocerse en ellos»[64]. Además, desde esta postura, lo que debemos oponer a la necesidad no es el albedrío del sujeto; lo oponible a la necesidad en el ser humano es el azar de los sucesos. Un azar que a su vez, lejos de expresar el juego de la suerte, es el juego en que se inscribe la voluntad de poder.
Si toda creación humana es histórica, entonces la historia también lo es. Por lo que el genealogista debe estar atento a no caer en la trampa de creerse situado en un punto omega de interpretación. De esta forma se abre la posibilidad de hacer la historia de la historia; incluso la necesidad de una genealogía de la genealogía. El sentido histórico —como llama también Foucault a la historia efectiva— es un saber que se sabe siempre en perspectiva: «El sentido histórico da al saber la posibilidad de hacer, en el mismo movimiento de su conocimiento, su genealogía»[65]. Bajo este régimen, una de las consecuencias más importantes de semejante historicismo es el desvanecimiento del sujeto de conocimiento. Ya que éste cede su sitio, como garante de unidad significativa, a la dispersión definitiva de la voluntad de saber.
Siendo así, resulta claro que el papel que cobra mayor importancia en toda interpretación posible es el del intérprete y no el de los signos. El intérprete debe ser tenido como un sujeto constituido históricamente, que no posee en el fondo nada más que interpretaciones para interpretar. Interpretaciones, todas ellas, que son a su vez el resultado siempre provisional de la lucha de voluntades enfrentadas.
La genealogía, llevada a instrumento para la interpretación infinita —interpretación carente de sentido último—, pretende hacer aparecer ante nuestra histórica perspectiva, el entramado malévolo de las emergencias. Revela con eficacia el azar que se sobrepone a las intenciones, hunde la mano para destruir lo que encubren las apariencias, y luego se distancia para acabar con las apariencias mismas, mostrándolas como pliegues superficiales.


III. LAS HISTORIAS EFECTIVAS


Ámbitos de estudio e historia del presente

La obra de Michel Foucault posee un importante rasgo distintivo en su pluralidad. Esta característica ha sido, a la vez, condición de posibilidad y resultado de una revolucionaria forma de afrontar el problema consistente en diagnosticar nuestro presente abandonando la figura de una subjetividad única, necesaria y atemporal como soporte de una definitiva comprensión y síntesis de la naturaleza humana. Esta obra, calificada por el propio Foucault como una ontología histórica de nosotros mismos, posee este distintivo de mostrársenos diversa a razón de que el método que se ha requerido para llevarla a cabo es versátil y estratégico, con una multiplicidad y utilización táctica de sus instrumentos, y a razón de que los acontecimientos que describe son asimismo de una notable indeterminación y movilidad. De tal modo, habría que llamar la atención sobre la inteligente congruencia habida entre la forma y el contenido del conjunto de la creación foucaultiana.
A pesar de que ahora nos es fácil precisar «la elaboración de una historia crítica del presente» como intención última de todo un «proyecto general de investigación», gracias en mucho a los mismos comentarios que el propio Foucault hiciera sobre su trabajo en los últimos años de su vida, advertimos que dicho proyecto fue progresivamente abriéndose camino por sendas varias hasta reconocerse con esta intención de diagnóstico, y que llegar a concretar esta historia debió sortear una serie de difíciles problemas teóricos y de procedimiento. No queremos decir con esto que el filósofo no tuviera claro qué era lo que pretendía desde un principio, sino que la explicitud del objetivo fue paulatinamente develándose conforme los análisis avanzaban.
Pero más importante nos es aun precisar que esta historia hecha por Foucault es una historia inacabada. Este inacabamiento estriba, por una parte, en que sólo fueron hechas algunas arqueologías y genealogías de muchas otras posibles; por otra parte, se debe también a las características que poseen los instrumentos de análisis utilizados en su realización, pues éstos asumen como principios rectores, además de la pluralidad, el nominalismo y la historicidad; idénticas cualidades atribuibles a los propios sujetos que esta historia describe constituyéndose[66]. En este sentido, tal vez sea posible atenuar la hostilidad que pudiera provocar la identificación del proyecto como una ontología histórica, términos éstos cuya vecindad debe resultar problemática para algunas perspectivas distantes de la foucaultiana. Ya que no se ha tratado de explicar «lo que es», sino de describir «lo que está aconteciendo».
La incorporación del análisis de las prácticas no discursivas en el proyecto general de investigación de Michel Foucault es, sin lugar a dudas, un momento clave de tal producción intelectual. No obstante, creemos que aun así no debe hablarse de un antes y un después, a partir de dicha incorporación, como de etapas francamente distintas de dicho proyecto general; ya que desde la Historia de la locura en la época clásica y de El nacimiento de la clínica, es claro que el filósofo ya ensayaba el análisis de formas de objetivación del sujeto bajo el ejercicio de prácticas de exclusión, encierro, castigo, vigilancia y examen; aunque semejante análisis estuviese entonces centrado en la emergencia de los discursos en los que aparecen conformándose las figuras del loco y del enfermo, respectivamente, como objetos susceptibles de un saber sobre ellos, tendiente a la cientificidad. De la misma manera, en Las palabras y las cosas no está ausente la figura del sujeto poseedor de un cuerpo sobre el cual se ejercen prácticas no sólo discursivas, en tanto se sabe de él como ser vivo, como ser que trabaja y como ser hablante. El distingo que en todo caso pudiera hacerse, respecto a la variación sucedida desde la inclusión del espacio de lo no discursivo en sus investigaciones, habría que concebirlo en términos de modalidad, no de efectos generales sobre los resultados, ni de objeto de estudio. Sobre esta misma base, habría complementariamente que aclarar, que no hay ni subsunción de la arqueología ante la genealogía, ni sucesión lineal o síntesis dialéctica, ni relación absolutamente sumaria o absolutamente excluyente entre una y otra. Lo que hay, ya se ha afirmado, es pluralidad; diversidad de puntos de ataque: estrategia. El tipo de análisis que Foucault lleva a cabo a partir de Vigilar y Castigar ensaya nuevas vías. La genealogía añade un espectro de distinta amplitud de onda a la historia crítica del presente.
Una parte muy atractiva de este modelo estratégico de investigación, que linda con la elección de los ámbitos que Foucault sometió a estudio, es el cuidadoso proceso de elaboración de hipótesis y presupuestos. Al seguir el desarrollo de la obra foucaultiana podemos dar cuenta tanto de los avances sobre ciertas direcciones de análisis, como de ensayos y rectificaciones, mismos que permitieron al investigador aclararse muchas veces sobre la atingencia y solidez de los puntos de partida, el sentido y forma de los recorridos, y el valor e importancia de los resultados que iba obteniendo. En este entorno, llama la atención el hecho de que se haya optado por someter a análisis, en una parte de la obra, el campo de los proscritos: los locos, los enfermos, los delincuentes. Ello mismo nos obliga a preguntarnos cuáles fueron los vínculos presupuestos por Foucault entre la objetivación de los sujetos a través de lo que él mismo denomina «prácticas escindentes» y la más general historia crítica del presente.
La elección de los ámbitos de estudio (locura, enfermedad, criminalidad, etcétera) parece anticipar, a guisa de hipótesis, que en ellos, una cabal descripción historicista de importantes segmentos de nuestro presente está tomada como presupuesto de la investigación, en la medida en que se intuye una «división normativa» como elemento característico de las sociedades occidentales modernas. No obstante habrá que evitar confundir esto con una generalización por vía inductiva. No se trata de pensar que el modelo institucional carcelario o el del manicomio o del hospital se traslada llanamente a la estructura estatal. Eso sería una falsa simplificación. En todo caso, el error consistiría en dotar al poder implícito en toda relación social de una sustancialidad que no posee.
La noción generalizada del poder, sobre todo en el terreno de la teoría política, es la de algo susceptible a ser definido. Cuando esto último se lleva a cabo, al poder se le dota de una realidad objetiva que implica la suposición de que es algo por lo que se lucha, algo a lo que se aspira, algo que algunos ejercen; y asimismo, que hay un proceso de legitimación institucional en el ejercicio del poder, cuyo modelo jerárquico y vertical más acabado es el Estado. Pese a ello, no perdamos de vista el nominalismo del que ya se ha hablado; para Foucault el poder no existe: «[...] el poder, salvo si se lo considera desde muy arriba y muy lejos, no es algo que se reparte entre quienes lo tienen y lo poseen en exclusividad y quienes no lo tienen y lo sufren. El poder, creo, debe analizarse como algo que circula o, mejor, como algo que sólo funciona en cadena. Nunca se localiza aquí o allá, nunca está en las manos de algunos, nunca se apropia como una riqueza o un bien. El poder funciona. El poder se ejerce en red y, en ella, los individuos no sólo circulan, sino que están siempre en situación de sufrirlo y también de ejercerlo. Nunca son el blanco inerte o consintiente del poder, siempre son sus relevos. En otras palabras, el poder transita por los individuos, no se aplica a ellos.»[67] Por esta razón, la división normativa, como una de las características de las sociedades modernas, en su carácter de hipótesis posteriormente verificada en el proyecto de investigación, ofrece la posibilidad de hacer varias historias que son, sobremanera, locales.
De modo que hacer una historia de la locura, de la mirada clínica, de la prisión y de la sexualidad, debe entenderse como la realización de unas historias entre otras posibles. Aunque su especificidad y elección estriba en el hecho de que son éstas las formas de proscripción en que la radical diferenciación entre las patologías y la normalidad ponen en juego la más acendrada objetivación de los sujetos, y en donde por mucho se juega la constitución del sujeto normal.
Bajo estas consideraciones podemos concluir que la relación existente entre la elección de los ámbitos de estudio de los cuales Foucault hace la historia, y la ontología histórica de nosotros mismos, es el reconocimiento crítico que nos es dable hacer sobre la constitución de nuestra propia subjetividad, tras constatar los efectos de nuestra actuación a través de prácticas discursivas y de poder ante la alteridad más llamativa. Alteridad sometida a formas científicas de observación, descripción, diagnóstico y tratamiento. Es aquí donde podemos reconocernos inmersos dentro de juegos de verdad estrechamente vinculados a actuaciones de unos individuos sobre otros, y donde podemos constatar que la emergencia de los tipos de sujetos que han sido y somos puede ubicarse con toda su singularidad en el tiempo y el espacio.


Dispositivos y tecnologías


Como hemos visto, el hecho de que Foucault haya delimitado sus investigaciones a ciertos sectores que pueden a primera vista parecernos bastante específicos buscaba, en perspectiva, revelarnos una descripción «históricamente ontológica» a un nivel más general; implicando en la forma de llevar a cabo los análisis algunos principios que permitiesen obtener un panorama que trascendiese dicha especificidad. Así, la demostración del funcionamiento de la división normativa, por ejemplo, lleva en sí la obligatoriedad de reconocer a algunos individuos, y a reconocernos nosotros mismos, como sujetos-objetos pertenecientes a un tipo específico de organización social. Y es esa misma obligatoriedad la que nos debiera impeler a tomar en cuenta los diferentes tipos de división normativa habidos en nuestro presente. En este sentido, habrá que tomar con reservas referirse llanamente a las historias que Foucault produjo como de la locura, de la clínica, de la prisión o de la sexualidad; pues se trata de una sola y más general historia, y es la del presente.
Por esta razón, no debe causarnos extrañeza que en Vigilar y Castigar, primer libro en que se ocupará del análisis conjunto de prácticas discursivas y prácticas de poder, el mismo Foucault afirme que se trata de una historia del «alma» moderna y de una nueva forma de ejercicio de la penalidad[68], a pesar de que el subtítulo del libro anuncie como contenido el «nacimiento» de la prisión. Con todo ello, habrá que entender que el alma de la que nos habla Foucault no es sustancia, no es la entidad metafísica de la tradición, que se halla presa en el cuerpo, sino una realidad objetiva construida por prácticas y discursos —este mismo juego en que hace entrar al término «alma», lo aprovechará Foucault para parafrasear a la tradición, quizá con algo de ironía, diciendo que el alma es la «prisión del cuerpo». Asimismo, la historia de esta alma, es una genealogía en la que la búsqueda se dirige hacia la descripción de las condiciones efectivas en que se establece su procedencia y no hacia el hallazgo de un origen.
Alma y cuerpo, consecuentemente, se encuentran ligados en esta historia de una manera muy distinta a como nos es referido su vínculo por la tradición. Por un lado, es el cuerpo de los sujetos lo que se somete a castigos, regulaciones, observaciones y controles; por otro lado, es el alma un conjunto de formas que adquiere el mismo cuerpo como resultado del actuar sobre él y del saber que se desprende de dicho actuar. Es el alma un complejo de modalidades de objetivación de los sujetos dentro del marco de relaciones de poder, «un juego de representaciones y de signos circulando con discreción pero necesidad y evidencia en el ánimo de todos»[69]. Consiguientemente, una genealogía del alma moderna, debe entenderse en todo su paralelismo e integración como parte fundamental de una historia crítica del presente o de una ontología de nosotros mismos; pues es esta misma alma de la que Foucault se ocupa, desde otros ángulos, en las varias historias que ya había realizado, en esta historia sobre prácticas de penalidad y en la postrer historia de la sexualidad.

