Miguel Dávila
Una de las características del pensamiento moderno que podríamos calificar como distintiva es la reflexión que éste lleva a cabo sobre sí mismo como condición indispensable de todo pensar válido. Esta reflexión del pensamiento sobre sí mismo adquirió su forma «canónica» desde la sistematización de la crítica que realizó Kant durante las últimas décadas del siglo XVIII. La determinación kantiana de las condiciones válidas para el uso legítimo de la razón fue el primer esfuerzo riguroso de reflexión que impuso sobre el desarrollo de todo el pensamiento posterior el imperativo de una crítica previa a toda formulación de juicios relativos al conocimiento, a la acción moral y al sentido de la historia.
Pero este esfuerzo por la determinación de usos legítimos de la razón estuvo inscrito dentro de un proyecto de mayor alcance en el que no sólo participó Kant, sino también todos aquellos filósofos que durante los siglos XVII y XVIII tuvieron presente el problema sobre la demostración de universalidad de los juicios en el marco de una polémica sobre la esencia de la naturaleza humana. Este proyecto que desde nuestra perspectiva continúa vigente no ha sido otro que el del esclarecimiento de lo que es el sujeto.
De lo anterior se sigue que el pensamiento moderno posee desde entonces, como uno de sus rasgos distintivos, una disposición crítica respecto a las determinaciones de la experiencia del sujeto. Esta disposición crítica, a su vez, ha configurado una actitud preponderantemente ética a la que se añade la reflexión sobre la actualidad en perspectiva con el pasado y el futuro históricos.
El marco de referencia de la constitución de esta actitud moderna es el modelo de subjetividad que, como ya apuntamos, sistematizó Kant bajo el canon de la crítica. Si tenemos presente las tesis kantianas sobre los intereses de la razón y sobre la diferente naturaleza de las facultades del Espíritu, se entenderá entonces por qué sostenemos que la actitud moderna es preponderantemente ética en la medida en que, de acuerdo con Kant, el interés práctico posee un predominio sobre el interés especulativo; asimismo puede entenderse que afirmemos que dicha actitud mantiene un ejercicio constante de reflexión sobre la actualidad —reflexión que se refiere con simultaneidad al tiempo pasado, presente y futuro— porque la forma en que Kant consigue conciliar los ámbitos de la libertad y de la naturaleza puede traducirse como el proyecto de realización de la unidad última de la experiencia del sujeto dentro de un sistema teleológico.
Creemos pues, que la constatación de nuestras aseveraciones previas es manifiesta en el ejercicio que ahora mismo realizamos volcando sobre el presente documento el resultado de nuestras reflexiones críticas referidas a las determinaciones que han dado forma a la subjetividad que nos distingue como modernos. En otras palabras, sostenemos que desde Kant, y debido a él, los sujetos modernos hemos asumido una actitud frente al conocer, el actuar y el esperar, a la que no escapa someter a revisión la universalidad y necesidad de los límites de nuestra experiencia. Y esto último incluye por supuesto el análisis de las condiciones de posibilidad de la experiencia que postuló Kant. Como puede notarse, se trata de un ejercicio del pensamiento sobre sí mismo, fiel al orden del pensamiento moderno.
Someter la filosofía kantiana a un análisis crítico en nuestro presente responde a las incógnitas que despierta en nosotros la posibilidad de que se produzcan modificaciones de nuestra subjetividad, bajo la hipótesis de la contingencia de ésta última, y al mismo tiempo al reconocimiento de lo determinante que ha sido el imperativo de la crítica para convertirnos en los sujetos que somos. En otras palabras, lo que estamos planteando es la eventualidad de que a pesar de no poder escapar a las condiciones que fijan las formas de nuestra experiencia, dichas formas de experiencia puedan desdibujarse sin que el cambio se atribuya necesariamente a la inercia del despliegue histórico de una subjetividad trascendental. En un principio asumimos como una imposibilidad la renuncia al compromiso del pensamiento, y como consecuencia de ello a la imposibilidad de movernos fuera de los límites de nuestra subjetividad. Sin embargo, sí creemos posible que la propia crítica pueda convertirse en un instrumento que volviéndose con radicalidad hacia sí misma, permita en su propio seno hallar formas de moderar la base que sostiene la universalidad y necesidad que de esos límites de nuestra subjetividad postulara Kant.