Para lograr salvar las dificultades que representaba la realización de la genealogía del alma moderna en el espacio de la penalidad, suspendiendo cualquier categoría a la que pudiera atribuírsele carácter trascendental, Foucault lleva el tratamiento de ésta como producto —y soporte— de una tecnología[70]. En un sentido ordinario, una tecnología se concibe como un saber-hacer. El término refiere a una disposición de instrumentos y recursos teórico-prácticos, acompañados de cierto método, y cuya aplicación consigue la eficiencia de procesos diversos para la producción de objetos. Pero si lo vemos con más detenimiento, podemos notar que el saber comprendido en toda tecnología es el resultado de la reabsorción de lo concluido por las reflexiones hechas sobre el producto último, bajo cierta racionalidad a la que se somete el proceso productivo. Por lo que su progresión (de la tecnología) está condicionada a una dinámica ininterrumpida de saber-hacer-saber. Foucault distingue la existencia de cuatro tipos de tecnologías: de producción, de sistemas de signos, de poder y del yo; representando cada una de ellas una matriz de la razón práctica[71]. Pero además añade a la noción de tecnología elementos que la hacen distinguible de su acepción ordinaria en tanto tiene presente, al referirse a ella, lo que a su vez entiende por dispositivo. Por lo tanto, creemos conveniente aclarar estas dos categorías, dentro del vocabulario foucaultiano, para proceder luego, bajo su índice, a analizar otros elementos importantes comprendidos en una investigación de carácter genealógico.
En todo momento, los objetos de los que se ocupan tanto la arqueología como la genealogía son prácticas[72] (de sujeción). Si deseamos aclarar el buscado perfil integrador de estos tipos de análisis —aun en un campo de reconocida dispersión—, además de preguntarnos cuál es concretamente el objeto descrito (en este caso, las prácticas señaladas), habrá que preguntar por la modalidad en cómo éste se presenta, y por el espacio y el tiempo en que tal objeto acontece. Todo ello renunciando a explicaciones de índole causal y deductiva, necesitadas de una noción universal que contendría el sentido y la síntesis de la propagación de elementos significantes, e igualmente renunciando a una interpretación dialéctica que sintetizase los elementos contradictorios, percibidos o pensados, de un fenómeno. En la arqueología, por ejemplo, el proceso analítico se cubre asignando al archivo —como conjunto de enunciados dichos— el elemento material de estudio, al a priori histórico el espacio y tiempo en que se lleva a cabo el acontecimiento enunciativo, y a la episteme, el mismo conjunto de enunciados del archivo, pero bajo la modalidad de prácticas discursivas. Por lo tanto, es la episteme, en el elemento del archivo, el objeto de la descripción arqueológica; en tanto ésta es analizada como acontecimientos discursivos dentro de un a priori histórico que funge como su condición de posibilidad. Ahora bien, en cuanto a la genealogía, podemos identificar que el objeto de su analítica es una red de relaciones entre elementos muy diversos de índoles discursiva y no discursiva, que se vinculan en prácticas regulares y racionales, desplegadas en un horizonte temporal y espacialmente delimitable. Esta red de relaciones de elementos heterogéneos recibe el nombre de dispositivo. Así, el objeto de estudio de la genealogía es el dispositivo en tanto contiene en sí las prácticas discursivas y no discursivas bajo una dinámica correlativa e interdependiente que tiene como principal función la objetivación de los sujetos en un momento histórico dado. Pero además, esta retícula, cuando se analiza bajo las orientaciones de sus tácticas y estrategias, permite que las prácticas conjuntas sean captadas en su proceder como técnicas o tecnologías. Es entonces cuando la perspectiva de análisis de las prácticas como una construcción dinámica de saber-poder cobra una importancia notoria en esta forma de investigación, ya que habiendo sido abandonado el modelo jurídico del poder, la pertinencia del modelo estratégico (tecnológico) ofrece la posibilidad de aislar módulos que pueden ser descritos bajo un sesgo analítico en términos de sus condiciones históricas de emergencia, oponiéndose así de manera definitiva a una historia de tipo teleológico y a una antropología de corte trascendental.
Los ejemplos que Foucault ofrece como elementos pertenecientes a la trama de relaciones de un dispositivo son lo siguientes: «discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas»[73]. Pero además, una característica propia del dispositivo, es que no consiste en un conglomerado estático de cosas dichas y hechas, sino que en su fluidez establece la naturaleza del nexo existente entre estos elementos. Por otra parte, tenemos que se trata de un proceso cuya principal función, en un momento dado, ha sido la de responder a una urgencia; razón por la cual su carácter permanente es el de una estrategia. Y como el dispositivo puede igualmente definirse por su procedencia, son distinguibles de él dos momentos: a) cuando existe una predominancia del objetivo estratégico, y b) la etapa en la que el dispositivo aparece como plenamente constituido. Posteriormente, su permanencia dependerá de un proceso de sobredeterminación funcional, mediante la absorción y adecuación de todos sus efectos, tanto negativos como positivos.
Bajo esta caracterización del dispositivo como un complejo heterogéneo y móvil de relaciones, hay que hacer notar dos importantes aspectos que definen el orden metodológico de su estudio. El primero es que el dispositivo es más general que la episteme —que tal vez pudiera considerarse como un dispositivo exclusivamente discursivo. El segundo, que para su análisis se requiere de un abordaje que permita hacer la integración de los elementos dispersos sin que se pierda de vista la función precisa de cada uno dentro de la red de relaciones. Esto último, Foucault consigue lograrlo al añadir a la observación de la dinámica del dispositivo la perspectiva de las relaciones de poder; abordándolo como una tecnología de poder. De manera tal que nuestra aproximación a la noción de tecnología debe darse desde su captación como complejo de prácticas simultáneas de saber y poder.
Todas las prácticas pertenecientes a un dispositivo poseen una regularidad y una racionalidad con carácter reflejo; es decir, se reflexiona sobre ellas. Por otra parte, cuando una práctica posee orientación estratégica, es porque dicha práctica lleva en sí misma una finalidad y una utilidad que en algún momento fueron definidas a través del saber derivado de la reflexión sobre tal regularidad y tal racionalidad de la práctica. Luego, el conjunto de elementos de un dispositivo, en tanto prácticas discursivas y no discursivas, regulares y racionales reflejas, dotan al propio conjunto de un perfil táctico y estratégico. Dicho estado permite el análisis del dispositivo como tecnología en cuanto, mediante este tratamiento se consigue identificar el espacio de relaciones habidas entre las tácticas y las estrategias de las prácticas, que revelan respectivamente sus medios y sus fines. En otras palabras, una tecnología es un complejo saber-poder donde se reconoce la autonomía e interdependencia de ambos. Lo que significa que el saber no se explica por el poder ni viceversa, y que tampoco el uno es reductible al otro, sino que ambos operan dependiendo entre sí sin predominancia alguna; determinando así las características de los objetos que bajo su actuación se forman. Por esto último, y para apuntalar nuestra insistencia en que la genealogía no es un método interpretativo (en sentido clásico), es de notable importancia señalar cuál es el lugar que ocupa el sujeto de conocimiento, como objeto producido, dentro de una tecnología de poder. Al respecto Foucault afirma: «Estas relaciones de “poder-saber” no se pueden analizar a partir de un sujeto de conocimiento que sería libre o no en relación con el sistema de poder; sino que hay que considerar, por lo contrario, que el sujeto que conoce, los objetos que conocer y las modalidades de conocimiento son otros tantos efectos de esas implicaciones fundamentales del poder-saber y de sus transformaciones históricas. En suma, no es la actividad del sujeto de conocimiento lo que produciría un saber, útil o reacio al poder, sino que el poder-saber, los procesos y las luchas que lo atraviesan y que lo constituyen, son los que determinan las formas, así como también los dominios posibles del conocimiento.»[74] Ello mismo nos permite igualmente insistir en el carácter autoregulatorio de los fines estratégicos de las tecnologías de poder, pues no habiendo un sentido en la Historia, los objetivos de las estrategias carecen de la intención e interés de una subjetividad única e ideal, por lo que su sentido es enteramente anónimo, histórico y local.


Tecnología política del cuerpo


El tipo de tecnologías que Foucault identifica como productoras de sujetos objetivados en el seno de las relaciones sociales, cuyas estrategias buscan la adhesión a normas[75] que discriminan lo proscrito y lo aprobable del actuar de los individuos, son las tecnologías de poder. Mismas que define como aquellas que «determinan la conducta de los individuos, los someten a cierto tipo de fines o de dominación, y consisten en una objetivación del sujeto»[76]. Este tipo de tecnologías, afirma, casi nunca operan de forma separada con las otras tres tecnologías que distingue como demás existentes (de producción, de sistemas de signos y del yo). Sin embargo, dentro de un proyecto de investigación perfilado hacia la conformación de una ontología histórica del presente, el énfasis en la analítica de las tecnologías de poder estriba en que los efectos de éstas son más generales sobre la determinación histórica de la norma, el actuar concreto y la objetivación de los sujetos, por encima de las tecnologías de producción y de sistemas de signos[77]; sobre las cuales inciden indirectamente[78].
Vigilar y Castigar, como genealogía del alma moderna, es una historia de cierta tecnología de poder sobre el cuerpo; que analiza la transformación de las prácticas penales durante cierto periodo de tiempo, rastreando el desplazamiento de los tipos de poder y saber que condicionaron la aparición de distintas formas de juzgar y castigar los delitos. Su resultado más relevante es la constatación de la especificidad de las racionalidades que han condicionado algunos procesos históricos de objetivación de los sujetos.
A través de esta genealogía se observa cómo el cuerpo es blanco de ciertas estrategias políticas. Situación que al mismo tiempo deja ver notables efectos de normalización que vienen caracterizando a las sociedades modernas[79]. Las repercusiones del poder-saber sobre el cuerpo se hacen manifiestas en el espectro de las relaciones sociales, en tanto que en esta genealogía se puede identificar que

el cuerpo está también directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos. Este cerco político del cuerpo va unido, de acuerdo con unas relaciones complejas y recíprocas, a la utilización económica del cuerpo [...]. El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido. Pero este sometimiento no se obtiene por los únicos instrumentos ya sean de la violencia, ya de la ideología; [...] puede existir un “saber” del cuerpo que no es exactamente la ciencia de su funcionamiento, y un dominio de sus fuerzas que es más que la capacidad de vencerlas: este saber y este dominio constituyen lo que podría llamarse la tecnología política del cuerpo.[80]

Esta genealogía se basa en dos directrices concertadas de estudio que permiten aislar y apreciar, por un lado, las funciones de las prácticas de poder, y por otro, las de las prácticas discursivas; para luego mostrar su operatividad simultánea en la tecnología del poder penal: En primer lugar, las relaciones de poder son observadas bajo un modelo de «batalla perpetua», buscando descifrar en él la coherencia de la red que construyen dichas relaciones, mismas a las que se les reconoce una continua actividad y tensión. Lo que significa analizar el poder como algo ejercido por todos y no como algo que se detenta. Como un complejo de relaciones que atraviesa los cuerpos. Este enfoque, a su vez, contiene el reconocimiento implícito de que en toda relación de poder hay una resistencia que es inmanente a ella[81]. De esta forma, el análisis permite la aproximación a un puesto de visibilidad más amplio, dado que así se puede observar que «estas relaciones descienden hondamente en el espesor de la sociedad, que no se localizan en las relaciones del Estado con los ciudadanos o en la frontera de las clases»[82]. En segundo lugar, se parte de que el saber implicado en este modelo de batalla perpetua, aparece al mismo tiempo como producto y como condición de posibilidad del ejercicio del poder; y que ambos, saber y poder, se corresponden de forma interactuante para incidir en sus respectivos efectos específicos de manera indisoluble y recurrente: «No hay ejercicio del poder sin cierta economía de los discursos de verdad que funcionan en, a partir y a través de ese poder. El poder nos somete a la producción de la verdad y sólo podemos ejercer el poder por la producción de la verdad»[83]. En estos términos, definidas las formas en que son considerados el poder y el saber, el estudio se convierte en la descripción de una «anatomía» política. En esta anatomía, el «cuerpo político» es asimilado como el «conjunto de los elementos materiales y de las técnicas que sirven de armas, de relevos, de vías de comunicación y de puntos de apoyo a las relaciones de poder y de saber que cercan los cuerpos humanos y los dominan haciendo de ellos unos objetos de saber.»[84] Y si a todo esto agregamos que las relaciones de poder-saber se entienden de una extensión y diversificación tal que implica todo el espectro de vínculos del sujeto con lo otro, podemos ponderar la generalidad de semejante genealogía, y la posibilidad de llevar las conclusiones del estudio a formar parte fundamental de una ontología histórica del presente.
De manera más específica, las directrices de análisis recién mencionadas se ciernen a presupuestos de investigación que derivan de la necesidad del descentramiento del sujeto de conocimiento en el ámbito de la penalidad. Éste, asumido como producto de una tecnología, cede aquí su puesto, como generador de saber, a la red de relaciones en que se halla inmerso. Razón por la cual el poder existente en el ejercicio penal, no es visto como la aplicación de una fuerza con efectos negativos: como algo que limita, restringe o reprime; sino que se privilegia la observancia de sus efectos positivos en tanto que incita y produce, ordena y organiza. En lo tocante al saber, el desarrollo histórico del derecho penal como la ciencia que se ocupa de juzgar el delito, no se atribuye a una objetividad neutral de quienes participan en su constitución, sino que la historia de este derecho penal es tratada, junto a las implicaciones recíprocas que pudiera tener con la misma historia de las ciencias humanas, como un acontecimiento discursivo de matriz común. En todo caso, se busca establecer si la tecnología de poder se halla en la base de una simultaneidad entre los procesos de formación de la teoría penal y del conocimiento del hombre.
Tener en la base de los principios regentes para esta investigación al sujeto como un producto, obliga igualmente a considerar que en el proceso de constitución del sujeto moderno, el ejercicio de la penalidad trasladó su objetivo, en cierto momento histórico, hacia una representación significativa como lo es el alma del delincuente; lo que permite suponer que todo el saber «científico» que de ello se genera, puede ser la más llamativa consecuencia de una transformación en las formas en que las relaciones de poder inciden sobre el cuerpo[85].
Otro requerimiento para emprender esta genealogía, ligado al principio del descentramiento del sujeto como condición indispensable de análisis, es la prolongación que de esta regla debe hacerse respecto a todo aquello que pudiera figurar como centro desde donde irradia un sentido sustentado en una única racionalidad trascendental. El caso más riesgoso para incurrir en un error de análisis es sin duda el de suponer una evolución creciente y teleológica de las instituciones. En Vigilar y Castigar, el ejercicio de la penalidad es visto como el uso de algunas técnicas pertenecientes a un campo más amplio de políticas de poder que rebasa por mucho el cerco de la prisión. Lo que indica que estas técnicas no necesariamente poseen carácter institucional (aunque ocasionalmente lo tengan). Es decir, que el espacio en que las tecnologías de poder inciden es aquel existente en las prácticas habidas entre el funcionamiento de las instituciones que las adoptan y los cuerpos de los individuos. Por ello Foucault se refiere a este fenómeno como a una «microfísica» del poder, que extiende sus efectos más allá del funcionamiento institucional. La localización histórica de las evoluciones que suscita esta microfísica del poder en las sociedades, puede hacerse por la observación estratégica de los efectos que alguno de sus incidentes provoca sobre toda la red de relaciones en que se halla contenida. En este entendido, aun siendo presentado como un texto que aparentemente nos remitirá al nacimiento de la prisión, debemos descartar leer el estudio como una historia de instituciones.
Dentro de este cerco metodológico, Foucault enuncia así el objetivo de Vigilar y Castigar: «tratar de estudiar la metamorfosis de los métodos punitivos a partir de una tecnología política del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de las relaciones de poder y de las relaciones de objeto.»[86]


Aunque nuestro interés está localizado en la comprensión del instrumental metodológico utilizado en esta «historia de la prisión», creemos conveniente comentar, a modo de resumen, que de lo que Foucault se encarga en el cuerpo del estudio Vigilar y Castigar es de una descripción de tres distintos dispositivos de penalidad y de sus respectivos blancos estratégicos: En un primer momento, la descripción se centra en el dispositivo cuya modalidad punitiva se ejerce a través del suplicio. El siguiente dispositivo descrito, que podríamos calificarlo de base transitiva hacia el que llega desdoblándose hasta nuestra actualidad, es el del castigo; caracterizado por el impulso de la reforma penal realizada en Francia a finales del siglo XVIII. Finalmente, la exposición se detiene con meticulosidad en el proceso de formación y funcionamiento del dispositivo disciplinario. El periodo estudiado abarca de mediados del siglo XVII hasta principios del XIX, y el lugar, como se ha anticipado, es Francia.
Este escueto resumen lo incluimos porque juzgamos que las restricciones que pudieran suponerse aplicables a lo concluido —debidas a la delimitación de periodos y del lugar escogidos para analizar— no limitan en absoluto que los resultados del estudio puedan trasladarse a niveles más generales de influencia; pues como se ha afirmado antes, el seguimiento crítico de un proceso de formación de subjetividades permite comprender, en su reconstrucción y en el desvelo de sus estrategias, la racionalidad que le es propia; dejando ver así el funcionamiento de la tecnología que determina los tipos de sujetos que en ella se instauran. Y a esta misma generalización puede añadirse el no perder de vista que la normalidad emergente bajo el accionar de una tecnología —y que llegada hasta nosotros puede asumirse de forma acrítica— es otro producto de esa misma tecnología. Lo que nos alerta sobre el carácter histórico de la emergencia de otras subjetividades y de la nuestra misma.


Del dispositivo de sexualidad a las tecnologías del yo

Las investigaciones genealógicas llevadas a cabo por Michel Foucault nos han permitido atestiguar la procedencia histórica de algunas nociones relativas a la constitución de los sujetos que, en nuestra actualidad, son consideradas universales, y por lo tanto invariables y atemporales. Pero además, nos han provisto de recelosos puntos de vista y de un versátil instrumental para el análisis histórico, que nos previenen sobre cualquier pretensión de estimar alguna otra noción referida al ser humano como invariable y esencial. Estas genealogías dan cuerpo, en su conjunto, a una historia crítica de nociones tales como la de una racionalidad única y trascendental, de la verdad y el deber ser de ciertas categorizaciones normativas como las del loco, el enfermo o el delincuente; incluso de las propias nociones de sujeto normal, sano y cuerdo.  Foucault quiso, a través de sus genealogías, revelarnos cómo es que dichas nociones emergen en un momento dado dentro de dispositivos compuestos, entre otros elementos, por prácticas correlativas de saber y de poder, cuyas estrategias consiguen encubrir la dinámica de juegos de verdad en los que se producen objetos y sujetos relacionándose en términos de conocimiento y de dominio.
La intención de estas genealogías, en todo momento, es la de poner al descubierto que la universalidad y necesidad de todas las nociones referidas a la «naturaleza humana» no poseen fundamento absoluto, y sí en cambio una historia. La intención ha sido la de interrogar a nuestra actualidad, hurgando hasta los resquicios más soslayados de su pasado próximo o lejano, para ubicarnos dentro del campo y en el movimiento de procedencia de tal actualidad. Y de esa forma presenciar los procesos de su instauración, bajo el índice de una aguda crítica; misma con que se consigue hacer cimbrar los cimientos sobre los que descansan las certezas que se consideran más sólidas y evidentes en lo tocante al ser del sujeto.
En un primer momento, con esta actitud crítica, Foucault hizo recorridos históricos para constatar la emergencia de campos de saber, a través del análisis de las reglas de formación de prácticas discursivas. Consiguiendo con ello poner en entredicho el carácter universal y necesario de los discursos con pretensión científica que tienen por objeto de su decir al hombre. Y también poniendo en entredicho la posición privilegiada del sujeto de conocimiento dentro de tales discursos. Posteriormente, llevó a cabo una genealogía en la que las constantes supuestas en el orden de las relaciones políticas entre los individuos fueron exhibidas como el resultado de ciertas tecnologías de poder sobre el cuerpo de los sujetos. Tecnologías que operan sobre complejos de prácticas discursivas y no discursivas, y cuya finalidad tiende a la normalización de los propios sujetos; asignando a cada uno un emplazamiento activo dentro de los dispositivos que instauran.
Así, habiendo ya demostrado la historicidad y contingencia de nociones como las de sujeto de conocimiento, normalidad, dominio jerárquico o racionalidad única, en los campos del saber y del poder, Foucault emprendió un nuevo proyecto con la intención de abarcar otro campo en que las nociones relativas al sujeto, consideradas invariables y universales, parecen poseer una evidencia y solidez más que incuestionables. Ese campo es el de la sexualidad.
Se trata de un espacio que linda con aquello que es tenido como necesidades irrenunciables del hombre. Un espacio referido a lo instintivo. Un ámbito de acciones que se suponen más íntimamente dirigidas hacia la conservación de la vida que a la experiencia de vida. Y que sin embargo, Foucault logra demostrar que pertenecen en su totalidad al espectro que abarcan las elecciones libres del sujeto en términos de su constitución.
Llevar a cabo la genealogía de nociones con fuerte raigambre, pertenecientes al terreno de la sexualidad humana, abría la posibilidad de continuar la elaboración de una ontología histórica de nosotros mismos con la cobertura de un ámbito mucho más complejo que los anteriormente estudiados. Y que podía enriquecer, con un alcance más íntegro, el diagnóstico de nuestra actualidad. Obteniendo con ello un nuevo y valioso asentamiento de perspectiva para analizar los procesos de otra más de las modalidades en que el sujeto es objetivado.
Entre las razones que Foucault considera para realizar genealogías dentro del campo de la sexualidad humana, está el hecho de que dentro del aparato que le da articulación se encuentran por lo menos cuatro presunciones que poseen, en nuestro régimen discursivo, una evidencia no cuestionada como constantes históricas; y por lo mismo, representan una atractiva circunscripción de indagación histórica. Estas son:

a)      Tener a la sexualidad como una fuerza primigenia e indócil, invariable a lo largo de la historia de la humanidad.
b)      Suponer que esa invariabilidad de la sexualidad ha dado lugar a distintas formas de practicarla en función de la diferencia habida entre los diversos mecanismos represivos de los que ha sido objeto. Que en nuestra actualidad misma, la sexualidad es fuertemente reprimida.
c)      El supuesto de que el deseo, referido en este caso a la sexualidad, es algo que está presente, también de forma invariable, en el ser humano de todos los tiempos.
d)      Que como consecuencia de lo anterior, la modalidad de sujeto deseante ha sido siempre la misma.