Por lo que toca al plan de desarrollo del presente texto, nuestra atención está dirigida a analizar la universalidad del juicio estético por la única razón de que es el mismo Kant quien sostiene que dicho juicio es condición de posibilidad tanto del juicio de conocimiento como del juicio práctico; juicios éstos últimos que son manifestaciones de los intereses de la razón, y por extensión inherentes a la subjetividad. No obstante tal demarcación temática sentimos la obligación de remitirnos, como necesario contexto a nuestro planteamiento, a los demás elementos del pensamiento kantiano debido a que nos hemos convencido de que el conjunto íntegro de esta filosofía buscó la consolidación de una ciencia sobre el hombre que requería de la solidez que las ciencias de la naturaleza habían conseguido en su tiempo. En este último sentido no hay que olvidar que el mismo Kant nos previno de que la crítica es sólo un canon que debemos entender como instrumento con una utilidad meramente negativa, y por ello suponemos que Kant se ocupó de llevar la crítica hasta donde lo hizo sólo para constituir una Antropología exenta de errores, misma que incluye el plan de una Pedagogía y la fundamentación de una Filosofía de la Historia.
El desarrollo de las ciencias de la naturaleza durante los siglos XVII y XVIII representó para el pensamiento de la época el modelo de disposición de los elementos necesarios hacia la obtención de un saber preciso, riguroso y universal. Dicho modelo basó su eficacia en el recurso de parámetros fijos como referencia universal de deducciones. Estos parámetros fijos, por su parte, debieron cubrir el requisito de evidencia lógica como principio de racionalidad. El requisito, entonces, lo cubrió el supuesto de regularidad de los fenómenos naturales. Se procedía entonces desde la elaboración minuciosa de inducciones para posteriormente erigir la proposición legislativa del fenómeno natural como premisa universal de inferencias deductivas. La confrontación entre racionalismo y empirismo resultó por lo tanto de la asunción de posturas respecto a la naturaleza de la síntesis llevada a cabo por el sujeto de conocimiento, pues mientras unos sostenían la existencia de una armonía previa entre la legalidad de la razón y la legalidad de la naturaleza, otros postulaban esa armonía en los términos de una pertenencia indisoluble de la razón a la propia legalidad de la naturaleza. Desde esta perspectiva la diferencia entre empirismo y racionalismo no es tan tajante como pudiera creerse, ya que ambos coinciden en el supuesto de una instancia externa al sujeto como principio legislador de la síntesis racional. Ahora bien, hemos querido acentuar la presencia de los términos «regularidad» y «legislación» en nuestro argumento para proceder a explicar nuestra interpretación del pensamiento kantiano como un discurso que teniendo en cuenta la importancia de la «regla» fija y evidente para aspirar a convertirse en un discurso científico, se orientó hacia la búsqueda rigurosa y sistemática de principios, reglas, leyes y normas en función de una determinación legislada para la realización de los intereses de la razón. Sumado a ello, nuestra interpretación del pensamiento kantiano como discurso legislador incluye la consideración de que Kant tuvo la claridad de distinguir que en lo referente al proceso inductivo del establecimiento de leyes de la naturaleza ni empiristas ni racionalistas —con todos los matices que en la distinción caben— disentían sobre el análisis como la operación intelectual mediante la cual dicha inducción era sin más válida, pues el referente era siempre una regularidad —en este caso de la naturaleza—, pero que la falla de ambas posturas consistía en acreditar la síntesis intelectual, de manera discrecional, a una instancia cuya legalidad no era demostrable apelando a la sola razón. De ahí el descubrimiento de la necesidad irrenunciable de la crítica. Kant requería del diseño de un instrumento que previniese todo potencial error durante el proceso de descubrir los principios y leyes que regulan la síntesis, pero de manera inmanente a la razón.