La apuesta hecha en la genealogía con que Foucault inaugura su Historia de la sexualidad, hubiera sido muy arriesgada de no haber hecho un planteamiento adecuado de interrogación a las estrategias que utilizan las tecnologías en que se inscribe el trascendental «sexualidad». Para este campo de estudio, el claro acierto del genealogista ha sido el desplazamiento del punto de observación, que lo traslada de la almena de la interpretación a la trinchera de la estrategia. En primer lugar, la «sexualidad» es desposeída de su carácter esencial y necesario al quedar bajo la lente que le observa como un dispositivo; por lo que de inmediato ingresa a un terreno en el que puede ser analizada bajo el régimen de las relaciones existentes entre el saber y el poder en que su figura emerge. En segundo lugar, las preguntas acerca de su represión no son si tal existe o no, sino que el giro estratégico consiste en tomar distancia de su aparente evidencia, y plantearlas desde la exterioridad: «frente a lo que yo llamaría esta “hipótesis represiva”, pueden enarbolarse tres dudas considerables. Primera duda: ¿la represión del sexo es en verdad una evidencia histórica? [...] Segunda duda: la mecánica del poder, y en particular la que está en juego en una sociedad como la nuestra, ¿pertenece en lo esencial al orden de la represión? [...] Por último, tercera duda: el discurso crítico que se dirige a la represión, ¿viene a cerrarle el paso a un mecanismo del poder que hasta entonces había funcionado sin discusión o bien forma parte de la misma red histórica de lo que denuncia (y sin duda disfraza) llamándolo “represión”?»[87] Estas preguntas definen el rumbo que tomará el comienzo de la investigación que Foucault presenta como una historia de la sexualidad en La voluntad de saber. La búsqueda lleva, en todo caso, la pretensión primera de responder a la pregunta más general: «¿Por qué decimos, respecto a nuestra sexualidad, que somos reprimidos?»
Este giro de perspectiva, que deja de lado lo que a primera vista pudiera parecer evidente, hace aparecer ante nosotros el funcionamiento de un dispositivo, donde vemos desarrollarse una apretada red de relaciones entre nuestra voluntad de saber sobre el sexo y las prácticas de poder que le son correlativas; y cuyas tecnologías fijan como blanco el sometimiento del cuerpo a regímenes de control que impactan de forma notable el espacio de nuestra constitución como sujetos en relación con los otros y con nosotros mismos.
En el dispositivo de sexualidad encontramos que lejos de ser una evidencia histórica, la «represión» sobre el sexo más bien es un vehículo de promoción de toda una incitación a verter nuestra sexualidad en el discurso. Ello se halla en el juego de una voluntad de verdad que permite al genealogista presentar la crítica de la concepción del poder en términos de represión. Así, el poder es exhibido en su faceta de productor, de incitador, a partir no de una teoría, sino de una analítica del poder. La sexualidad —o mejor dicho, la voluntad de verdad sobre el sexo volcada hacia una plétora discursiva— adquiere entonces, desde esta ubicación que Foucault le confiere, la dimensión de problema político; dado que luego de identificar la forma en que se entabla el vínculo saber-poder, a través de la incitación discursiva a que da lugar la voluntad de verdad, esta genealogía se obliga a que el estudio de las relaciones entre sexualidad y poder adopte ciertas reglas basadas en una concepción no jurídica del poder, que ya hemos visto:

a)      Que el poder no es algo que se posee, sino algo que se ejerce.
b)      Que las relaciones de poder no son trascendentes o superestructurales, sino inmanentes a otros tipos de relaciones como las económicas, las de conocimiento, etcétera; donde juegan un papel eminentemente productor.
c)      Que en el poder no hay una básica oposición entre dominados y dominadores, sino que el poder viene de abajo a través de múltiples relaciones de fuerza.
d)      Que las relaciones de poder son intencionales pero que sus efectos globales no son decisión de un sujeto individual; lo que indica que su racionalidad es la de las tácticas.
e)      Que donde hay poder, hay resistencia.

Esta serie de reglas, al adecuarse al estudio concreto de la relación poder-sexualidad, se reducen a cuatro muy específicas:

1. La sexualidad puede verse como un dominio de conocimiento instituido a partir de las relaciones de poder que lo determinan como objeto de saber.
2. En lugar de buscar identificar quién posee el poder en el orden de la sexualidad, hay que buscar las transformaciones que implican en sí mismas las relaciones de poder.
3. Las relaciones de poder se inscriben en una estrategia de conjunto, al tiempo que las estrategias se dan en el campo de relaciones en un doble condicionamiento que les sirve de soporte mutuo.
4. El discurso se dispersa en una serie de segmentos discontinuos cuya función varía de acuerdo a las disposiciones tácticas del mismo.

Apegado a estas guías de investigación, Foucault nos muestra la conformación, a partir del siglo XVIII, de cuatro dispositivos que funcionan bajo el régimen de ciertas tecnologías. Tecnologías que operan con las relaciones existentes entre el poder y el saber que se establecen en torno a la sexualidad. Dichos dispositivos, los clasifica bajo los siguientes rubros: la histerización del cuerpo de la mujer, la pedagogización del sexo de los niños, la socialización de las conductas procreadoras y la psiquiatrización de los placeres perversos. En cada uno de estos casos, de lo que se trata no es de identificar los procesos de represión u ocultamiento de la sexualidad, sino de su producción. De la aparición de sexualidades diversas.

Ahora bien, este proyecto de una historia de la sexualidad sufre con el tiempo una modificación importante. Mientras realizaba la investigación, según su plan preconcebido, Foucault se percata de que analizar la sexualidad como un dispositivo en que se objetivan sujetos a partir de ciertas tecnologías de poder sobre el cuerpo, por una parte resultaba abundante respecto a la forma en que había venido trabajando desde Vigilar y Castigar; pero además, por otra parte reconoce que la descripción del dispositivo de sexualidad, a pesar de mostrar el carácter histórico y político de los objetos y sujetos que en él se constituyen, a través del funcionamiento de una voluntad de saber sobre el sexo, no permitía aún ver con claridad, ligado a ello, el carácter histórico de las formas de deseo (pues éste se ha considerado constante e inherente a la «naturaleza humana»). Y por lo mismo, tampoco había sido analizado con profundidad cómo se constituye históricamente el sujeto deseante; lo que en el conjunto de presupuestos contemplados dentro de este proyecto de investigación, era una fuerte hipótesis[88]. Por lo que las aparentes necesidad y universalidad del deseo y del sujeto deseante representaban una cardinal cuestión de estudio que robustecería el resto de la investigación. Pero por otro lado, Foucault se encuentra con que analizar las procedencias del deseo y del sujeto de deseo presentaba algunas dificultades relativas a la posibilidad de tratarles bajo el aspecto de elementos configurados dentro de tecnologías de poder. Pues parecía tratarse de un campo de actividad del sujeto donde la acción de y hacia los otros no es tan determinante. Por ello parecía requerirse de distintos instrumentos de análisis que permitieran llevar a cabo una analítica de las condiciones bajo las cuales el individuo se ve llevado a constituirse a sí mismo en sujeto de deseo.[89]
Esto último orilló a Foucault a ampliar el horizonte de las relaciones del individuo sometidas a análisis. Pues si ya había conseguido logros importantes en el análisis de las relaciones del sujeto con la verdad, y de las relaciones del sujeto con los otros, descubría ahora que necesitaba internarse en el análisis de las relaciones que el sujeto lleva a cabo consigo mismo. Mismas que, como se puede suponer, no están de ninguna manera desvinculadas de los otros dos tipos de relaciones mencionadas, sino que junto a ellas parecieran conformar una totalidad de posibilidades simultáneas de relaciones del sujeto, en los términos de su propia objetivación: «La idea fundamental de Foucault es la de una dimensión de la subjetividad que deriva del poder y del saber, pero que no depende de ellos.»[90] En este sentido, Foucault desarrolla una concepción muy cuidada de la categoría de «experiencia» histórica. Afirma pues, que ésta se encuentra constituida por tres ejes conexos, con carácter propio, y que consiste en «la correlación, dentro de una cultura, entre campos de saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad.»[91]
Es así, con esta nueva determinación de campos de estudio, que Foucault emprende un recorrido en el que busca incorporar a la historia crítica del presente el análisis de las tecnologías a través de las cuales pueden revelarse la historicidad y especificidad de las prácticas que el sujeto lleva a cabo sobre su alma, su cuerpo, sus pensamientos y sentimientos, a partir de la problematización a que éste somete las actividades que son motivo de preocupación y ocupación (básicamente de orden moral), al referirlas al contexto normativo en el que se desenvuelve. Problematización que termina produciendo actitudes y conductas de adecuación, resistencia o estilización respecto a dicho espacio normativo.
Esto último da cabida a la oportunidad de analizar el espacio ético de la constitución del sujeto a través de lo que puede identificarse con una «genealogía de la moral». Ya que no escapa a Foucault que en lo que al sentido de la moral respecta existe multivocidad. Por un lado, afirma, la moral puede ser entendida como un conjunto de valores, reglas y principios que circulan en una sociedad de forma tácita, a manera de «código», con la intención de regular el comportamiento de los individuos en sus relaciones con los otros. No obstante, el término también alude al comportamiento concreto de los individuos referido al código, trátese de un acatamiento fiel al mismo, de esfuerzos de adecuación entre actos y reglas, o de abierto rechazo y desacato. A esta condición, se le distingue frecuentemente de la primera denominándole «moralidad», mejor que moral. Pero el sentido de la moral no se agota en estas dos acepciones. Foucault advierte que entre el código y los comportamientos, existe una región en la que el individuo lleva a cabo acciones sobre su propia alma, su propio cuerpo, sus sentimientos o pensamientos, con la intención de adquirir ciertas actitudes y conductas referidas de manera implícita al código y a los comportamientos. Con estas acciones sobre sí, el individuo consigue dar forma a un ethos; a un modo de ser. Consigue, en última instancia, convertirse en un sujeto moral y reconocerse como tal. Es este finalmente, el campo que Foucault considera el espacio ético, en tanto que representa el ámbito de reflexión y ejercitación donde el individuo da a su vida las características propias con que aparece conduciéndose junto a los otros en el seno de un contexto social en que existen determinados hábitos, tradiciones, actitudes y reglas; mismos que dan cuerpo, de manera co-instituyente, a la esfera de lo moral.
Para este recién descubierto espacio de análisis, la estrategia del genealogista se modifica en los términos de que el tipo de tecnologías que ahora son objeto de su descripción poseen características distintas a las tecnologías de poder. Se trata de características que se distinguen sobre todo en el tipo de relaciones que el sujeto establece consigo mismo, y no tanto en las funciones que tanto las prácticas discursivas como las estrategias de poder inducen en términos de una objetivación del sujeto. En el caso de estas tecnologías, que Foucault denomina tecnologías del yo, las relaciones del individuo con los otros y con la verdad no están ausentes dentro de su dinámica, sin embargo, su papel es secundario (acaso como condición de posibilidad de la existencia de un espacio ético) respecto a las relaciones que el sujeto establece consigo mismo.
La investigación genealógica sobre la procedencia del sujeto deseante, a partir de este punto, se centra en una analítica de las relaciones existentes entre el ejercicio de la sexualidad y el campo de lo moral, que los individuos de otros tiempos se vieron llevados a problematizar[92], en función de los juegos de verdad en que tales relaciones se asentaron. En todo caso, la pregunta que inaugura y guía los análisis que se despliegan a lo largo de los volúmenes 2 y 3 de la Historia de la sexualidad (El uso de los placeres y La inquietud de sí) es: «¿por qué la actividad sexual es objeto de inquietud moral?», en los términos de que a su través aparece la posibilidad de identificar diversas modalidades de deseo, a partir de la probable historicidad de las morales.
En la búsqueda de respuesta a esta interrogante, Foucault descubre que respecto a la actividad sexual, los códigos morales —algunas veces explícitos, otras no—, a lo largo de los periodos históricos que se estudian, no habrían tenido modificaciones altamente contrastantes[93]. Que había entre ellos, en lo tocante al sexo y a los placeres en general, cierta regularidad en los señalamientos tendientes a procurar su uso moderado. Pero que en cambio, en el espacio de las prácticas de los individuos sobre sí mismos, referidas igualmente a la conducta sexual y a otros tipos de placeres, ha habido cambios inducidos tanto por las valoraciones específicas de los actos como por los fines perseguidos. Con mayor exactitud, Foucault señala en la forma que a continuación se presenta, cuáles son, concretamente, las áreas en las que existen notables diferencias, respecto a las problematizaciones en torno a la actividad sexual, sostenidas por los sujetos en el seno del denominado espacio ético, durante diferentes momentos históricos:


a)      La sustancia ética. Se refiere a la parte del individuo que es objeto del trabajo ético. Puede tratarse de los actos, del cuerpo, de emociones, etcétera. Por ejemplo, es distinguible que el trabajo ético de los griegos del periodo clásico se cernía hacia lo que ellos denominaban las aphrodisia (actos concretos referidos al placer y al deseo); que no es la misma sustancia ética de la pastoral cristiana, cuyo trabajo ético se desplaza hacia el dominio de las tentaciones de la carne; y que ambas sustancias éticas se distinguen por mucho de la sexualidad moderna.
b)      Los modos de sujeción. Se refiere a la forma en que el individuo establece su relación con las reglas de orden moral que le son propuestas. Puede tratarse de una relación asumida como cierta obligatoriedad, a razón de tenerla como un mandato divino o una ley natural; puede tratarse de la aceptación de condiciones para la integración grupal; o puede tratarse de asumir la relación con lo moral desde un ideal de ejemplaridad, etcétera.
c)      El trabajo ético. Se trata de las acciones que el individuo lleva a cabo sobre sí para convertirse en sujeto moral. Puede hacerlo a través de la meditación, de ejercicios, de pruebas de abstinencia, de lecturas, etcétera.
d)      La teleología del sujeto moral. Se trata del objetivo que se persigue a través del trabajo sobre la estilización de la conducta moral. Trátese de la búsqueda de un estado de felicidad, pureza, inmortalidad, etcétera.

Las variaciones observadas en estos cuatro aspectos, que integran el campo de problematización donde se involucra a la actividad sexual con lo moral, a lo largo de un periodo comprendido entre la Grecia clásica y los primeros siglos de la pastoral cristiana, permiten a Foucault demostrar la historicidad que poseen las diversas prácticas que los individuos de diferentes épocas han realizado para reconocerse como sujetos de deseo. Esta demostración se logra en los términos de descripciones sobre el uso que los individuos hacen del espacio en que les es posible estilizar su conducta, referida a un código y a los posibles comportamientos a que el mismo código da lugar.
El resultado es una genealogía de la hermenéutica del deseo, que se abre camino entre tres tipos diferentes de historias posibles: Una historia de los códigos morales, una historia de las moralidades y una historia de los modos de subjetivación. La investigación, que por los motivos expuestos opta por esta última alternativa, se desarrolla mediante un seguimiento puntual de las diversas tecnologías del yo en que la actividad sexual se hallaba de alguna manera comprendida, y que fueron practicadas durante la Grecia clásica[94], pasando luego por una diferenciación y diversificación a lo largo del periodo imperial romano, hasta la descripción de las tecnologías cultivadas durante el periodo ascendiente de la pastoral cristiana, durante los primeros siglo de nuestra era[95].
Durante el trayecto descriptivo, vamos siendo testigos de cómo, a pesar de haber algunas constantes sobre la restricción del uso de los placeres que, con ciertos matices se encuentran al nivel de los códigos morales; las formas individuales de subjetivación, en cambio, se modifican de manera sustancial como respuesta a las diferencias de laxitud y a la heterogeneidad de los espacios donde se problematiza la actividad sexual. En dicho tránsito encontramos variantes tan disímiles como lo son el caso de un esfuerzo concentrado en las prácticas tendientes al «dominio de sí» durante la Grecia clásica —a guisa de instrucción constante hacia el ideal de hombre libre—, contrastando con las prácticas concentradas en el «desciframiento del deseo», presentes en la pastoral cristiana —tendientes al descubrimiento de la fuerza que se esconde detrás de las pasiones.
Pero la obtención de resultados no se agota aquí. Una más de las conclusiones que Foucault extrae de este trabajo, es que la actividad sexual no es, en todo caso, asunto privilegiado de las problematizaciones que insertan variadas prácticas en los juegos de verdad que implican a lo moral. Para explicarlo destaca que toda acción moral exige una forma particular de relación consigo mismo, y que la actividad sexual forma parte de un ámbito más general: el ejercicio del poder de cada uno y la puesta en práctica de la propia libertad[96].
Esta mención de la práctica de la libertad, fuera de toda gratuidad, posee en este contexto el anuncio de una de las posibles rutas que habrían tomado los futuros trabajos de Foucault, bajo la denominación de estética de la existencia. Ya que dentro de lo conseguido hasta el momento con esta aún incompleta Historia de la sexualidad[97], entendida como base teórica de una «genealogía de la moral», Foucault pudo verificar que en la historia han existido ejercicios morales orientados hacia el código, así como ejercicios morales orientados hacia los modos individuales de subjetivación; orientados hacia la ética. Razón entre otras, por la cual sugirió, acaso como apunte para un proyecto posterior[98], que una posible alternativa de modificaciones en el tipo de subjetividad que nos ha sido impuesta, se hallaba en la orientación de nuestra constitución como sujetos hacia la inventiva que es practicable dentro de un espacio de experimentación; mismo que es posible bajo una radical actitud crítica del pensamiento sobre sí[99]. De una actitud de experimentación análoga a la del artista. Aunque contraria a verterse hacia la creación de objetos, ocupara al sujeto en hacer de su propia vida una obra de arte. De entender la libertad no como liberación, sino como condición ontológica de posibilidad para dar forma a un ethos singular; como campo abierto para la creación.
Hasta este punto, disponemos de lo que Foucault entregó como resultado de sus investigaciones para una Historia de la sexualidad. No obstante haber quedado trunco el proyecto, podemos atrevernos a afirmar que la inclusión de la analítica de las tecnologías del yo en el mismo, da ocasión a insistir en que el inacabamiento de una historia crítica del presente como ontología de nosotros mismos, es algo de lo que no podría jamás desprenderse; debido a que aun habiendo conseguido diversificar dicha ontología histórica sobre los tres ejes que Foucault identificó como vertientes integrales de una experiencia —relaciones del sujeto con la verdad, con los otros y consigo mismo—, parece que las posibilidades de análisis de la constitución histórica de las subjetividades pueden ser inagotables, al tener a la base de su tratamiento el modelo estratégico que orienta la actitud inquisidora de un genealogista.
Por lo mismo, lo visto hasta ahora, como resultado parcial de la Historia de la sexualidad, nos ofrece los elementos suficientes para asentar que las nociones con carácter universal que se atribuyen al sujeto, pueden todas ser puestas en entredicho; en la medida en que es para nosotros verificable, gracias a la ejemplar «tozudez» de Foucault, la posibilidad de encontrar rutas, vehículos y estrategias de análisis capaces de demostrar su historicidad, contingencia y elección. Dicho esto último en términos del reconocimiento implícito que, a lo largo del presente estudio, hemos hecho junto a Michel Foucault, del amplio espacio de libertad de que gozamos para construir nuestras subjetividades diversas, distintas, inéditas y esperanzadoras.