Una de las claves que permiten comprender el sentido legislador del proyecto general kantiano es la advertencia que encontramos desde el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón pura sobre la necesidad de instaurar un tribunal que establezca la admisión y pertinencia de todo pensar y actuar bajo un orden legal. A partir de esta advertencia habrá que tener presente dos sobreentendidos: El primero es que lo único que se espera como deliberación de un tribunal es el resultado de un Juicio. Lo segundo es que dicho Juicio remite siempre a una Ley como parámetro de comparación del caso singular juzgado. La presunción general es que la ley basada en principios posee universalidad y necesidad; pero por el lado del Juicio, asumido como facultad subjetiva, el rigor de su forma universal y necesaria es algo que presenta cierta opacidad en cuanto a los principios que lo fundan. Tenemos por lo tanto un par de elementos como punto de partida para proceder a la búsqueda de los principios que regulan con fundamento a la razón: Uno es que «hay» juicios (cuestión de hecho), otro es que ese hecho se encuentra obligado a responder por su principio (cuestión de derecho). El primer escollo lo encontramos pues en la necesidad de contar con un Juez imparcial cuyo discernimiento se halle cimentado en principios universales y necesarios. Y es en la cobertura de esta necesidad de imparcialidad donde Kant exhibe los excesos y deficiencias tanto del racionalismo dogmático como del empirismo. La solución kantiana es, según él mismo sostiene, atreverse a andar el único camino que faltaba por recorrer, que no es otro que el de imponer como Juez de la razón a la razón misma.
Si nos permitimos observar con cierta distancia este preámbulo a la cimentación del edificio de la Crítica, podemos interpretar el proyecto crítico en su conjunto como el resultado de una reflexión sobre los «límites». Pensar el «límite» debe remitirnos en casos extremos a la asunción de compromisos ontológicos; a la consideración de «principios», «fines» y «sentidos». Y llevado el pensamiento al esfuerzo de la unidad somos remitidos a la consideración de un solo principio, fin y sentido. Es importante que tengamos presente esta consideración de índole ontológica para que calculemos la dimensión del proyecto de la Crítica mientras tratamos de comprender las determinaciones que Kant estableció para la experiencia del sujeto.
¿Cuáles son, entonces, los límites de nuestra experiencia? Sin duda en Kant encontramos la definición de los límites de la experiencia bajo la forma de una síntesis exitosa entre el dogmatismo racionalista y el escepticismo empirista; posturas estas últimas que entre sí determinaban para la experiencia campos polarizados, excluyentes y cuestionables. Kant sostiene que la experiencia sólo es posible cuando el sujeto es capaz de intuir sensiblemente un objeto y de pensarlo conforme a un concepto. Ahora bien, cuando Kant reconoce el deseo de unidad entre los conceptos que tienen referente empírico y los conceptos que no lo tienen —es decir, aquellos de los que no hay en un determinado momento experiencia—, unidad buscada por la razón, resuelve dicho problema insistiendo en el hecho de que toda experiencia es posible. Con ello refuerza la previa afirmación de que la experiencia depende de la presencia de ciertas condiciones: intuición sensible de un objeto y adecuación de ese objeto con un concepto. Lo que implica que aquellos conceptos de los que no se tiene intuición empírica, y que se presentan como ideales, no son inútiles en tanto que sirven como reguladores para la acción moral; guías para la concreción de experiencias posibles. Como consecuencia, la experiencia posible es una experiencia escindida que sólo logra la unidad en función de fines.
Es conveniente resaltar la noción de «experiencia posible» ya que nuestra interpretación sobre la «escisión» de la experiencia se apoya en la hipótesis de que la búsqueda de su unidad es un hecho que se despliega necesariamente en la temporalidad. Es decir, suponemos que la presencia y función del pensamiento, tal como Kant lo concibe, encuentran su sentido en la utilidad que proporcionan para definir cuáles son los fines comunes a la humanidad y a la naturaleza, y cómo se puede llegar a ellos.