IV. CONCLUSIONES

De todas las afirmaciones hechas por Michel Foucault, quizá la más interesante (por decir lo menos) es aquella que sostiene que la verdad responde a una exigencia del poder; y que al mismo tiempo, el modo de funcionar del poder depende directamente del funcionamiento de la verdad.
Esta afirmación, sin embargo, creemos que puede correr el riesgo de ser malinterpretada en su sentido, en sus intenciones y en sus alcances debido a que las nociones comunes que se tienen de los elementos que la componen suponen una sustancialidad de los mismos. Para eliminar ese riesgo, en el trabajo que aquí hemos presentado nos hemos dado a la tarea de explicar que en el contexto de las investigaciones foucaultianas, verdad y poder son concebidos bajo acepciones bien específicas. Así, expusimos que sobre la primera instancia habrá que entender, con mayor apego a dicho contexto, que se trata de interpretaciones, producto de los conflictos a que da lugar la voluntad de verdad; y por lo que toca al poder, Foucault siempre se está refiriendo a relaciones que cobran la forma de luchas y enfrentamientos de magnitudes varias, que carecen de un centro único desde donde irradia un mando, y que responden a la presencia de voluntades diversas dentro de una red de correspondencias. Consecuentemente, al instalarnos bajo el enfoque foucaultiano, debemos entender que la voluntad de verdad es la forma que adoptan los enfrentamientos de poder que se dan en el seno de una sociedad. Enfrentamientos que a su vez son estimulados por la voluntad de verdad.
Los productos que aparecen como resultado de estos enfrentamientos son objetos de saber y de prácticas de poder, modalidades de saber y de prácticas de poder, y sujetos de saber y de prácticas de poder. Todos ellos dentro de un orden que se instaura bajo la lógica, siempre impredecible de las estrategias y las tácticas propias de la guerra.
Ahora bien, buscando ir más allá de puras aclaraciones, hemos querido mostrar que el sentido, las intenciones y los alcances de la demostración del funcionamiento correlativo entre la verdad y el poder en la obra de Foucault, se enfocan de manera fundamental a revelarnos cómo es que la subjetividad es producto de procesos de subjetivación; y que gracias a semejante revelación puede constatarse que no hay una subjetividad única, invariable y trascendental. Que lo que hay son subjetividades (en plural).
De lo anterior se sigue que en este trabajo pretendimos explicar por qué, según Foucault, todo aquel que desease obtener un diagnóstico —que bajo dicha lógica se debe saber parcial y relativo a sus condiciones históricas de posibilidad— del tipo de subjetividad que le es propio —luego de comprender que su subjetividad está determinada por las formas concretas de saber y de poder que constituyen su a priori histórico—, requiere de instrumentos adecuados para llevar a cabo la analítica del su imperante saber-poder, que adopten la misma lógica de la guerra. Una lógica en la que se da una diversidad infinita de combates, nunca idénticos, nunca motivados por las mismas causas, nunca perseguidores de los mismos fines. En otras palabras, que para lograr tal diagnóstico se requiere de la instrumentación de un análisis que sea táctico y estratégico.
Sin embargo, podría preguntársenos ¿cuál sería la importancia de obtener un diagnóstico de nuestro presente, visto en estos términos? Lo que de este diagnóstico se obtiene finalmente, de acuerdo con Foucault, es la identificación del espacio en donde los individuos pueden hallar alternativas de subjetivación que de alguna manera escapen al orden instaurado, consiguiendo con ello experimentar otras formas de pensar y de actuar. En última instancia se trata de la creación de la libertad. En el entendido de que la libertad, así como el poder y como la verdad, tampoco es una sustancia; no es un invariable atribuible al hombre en ningún sentido. La libertad es un campo de condiciones que puede crearse, para acoger formas de subjetividad distintas a la que nos ha sido impuesta.
Para lograr un diagnóstico como el mencionado, Foucault identificó que debía hacer investigaciones de tipo histórico, definiendo con claridad que los ámbitos que requerían analizarse son aquellos en que los hombres de otros tiempos se vieron llevados a problematizar (la locura, la enfermedad, las ciencias humanas, la criminalidad, la sexualidad), señalándoles como aquellos en que las relaciones discursivas y no discursivas que los colman derivan hacia la construcción de la verdad que afirma lo que los hombres son. Pero en este tipo de historias, el recurso del pasado no tiene la intención de ver aparecer la verdad sobre el hombre en su origen y despliegue, sino —de acuerdo a lo ya explicado sobre la verdad— la de constatar su condición de acontecimiento histórico, variable, contingente y modificable.
Esta búsqueda histórica, que adopta en uno de sus momentos la modalidad de la genealogía, llevó a Foucault hacia el análisis de problematizaciones buscando observar cómo una heterogeneidad de prácticas discursivas y no discursivas hacían entrar objetos diversos, atribuibles a la naturaleza y constitución humanas, en el juego de lo verdadero y lo falso. Lo que le permitió, a su vez, discernir cuáles eran los elementos relacionados —bajo la forma de dispositivos— y cuál la modalidad de relaciones —bajo la forma de tecnologías— que colaboran en la construcción de la verdad que dice lo que el sujeto es. Una verdad que podía entonces reconocerse abiertamente como histórica.
La genealogía, entonces, se convirtió en una búsqueda que quiso obtener una visión analítica de experiencias. En primer lugar porque a través de la genealogía pudo reconocerse que el sujeto es una forma constituida en y por las experiencias históricas. Y en segundo lugar porque se consiguió determinar que una experiencia se encuentra dispuesta bajo un denso flujo de correlaciones entre dominios de saber, de poder y de trabajo ético. De ese modo, la genealogía se adjudica un esfuerzo por demostrar el carácter histórico de las determinaciones impuestas a la experiencia de los individuos.
Por otra parte, complementando lo relativo a la experiencia, a través de este estudio pudimos igualmente constatar que toda experiencia requiere de un marco de condiciones que le permitan acontecer, mismas que Foucault denominó positividades. Pero la nota más interesante sobre la que tuvimos ocasión de reflexionar, referida a las positividades, es su finitud. Ya que éstas (las positividades) se encuentran determinadas por la propia finitud del ser humano. Lo que sustenta de manera definitiva la aseveración de que las condiciones de posibilidad de toda experiencia, por finitas, son históricas. Misma razón que determina la historicidad de todo saber y de todo ejercicio de poder. En este último sentido, la genealogía, bajo la disposición táctica y estratégica de que antes hablábamos, se encarga, en otra de sus dimensiones, de agotar lo más que se pueda la identificación del campo histórico de constitución de esas positividades.
De esta manera, asumiendo que la verdad es un complejo histórico de relaciones humanas, donde se establecen vínculos entre un sujeto y un objeto, podemos también concluir que tanto el tipo de sujeto, como los objetos y el tipo de esas mismas relaciones —discursivas y no discursivas— entre ellos establecidos, son en sí mismos inexistentes. No existen en el sentido de mostrársenos como sustancias determinadas e invariables. Más exactamente se trata de formas condicionadas por prácticas de poder y de saber, dispuestas bajo la figura de nuestra voluntad de verdad. Y sólo habría que añadir que, de acuerdo con Foucault, el objeto y blanco del poder es el cuerpo. Siendo esto último lo que revela con más nitidez la dimensión política del discurso verdadero. Por todo ello, el que la genealogía pueda ser considerada una historia de las interpretaciones se deriva de tratar a la verdad como interpretación.
En nuestra opinión, de no haber hecho uso de la genealogía como recurso de análisis histórico, Foucault difícilmente hubiera conseguido llevar sus investigaciones hacia este derrotero que nos ha permitido a sus lectores reconocer la existencia de un horizonte para la creación de la libertad. La eficaz instrumentación con que Foucault dota a este mecanismo analítico heredado de Nietzsche, bajo la pauta de una actitud corrosivamente crítica y paradójicamente recreativa, logra integrar elementos teóricos y prácticos en un laboratorio permanente de experimentación que Deleuze denominó «caja de herramientas». De tal manera, aquí hemos querido dar cuenta de cómo este modelo estratégico de análisis debía cubrir ciertas necesidades de investigación, cómo fue gestándose y consolidándose su instrumentación y cómo fue exitosamente aplicado en los ejercicios histórico-filosóficos emprendidos por Foucault. Quisimos presentar cómo es que los replanteamientos sobre la historicidad de nociones como las de verdad, poder, problematización, positividad, dispositivo, tecnología, sujeto..., les hacen abandonar en cierta manera su llana forma de palabras que remiten a significados, y buscan convertirse en reales instrumentos de una praxis que invita a experimentar con lo inédito.
Finalmente, queriendo insistir en la gravedad de las implicaciones políticas que posee la actitud crítico-historicista de este osado pensamiento, terminamos dejando directamente las últimas palabra a Foucault:

Pienso que toda esta intimidación utilizando el miedo a la reforma está ligada a la insuficiencia de un análisis estratégico propio de la lucha política —de la lucha en el campo del poder político—. El papel de la teoría hoy me parece ser justamente este: no formular la sistematicidad global que hace encajar todo; sino analizar la especificidad de los mecanismos de poder, percibir las relaciones, las extensiones, edificar avanzando gradualmente un saber estratégico. [...]
La teoría como caja de herramientas quiere decir:
* Que se trata de construir no un sistema sino un instrumento: una lógica propia a las relaciones de poder y a las luchas que se establecen alrededor de ellas.
* Que esta búsqueda no puede hacerse más que gradualmente, a partir de una reflexión (necesariamente histórica en algunas de sus dimensiones) sobre situaciones dadas.[100]


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____ Historia de la sexualidad 2: El uso de los placeres. 15ª ed., [Tr. Martí Soler] México, Siglo XXI, 2003 (c1984), 230 pp.

____ Historia de la sexualidad 3: La inquietud de sí. 12ª ed., [Tr. Tomás Segovia] México, Siglo XXI, 2001 (c1987), 220 pp.

____ La arqueología del saber. 21ª ed., [Tr. Aurelio Garzón del Camino] México, Siglo XXI, 2003 (c1970), 355 pp.

____ Las palabras y las cosas. 26ª ed., [Tr. Elsa Cecilia Frost] México, Siglo XXI, 1998 (c1968), 375 pp.

____ La verdad y las formas jurídicas. Cinco lecturas y una discusión con Amaral. T. et al. En la Universidad Católica Pontificia de Río de Janeiro, 21-25 de mayo 1973, en: Cuadernos de P.U.C., junio 1974, no. 16, pp. 5-133. Edición obtenida en www.inicia.es, Tr. Alberto González Troyano.

____ Microfísica del poder. [Tr. Julia Varela y Fernando Alvarez-Uría] Madrid, La Piqueta, 1978, 189 pp.

____    ¿Qué es la Ilustración? Tr. directa del francés por Jorge Dávila, del texto publicado en abril de 1993 en Magazine Littéraire, No. 309. Confrontada con la tr. al inglés contenida en Rabinow, P. Foucault Reader, Panteon Books, New York, 1984. Obtenida en www.geocities.com

____    Saber y Verdad. [Tr. Julia Varela y Fernando Alvarez-Uría] Madrid, La Piqueta, 1991 (c1985), 244 pp.

____ Tecnologías del yo. Y otros textos afines. 2ª ed., [Tr. Mercedes Allendesalazar] Barcelona, Paidós/I.C.E.-U.A.B., 1991, 150 pp. (Pensamiento contemporáneo, núm. 7).

____ Vigilar y Castigar: nacimiento de la prisión. [Tr. Aurelio Garzón del Camino] Buenos Aires, Siglo XXI, 2002 (c1976), 314 pp.

____ Nietzsche, Freud, Marx. Barcelona, Anagrama 1981.


Kant, Emmanuel. Filosofía de la historia. 2ª ed., [Tr. Eugenio Ímaz] México, FCE, 2004 (c1979), 147 pp. (Colección Popular 147)

Lanceros, Patxi. Avatares del hombre. Bilbao, Universidad del Deusto, 1996, 232 pp.

Martiarena, Óscar. Michel Foucault: Historiador de la subjetividad. México, ITESM-El equilibrista, 1995, 353 pp.

Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Un escrito polémico. [Tr. Andrés Sánchez Pascual] Madrid, Alianza, 1998 (c1972), 221 pp. (Biblioteca de autor 0610)

____ La gaya ciencia. 5ª ed., [Tr. Roberto Ganiz] México, Editores Mexicanos Unidos, 1999, 344 pp.

Nietzsche, Friedrich. Hans Vaihinger. Sobre verdad y mentira. 4ª ed., [Tr. Luis M. Valdés y Teresa Orduña] Madrid, Tecnos, 2003 (c1990), 90 pp.

Parménides/Heráclito. Fragmentos. [Tr. José Antonio Miguez y Luis Farré] Barcelona, Orbis, 1983 (c1975, 1977, Aguilar Argentina), 250 pp. (Historia del pensamiento 7)




[1] Por ejemplo: Lanceros, Patxi. Avatares del hombre; Martiarena, Óscar. Michel Foucault: Historiador de la subjetividad e «Introducción: La cuestión del método» de Morey, Miguel, a Foucault, M. Tecnologías del yo.
[2] Condición a la que dicha producción, sin embargo, nunca aspiró. Cfr. Dreyfus, Hubert L. y Paul Rabinow. Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica. p. 215.
[3] Entre los trabajos que adoptan esta postura, Lanceros cita en op. cit., p. 20, n., a Honnet, A. Kritik der Macht, Suhrkamp, Frankfurt/M, 1986; Habermas, J. Der Philosophische Diskurs der Moderne, Suhrkamp, Frankfurt/M, 1985; Rajchman, J. The Freedom of Philosophy, Columbia University Press, New York, 1985; Smart, B. Foucault, Marxism and Critique, Routledge & Keagan Paul, London, 1983; Frank, M. Was ist Neoestrukturalismus, Suhrkamp, Frankfurt/M, 1983; Burchell, Gordon, Miller. The Foucault Effect, Harvester Wheatsheaf, London, 1991.
[4] Por parte de una asociación de intelectuales franceses denominada Círculo de epistemología.
[5] Como sucede con Dreyfus y Rabinow en Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Tal perspectiva es evidente, como puede verse, desde el título del libro.
[6] Por positividad, en el marco del lenguaje foucaultiano, debemos entender las condiciones históricas en que se llevan a cabo funciones enunciativas y prácticas concretas que favorecen la emergencia de tipos específicos de sujetos. Para el ámbito discursivo, por ejemplo, no se trata de enunciaciones al nivel de proposiciones gramaticales ni al nivel de juicios lógicos, sino de «prácticas discursivas». Es decir, sin referir dichas funciones a significaciones ni a la interioridad del sujeto, sino a la dispersión y a la exterioridad. Una positividad juega el papel de lo que Foucault denomina a priori histórico: el sustrato histórico-empírico que hace posible la existencia de discursos en tanto prácticas. Cfr. Foucault, M. La arqueología del saber, pp. 212-215.
[7] Hiusman, D. (Dir.): Dictionnaire des philosophes, P.U.F., Paris, 1984, Entrada Foucault, p. 943. Citado en Lanceros, op. cit., p. 32. Pues Foucault rechaza la idea de una subjetividad única, constante, ideal e idéntica a sí misma, que detente todo hombre y se comparta de forma absoluta.
[8] Dada la importancia que tiene la noción de discurso en la obra de Foucault, consideramos oportuno definirla dentro del marco categorial suscrito a dicho contexto. Cuando Foucault habla de discurso, se refiere al «conjunto de enunciados que dependen de un mismo sistema de formación». Por ejemplo: el discurso clínico, el discurso de la economía, el discurso psiquiátrico, etcétera. El discurso no constituye una unidad retórica o formal. Se trata de una práctica regulada de actuaciones verbales y de la utilización de secuencias de signos. De ambas, dentro del análisis arqueológico, pueden definirse sus condiciones de existencia. Cfr. La arqueología del saber, pp. 132, 133, 180, 181 y 198.
[9] Hiusman, loc. cit., p. 24.
[10] En el artículo ¿Qué es la Ilustración?, publicado en 1784, Kant, luego de caracterizar al iluminismo como una exigencia liberadora en el camino hacia la íntegra autonomía del hombre —autonomía definida por el uso deliberado y conciente de la razón en sus potencialidades máximas—, se detiene para preguntar a su presente: «¿es que vivimos en una época ilustrada?». Kant, Emmanuel. «¿Qué es la Ilustración?» en Filosofía de la historia. p. 34.
[11] Cfr. «Idea de una historia universal en sentido cosmopolita» en Kant, op. cit.
[12] Por esta misma razón, Foucault se encargará de desarrollar, a lo largo de toda su filosofía, una crítica en la que su concepción de lo que es la experiencia abandonará todo trascendentalismo, para ubicar dicha experiencia en los espacios de relaciones que el sujeto establece con toda su alteridad. Cfr. Foucault, M. El uso de los placeres, p. 8.
[13] Lo que Foucault denomina reactualización de los largos periodos, implica una elaboración compleja de concatenaciones, yuxtaposiciones, definiciones legítimas de vecindad y síntesis no dialécticas, entre periodizaciones previamente aisladas en su especificidad, de acontecimientos coetáneos o sucesivos, aunque marcados por rupturas intempestivas y por la dispersión de sus sentidos.
[14] La arqueología del saber, p. 8.
[15] Ibid., p. 10.
[16] Ibid., p. 11.
[17] Ibid., p. 16.
[18] Ibid., pp. 20 y 21.
[19] Ibid., pp. 23 y 24.
[20] Es en el materialismo histórico, el psicoanálisis y la genealogía de Nietzsche donde, sin duda, desde otras perspectivas, se da cuenta amplia y fecundamente de ellos.
[21] El a priori histórico es el campo donde se hace posible la descripción arqueológica. No se trata, como en Kant, de la condición de validez de los juicios, independiente de la experiencia. Refiere más bien a la universalidad y necesidad históricas que hacen posible los enunciados en un periodo determinado. Cfr. La arqueología del saber, p. 215. Ver supra, nota 6.
[22] Con una belleza incomparable, Deleuze explica la manera en que Foucault trabaja con este descentramiento del sujeto que hace aparecer el «ser del lenguaje» referido sólo a sí mismo, al momento en que es el enunciado (entendido como función discursiva, como «cosa dicha», como «SE habla» o como «existe lenguaje») de lo que se ocupa en sus arqueologías bajo la modalidad de formaciones discursivas. Dice: «Es muy posible que Foucault, en esta arqueología, no construya tanto un discurso de su método como el poema de su obra precedente, y alcance ese punto en que la filosofía es necesariamente poesía, vigorosa poesía de lo que se dice, que es tanto la del no-sentido como la de los sentidos más profundos. De alguna manera, Foucault puede declarar que nunca ha escrito más que ficciones, pues, como hemos visto, los enunciados se parecen a sueños, y todo cambia, como en un caleidoscopio, según el corpus considerado y la diagonal trazada. Pero de otra, también puede decir que siempre ha escrito algo real, con algo real, pues todo es real en el enunciado, toda realidad es en él manifiesta.» [Deleuze, Gilles. Foucault. p. 45].
[23] Uno de los resultados de esta arqueología es la constatación de que el hombre no existía como objeto de saber hasta antes del siglo XIX.
                Deleuze entiende que en Foucault toda forma es un compuesto de relaciones de fuerza, y que la historicidad de las fuerzas externas con que se relacionan las fuerzas del hombre permitió la aparición de la forma-Dios en la época clásica y de la forma-Hombre en la modernidad. Siendo esas fuerzas del «afuera», las de lo infinito en la época clásica, y de lo finito en la modernidad. Por otra parte, la aparición de la forma-Hombre incluye la muerte del hombre debido a la ausencia de Dios, a su constitución en los pliegues de la finitud y a «la diseminación de los planos de organización de la vida, la dispersión de las lenguas, la disparidad de los modos de producción, que implican que la única “crítica del conocimiento” sea una “ontología del aniquilamiento de los seres”.» Por estas razones, la situación actual en que se encuentran las fuerzas del hombre es la siguiente: «¿con qué nuevas fuerzas corren el riesgo de entrar en relación ahora, y qué nueva forma puede surgir que ya no sea ni Dios ni el Hombre? Este es el planteamiento correcto del problema que Nietzsche llamaba “el superhombre”.» [Ibid., pp. 167 y 168].
[24] Una episteme, para Foucault, consiste en «el conjunto de las relaciones que pueden unir, en una época dada, las prácticas discursivas que dan lugar a figuras epistemológicas, a ciencias, eventualmente a sistemas formalizados.» [La arqueología del saber, pp. 322 y 323]. Su carácter es local y temporal. El término no refiere a una forma de conocimiento, a una visión del mundo, a estructuras del pensamiento ni a la racionalidad u objetividad del saber de una época, sino a un ámbito de positividades, de prácticas, en el que hay recurrencias, continuidades y discontinuidades. Su función, contraria a distinguir lo que es falso o verdadero, consiste en distinguir lo que es científicamente calificable de lo que no lo es. Igualmente, puede considerarse a la episteme como el espacio intermedio entre los códigos fundamentales que fijan los órdenes empíricos de una cultura y las teorías científicas y filosóficas: «entre la mirada ya codificada y el conocimiento reflexivo, existe una región media que entrega el orden en su ser mismo (...) esta región “media”, en la medida en que manifiesta los modos de ser del orden, puede considerarse como la más fundamental: anterior a las palabras, a las percepciones y a los gestos que, según se dice, la traducen con mayor o menor exactitud o felicidad.» [Foucault, M. Las palabras y las cosas, p. 6].
[25] La analítica de la finitud son las estrategias para pensar al hombre a partir del hombre mismo. De pensar lo finito a partir de lo finito, pues el recurso a la metafísica —es decir, de pensar lo finito a partir de lo infinito— ha quedado para siempre perdido dado el carácter de contingencia que la historia impone al saber desde que ella es la forma y el contenido de lo que puede ser conocido con certeza. Estas estrategias consisten en una oscilación en la que el hombre es a la vez lo conocible y la condición de posibilidad de todo conocimiento, lo fundado y lo fundante, objeto y sujeto de saber, lo pensado y lo pensante. Una disposición que lo convierte en un doble empírico-trascendental.
[26] Cabe hacer mención que entre el estructuralismo y la obra de Foucault se percibe una aproximación notable y de difícil distinción, sobre todo cuando este último denota una «preferencia» por el estudio del lenguaje en su trabajo arqueológico. Sin embargo, la labor de Foucault no es formalizadora ni interpretativa. Más bien se centra, con actitud descriptiva, en la problemática de la imposible conciliación ente el ser del hombre y el ser del lenguaje: «La única cosa que sabemos por el momento con toda certeza es que en la cultura occidental jamás han podido coexistir y articularse uno en otro el ser del hombre y el ser del lenguaje. Su incompatibilidad ha sido uno de los rasgos fundamentales de nuestro pensamiento.» [Las palabras y las cosas, p. 329]. Por otra parte, refiriéndose a la disposición del saber actual sobre el hombre y su relación con el lenguaje, dice: «El hombre había sido una figura entre dos modos de ser del lenguaje; o por mejor decir, no se constituyó sino por el tiempo en que el lenguaje, después de haber estado alojado en el interior de la representación (época clásica) y como disuelto en ella, se liberó fragmentándose: el hombre ha compuesto su propia figura en los intersticios de un lenguaje fragmentado.» [Ibid., p. 374].
[27] La arqueología del saber, p. 328.
[28] La ontología histórica de nosotros mismos pretende abarcar los problemas tradicionales de los que se ha ocupado la filosofía, pero desde el punto de vista de la procedencia histórica de las soluciones dadas a tales problemas. Dichos problemas son los mismos que plantea Kant como aquellos derivados de los intereses fundamentales del hombre. La pregunta kantiana «¿qué es el hombre?», de alguna manera resume las inquietudes, todas juntas, acerca del saber, del actuar y del esperar. Por estas razones, que Foucault se ocupe del estudio sobre el sujeto en cuanto a su constitución histórica, en cuanto a la verdad que dice lo que él es, en cuanto a las prácticas que se vinculan directamente con esa verdad y que diversifican la acción de unos sujetos sobre otros, y en cuanto a las relaciones que el sujeto establece consigo mismo, es fiel testimonio de que ha tratado en toda su obra de responder de una manera original a problemas tradicionales, que comprenden todo el espectro de la experiencia humana: «Lo que he estudiado han sido tres problemas tradicionales: 1) ¿cuáles son las relaciones que tenemos con la verdad a través del conocimiento científico, con esos “juegos de verdad” que son tan importantes en la civilización y en los cuales somos, a la vez, sujeto y objeto?; 2) ¿cuáles son las relaciones que entablamos con los demás a través de esas extrañas estrategias y relaciones de poder?; 3) ¿cuáles son las relaciones entre verdad, poder e individuo?» [Tecnologías de yo, p. 150]. Cfr. igualmente, sobre el sentido de la ontología histórica de nosotros mismos, el artículo Foucault, M. ¿Qué es la Ilustración?
[29] Los procesos de objetivación del sujeto.
[30] Años más tarde, esta misma tendencia integradora lo llevará al análisis de las prácticas de objetivación que el sujeto lleva a cabo a través de las relaciones que establece consigo mismo.
[31] Muestra palpable de ello es que en Historia de la locura y en Nacimiento de la clínica, existen ya claras demostraciones de la actuación del poder institucionalizado sobre aquellos sujetos (el loco y el enfermo, respectivamente) de los que se dice una verdad que se pretende científica.
[32] Entendiendo entonces por estrategia el tema o teoría a que da lugar un discurso, en su papel de agrupador y organizador de objetos, conceptos y enunciaciones. Cfr. La arqueología del saber, p. 105. La ausencia de la figura de un tipo único de sujeto, ya anunciaba que toda estrategia es anónima; que no hay una intención, sino tensión continua por el enfrentamiento de fuerzas varias.