Este discurrir del pensamiento en la temporalidad se manifiesta en una diversidad de formas que terminan orientadas, todas, hacia la consecución de fines particulares que de manera definitiva suponen el futuro arribo a un fin único y absoluto. Estas formas en que se diversifica la manifestación del pensamiento a través de acciones concretas son todos los productos de la cultura: el conocimiento, la religión, la filosofía, la economía, el derecho, el arte, la historia, etcétera. Y si por pensamiento entendemos la adecuación de un objeto al concepto generado (recordado, imaginado, intuido, reflexionado…) por un sujeto, convendríamos en que la «génesis» de un concepto no es más que la demarcación o delimitación impuesta por el sujeto a la realidad, humanamente entendida. Delimitación que implica la presencia implícita y necesaria de un comienzo y de un fin. Un concepto «define» (pone fin, limita) lo que el objeto es, y simultáneamente lo que no es.
A pesar de lo descrito hasta ahora, esta ejemplificación de uno de los estados al que nos lleva pensar al pensamiento, que resulta de sólo detenernos a reflexionar sobre los límites de la experiencia, sabemos que no permite asomarnos a una percepción de otros estados que podría ser diferente, y tampoco creemos necesario ejemplificarlos o describirlos todos, ni buscamos tratarlos bajo una sanción ética, estética o epistemológica. Pero a partir de este ejemplo lo que sí queremos hacer notar es que esta propia forma discursiva de representarlo se encuentra ya dentro de esos mismos límites y es en todo momento incapaz de salir de ellos. Y por lo mismo, un poco irónicamente, si se nos permite, estar completamente de acuerdo con Kant en que esto es todo lo que hacer y pensar es posible.
En resumen, tenemos que el resultado de la imposición de límites a la experiencia del sujeto a través de la recurrencia a leyes y principios fue la de encontrarnos con una experiencia escindida en la que se manifiestan como irreconciliables dos ámbitos de legalidad: el campo de la libertad del sujeto y el campo de la regularidad de la naturaleza. ¿Cómo lograr entonces la unidad de la experiencia? La respuesta de Kant a esta pregunta representa uno de los avances más complejos de la Crítica.
Kant toma en cuenta que en el sentimiento (de placer o de dolor) la experiencia del sujeto manifiesta un juego armónico entre las facultades de la razón, pero que dicho juego no es determinado ni por la legalidad de la facultad de conocer ni por la legalidad de la facultad de desear. Lo anterior supone que encontrar las condiciones a priori de dicha indeterminación es la vía a través de la cual las experiencias «separadas por un abismo» pueden revelar su forma sintética bajo una disposición igualmente legal que se requiere deducir.
Lo segundo que Kant tuvo en cuenta es que el sentimiento es el resultado de una afectación en el sujeto. Pero el encontrar el origen de esta afectación presentaba el problema de determinar la naturaleza de la representación. Pues no podía tratarse de una intuición sensible en la medida en que todo fenómeno es objeto exclusivo del interés especulativo, y tampoco de una Idea de razón en la medida en que dichas representaciones son objetos exclusivos del interés práctico. La primera conclusión, entonces, es que la facultad de sentir es desinteresada. Lo que equivale a afirmar que la forma universal de un sentimiento es la expresión sensible de un juicio puro. La representación que tiene un efecto en el sujeto y que produce el sentimiento bajo un carácter universal corresponde a una forma pura. Pero aquí no se trata de la ley moral ni de la forma esquematizada por la imaginación, representaciones que en su momento corresponden al interés práctico y al interés especulativo de manera respectiva. Como el sentimiento de placer es desinteresado la forma pura de la representación del objeto corresponde aquí a la reflexión de un objeto particular llevada a cabo por la imaginación.
Tenemos por lo tanto el descubrimiento de otra función activa de la imaginación, además del esquematismo que realiza cuando el entendimiento impone su legislación mientras el interés dominante es el de conocer. Lo que en la facultad de sentir refleja la imaginación es por lo tanto la forma de un objeto singular, pero una forma que se abstrae sólo de la particularidad de ese objeto. Es decir, que abstrayéndose de todo lo que de ese objeto pudiera intuirse por vía de la sensibilidad como material, lo que la imaginación realiza es un reflejo que no se somete ni a un interés especulativo ni a un interés práctico.