[33] Ibid., p. 81. Las cursivas son mías (M.D.). En este sentido debemos añadir que uno de los principales objetivos de Las palabras y las cosas, según el autor, es mostrar la alta coherencia que los sistemas consiguen al configurar un orden; hacer la descripción de ese espacio intermedio que siempre hay entre las palabras y las cosas, y que satisface la necesidad de fundamento: «(...) existe en toda cultura, entre el uso de lo que pudiéramos llamar los códigos ordenadores y las reflexiones sobre orden, una experiencia desnuda del orden y sin modos de ser. Lo que trata de analizar este estudio es esta experiencia.» [Las palabras y las cosas, p. 6]. De igual manera, no debemos perder de vista que entre los objetos que aparecen dentro del orden que el discurso configura se encuentra el sujeto, en su doble papel de objeto y sujeto de conocimiento.
[34] Cfr. La arqueología del saber, p. 111.
[35] Lección inaugural en el Coll­ège de France, Foucault, M. El orden del discurso, 2 de diciembre de 1970.
[36] Cfr. Ibid., p. 12.
[37] A estos procedimientos de control del discurso le son atribuidas por Foucault, en una primera instancia, funciones coercitivas: dominio, determinación, limitación, selección. Sin embargo, más avanzadas sus reflexiones, asociando las prácticas discursivas a la noción de poder, rectificará dichas atribuciones concediendo a las prácticas de poder funciones positivas, como generadoras de saber.
[38] Cfr. Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral, Tratado Tercero, § 24, p. 193; y  La gaya ciencia, Libro Quinto, § CCCXLIV, pp. 261-263.
[39] El orden del discurso, p. 18.
[40] Como ejemplos de ello, Foucault remite al apoyo que ha buscado la literatura en lo verosímil y lo científico; en el sustento de las prácticas económicas sobre una teoría de las riquezas; y en la justificación del sistema penal en una teoría del derecho, en la sociología, la psicología y la medicina. Cfr. Idem.
[41] Ibid., p. 20.
[42] Cfr. Foucault, M. La verdad y las formas jurídicas, p. 5. Hacia esto se orienta la crítica de Foucault por lo que llama «marxismo académico». Del cual señala que ha cometido el error de suponer la presencia permanente de un tipo de sujeto de conocimiento que se sustrae de manera necesaria a las condiciones económicas, políticas y sociales de su existencia.
[43] El sentido de la frase «juegos de verdad» remitirá siempre a las prácticas que adquieren cierta regularidad en la formación de discursos hasta llegar a convertirse, en un periodo histórico específicamente bien localizado, en reglas de formación de discursos verdaderos: «El término juego puede inducir a error: cuando hablo de juego me refiero a un conjunto de reglas de producción de la verdad. No se trata de un juego en el sentido de imitar o de hacer como si: es un conjunto de procedimientos que conducen a un determinado resultado que puede ser considerado, en función de sus principios y de sus reglas de procedimiento, como válido o no, como ganador o perdedor.» [Foucault, M. Hermenéutica del sujeto, p. 118].
[44] La verdad y las formas jurídicas, p. 6.
[45] Ibid., p. 9.
[46] Nietzsche, Friedrich. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, p. 25.
[47] Cfr. La verdad y las formas jurídicas, p. 4, y Foucault, M. «Nietzsche, la genealogía, la historia», § 2, en Microfísica del poder, pp. 8 y ss.
[48] El orden del discurso, p. 32.
[49] Ibid., pp. 39 y ss.
[50] Idem.
[51] Cfr. Lanceros, op. cit., pp. 122 y 123.
[52] El orden del discurso, pp. 44-46.
[53] Idem.
[54] Ibid., pp. 48 y 49.
[55] Cfr. Lanceros, op. cit., pp. 161 y 162. Además de la recurrencia a Nietzsche, las referencias teóricas del modelo estratégico se remiten a Heráclito, fr. DK 53: «La guerra es el padre y el rey de todas las cosas. A algunas ha convertido en dioses, a otras en hombres; a algunas ha esclavizado y a otras ha liberado» y DK 80: «Debemos saber que la guerra es común a todos y que la discordia es justicia y que todas las cosas se engendran de discordia y necesidad».
[56] Trad. al español en Microfísica del poder, loc. cit., pp. 7-29.
[57] Bajo el enfoque de este modelo genealógico, Nietzsche dice, por ejemplo: «Por fortuna aprendí pronto a separar el prejuicio teológico del prejuicio moral, y no busqué ya el origen del mal por detrás del mundo. Un poco de aleccionamiento histórico y filológico, y además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a las cuestiones psicológicas en general, transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado?» [La genealogía de la moral, p. 24]. «En todo caso, mi deseo era proporcionar a una mirada tan aguda y tan imparcial como aquella, una dirección mejor, la dirección hacia la efectiva historia de la moral, [...] contra esas hipótesis inglesas que se pierden en el azul del cielo. ¡Pues resulta evidente cuál color ha de ser cien veces más importante para un genealogista de la moral que justamente el azul; a saber, el gris, quiero decir, lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente existido...». Ibid., p. 29.
[58] Literalmente el salto originario, como del ser a la existencia; la fuente, el comienzo, el principio, el origen.
[59] Nietzsche, la genealogía, la historia, p. 12.
[60] Ibid., p. 14.
[61] Ibid., p. 15.
[62] Deleuze, op, cit., p. 152.
[63] El mismo Nietzsche afirma al final del prólogo de La genealogía de la moral, que se necesita un arte de la interpretación (Deutung) para comprender sus escritos, y que en el tratado tercero del mismo libro se lleva a cabo una aplicación de ese arte interpretativo. Llama la atención que finalice dicho prólogo caracterizando tal arte como un rumiar, pues con ello se entiende que lo que ha de prevalecer en semejante ejercicio es la crítica; la permanente puesta en duda de todo aquello que pasa por considerarse imprudentemente como verdadero. Es pues, la genealogía, la modalidad de investigación en que queda suspendido todo lo que la tradición pone a su base como fundamento. Sobre esta misma cuestión, véase el artículo de Foucault, M. Nietzsche, Freud, Marx, en donde el autor explica la modalidad de una nueva hermenéutica a partir de estos tres autores; desde quienes se hace patente el carácter infinito de la interpretación, debido al vaciamiento de significados.
[64] Nietzsche, la genealogía, la historia, p. 19.
[65] Ibid., p. 22. La hermenéutica moderna que inauguran Marx, Nietzsche y Freud, contiene en sí la obligación que posee toda interpretación de interpretarse a sí misma. En este sentido, y por tener a su base la «negación del comienzo» la interpretación es una tarea infinita. Ver supra, nota 63. Cfr. Nietzsche, Freud, Marx; loc. cit.
[66] Dicho inacabamiento estaría entonces justificado en la medida en que no se busca decir la última y única verdad sobre lo que somos, sino en describir cómo somos en función de las prácticas y discursos que actuando simultáneamente y en conjunto objetivan al sujeto.
[67] Foucault, M. Defender la sociedad, p. 38.
[68] Foucault, M. Vigilar y Castigar, p. 29.
[69] Ibid., p. 105.
[70] «La historia de esta “microfísica” del poder punitivo sería entonces una genealogía del “alma” moderna. Más que ver en esta alma los restos reactivados de una ideología, reconoceríase en ella más bien el correlato actual de cierta tecnología del poder sobre el cuerpo.» [Ibid., p. 36].
[71] Cfr. Tecnologías del yo, p. 48.
[72] Lo que de por sí ya habla de una materialidad y de una localización histórica específicas.
[73] «El juego de Michel Foucault», entrevista de Alain Grosrichard [Tr. Javier Rubio], en Foucault, M. Saber y Verdad, p. 128.
[74] Vigilar y Castigar, pp. 34 y 35.
[75] Otra de las disposiciones que distinguen a la genealogía de otros tipos de investigación, es que adopta como campo de análisis aquel en que se ejerce la norma, y no el modelo jurídico de la aplicación de la ley. Entre norma y ley, las diferencias estriban en que: 1) La norma refiere los actos de los individuos a un parámetro considerado como la media de las conductas, mientras la ley lo hace hacia un corpus de códigos y textos. 2) La norma distingue a los individuos en función de dicho parámetro —tenido como un optimum que hay que alcanzar—, mientras la ley especifica los actos individuales en función del código. 3) La norma mide cuantitativamente y otorga un valor a las capacidades individuales; la ley califica los actos como permitidos o prohibidos. 4) la norma busca homogeneizar y define la anormalidad; la ley busca la condena y no posee exterioridad —es decir, acepta o condena, pero siempre dentro de la ley. [Ibid., pp. 187 y 188].
[76] Tecnologías de yo, loc. cit.
[77] De las tecnologías del yo se ocupará en una etapa posterior del proyecto, al relacionarlas con el espacio de objetivación del sujeto a partir de regímenes de autovigilancia.
[78] Aun habiendo explicaciones acerca de la naturaleza de las relaciones sociales a partir de las relaciones de producción, o sobre la base de las construcciones significantes, un análisis desde el punto de vista de las tecnologías de poder incluye tanto las relaciones de producción como la construcción del sentido en el lenguaje. Las relaciones de poder no son exteriores a las relaciones de producción; son inmanentes a todo tipo de relación. Cfr. Vigilar y Castigar, pp. 221 y ss.
[79] Ello lo asienta como tesis general en los siguientes términos: «en nuestras sociedades, hay que situar los sistemas punitivos en cierta “economía política” del cuerpo». [Ibid., p. 32].
[80] Idem.
[81] En esto consiste precisamente la constatación de la existencia de un campo de libertad de los sujetos, que se circunscribe a los límites que las relaciones de poder-saber determinan históricamente en un momento dado. Un campo que no es siempre el mismo, cuyos límites pueden verificarse contingentes, y que se modifica en función de los emplazamientos estratégicos de dichas relaciones.
[82] Ibíd., p. 34.
[83] Defender la sociedad, p. 34.
[84] Vigilar y Castigar, p. 35.
[85] Es esto sin duda, como constante en la obra de Foucault, una fuerte crítica velada a la objetividad universal de las ciencias humanas. Aunque su acritud puede llevarse con algo más de radicalidad a todo el campo de lo denominado «científico».
[86] Ibid., p. 30.
[87] Foucault, M. La voluntad de saber, p.17.
[88] Cfr. El uso de los placeres, pp. 8 y ss.
[89] Refiriéndose a este momento, Deleuze dice que el poder nos mete en un callejón que no tiene salida. Pareciera que estamos condenados a un determinismo. Sin embargo, la posibilidad de escapar se encuentra en un movimiento que puede realizarse sobre las relaciones que entablan las fuerzas subyacentes en lo enunciable y lo visible, buscando verterse a la interioridad del sujeto: «Si al final de La voluntad de saber Foucault se encuentra en un callejón sin salida, ello no se debe a su manera de pensar el poder, sino más bien a que ha descubierto el callejón sin salida en que nos mete el propio poder [...]. Sólo existiría una salida si el afuera entrara en un movimiento que lo arranca al vacío, si en el afuera se produjera un movimiento que lo aparte de la muerte.» [Deleuze, op. cit., p. 127].
[90] Ibid., p. 133.
[91] El uso de los placeres, p. 8.
[92] El sentido que para Foucault tiene el término problematización, refiere al «conjunto de las prácticas discursivas y no discursivas que hace entrar a algo en el juego de lo verdadero y lo falso y lo constituye como objeto de pensamiento (ya sea bajo la forma de reflexión moral, del conocimiento científico, del análisis político, etc...)». [Foucault, M. «El interés por la verdad», en Saber y Verdad, p. 232].
[93] Deleuze llama nuestra atención sobre las razones que llevaron a Foucault en El uso de los placeres a estudiar un periodo histórico largo. Comenta que los ejercicios específicos de poder se manifiestan como lugares de mutación, mientras que los archivos tienen una duración relativamente corta. En cambio, en lo tocante a la moral los códigos suelen mostrar una estabilidad prolongada. Olvidamos pronto poderes que ya no se ejercen y saberes que dejan de ser útiles, pero nos saturamos de viejas creencias morales en la que ya ni siquiera creemos: «estamos enfermos de Eros...» [Op. cit., p. 140]
[94] Identificadas con lo que los griegos denominaban «artes de la existencia».
[95] Estas tecnologías practicadas durante el ascenso y posterior consolidación del influjo de la moral cristiana en Occidente, se encuentran asociadas a la inaugural influencia que tuvo la confesión en el desarrollo de las tecnologías del yo durante los siglos recientes, y están relacionadas a su vez con la construcción del tipo de deseo y del sujeto de deseo que llegan modificándose hasta nuestra modernidad.
[96] Cfr. El uso de los placeres, p. 25.
[97] Pues tenía proyectada la elaboración de un cuarto volumen que llevaría el nombre de Los testimonios de la carne. [Ibid., p. 15].
[98] Cfr. Foucault, M. ¿Qué es la Ilustración? Sobre todo el apartado dedicado a lo que llama «actitud de modernidad». Asimismo, la entrevista de H. Dreyfus «Sobre la genealogía de la ética: una visión de conjunto de un trabajo en proceso», en Dreyfus y Rabinow, op. cit., pp. 261-286.; y la entrevista de R. Martin «Verdad, individuo y poder», en Tecnologías de yo, pp. 141 y ss.
[99] «La lucha por una subjetividad moderna pasa por una resistencia a las dos formas actuales de sujeción, una que consiste en individuarnos según las exigencias del poder, otra que consiste en vincular cada individuo a una identidad sabida y conocida, determinada de una vez por todas. La lucha por la subjetividad se presenta, pues, como derecho a la diferencia y derecho a la variación, a la metamorfosis.» [Deleuze, op. cit., p. 139]. «La obra de Foucault está en la línea de las grandes obras que han cambiado para nosotros lo que significa pensar.» [Ibid., p. 155].
[100] Foucault, M. «Poderes y estrategias», en Microfísica del poder, p. 173.




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