Contrario a lo que sucedía en las dos primeras Críticas no encontramos aquí ni fenómeno ni causalidad sobre los cuales legisle una facultad en función de su interés. No existe por lo tanto, en la facultad de sentir, la presencia de autonomía, en el sentido en que se aplica para la facultad de conocer y para la facultad de desear. Lo que hay es, consecuentemente, sólo la constatación de condiciones a priori en el sujeto para el accionar de las facultades. En este sentido se nos revela que el Juicio posee en sí mismo la Ley de su propio ejercicio.
Queda pendiente establecer cómo es que la subjetividad del juicio estético puede convertirse en un hecho objetivo por derecho. Aquí decir «objetivo» significa determinar el referente universal y necesario de su principio. En este caso es imposible establecer la objetividad a través de un concepto, ya que si hubiese concepto la pureza del juicio estético desaparecería. Kant sostiene por lo tanto que debe presumirse la «comunicabilidad» del placer como lo único universal y necesario del juicio estético. El soporte legal de esta presunción lo provee una relación con el entendimiento totalmente distinta a la que se establece bajo el interés teórico. Como el reflejo de la imaginación es el de la forma de un objeto singular, pero sin tratarse de la forma de un concepto del entendimiento, la relación que se establece entre la imaginación y el entendimiento es aquí la de asumir al entendimiento sólo como la facultad de los conceptos. La relación se da pues, entre la forma reflejada por la imaginación y un concepto indeterminado del entendimiento. Lo que se traduce en una concordancia entre la libertad de la imaginación y la legalidad del entendimiento. Lo anterior se comprenderá mejor si se recuerda que bajo la legislación del entendimiento en el interés especulativo la imaginación está determinada a esquematizar y sólo a esquematizar. En el juicio estético tenemos en cambio una concordancia entre una imaginación libre y un entendimiento indeterminado.
Cuando se encontró la disposición determinada de las facultades en el interés especulativo y en el interés práctico, Kant habló de un sentido común lógico y de un sentido común moral de manera respectiva. Es así que nos encontramos ante la presencia del sentido común estético como fundamento libre y armónico que provee las condiciones a priori para la determinación posible de los otros sentidos comunes. A este sentido común estético Kant lo denomina gusto. Por lo tanto, el placer que hemos presumido comunicable encuentra su base legal en el establecimiento de las condiciones universales que hacen posible cualquier determinación entre las facultades de acuerdo a sus intereses. Ahora bien, dicha presunción de comunicabilidad del placer estético presenta otra particularidad: Esta comunicabilidad no puede darse mediante el conocimiento, pues implicaría la presencia de conceptos; consecuentemente es sólo comunicable mediante el sentimiento.
No deja, sin embargo, de parecer que la mera presunción de comunicabilidad del sentido común estético es insuficiente para demostrar su universalidad. Por ello debemos recordar que el método trascendental opera con un par de mecanismos para indagar los principios de la síntesis racional: la exposición y la deducción. Kant es conciente por lo tanto de que dicha universalidad debe ser deducida de manera trascendental.
Hasta ahora hemos planteado cuál es la relación que, en el juicio estético, establecen la imaginación y el entendimiento. Pareciera que la razón no desempeña aquí ningún papel relevante. Lo que sucede en realidad es que el juicio estético sobre lo bello, que es aquel del que se han descrito sus condiciones, no es el único tipo de juicio estético. El juicio sobre lo sublime es otro tipo de juicio estético que entraña una relación entre las facultades que pondrá de manifiesto el papel que en ello juega la razón, y derivado de ello la constatación del predominio del interés práctico en la doctrina de las facultades.
Durante la experiencia de lo sublime la imaginación abandona todo tipo de reflexión formal. El sentimiento de lo sublime se experimenta cuando la imaginación se muestra impotente ante lo informe o lo deforme; cuando la imaginación se encuentra ante sus límites. Tanto cuando esquematiza como cuando refleja una forma; cuando la imaginación prepara la espontaneidad de un concepto del entendimiento como cuando presenta una imagen refleja, su capacidad de aprehensión es ilimitada, pero cuando se trata de la reproducción de las partes sucesivas de lo inmenso su capacidad se muestra rebasada y manifiesta su impotencia. Por una parte, la inmensidad se atribuye a la naturaleza sensible, por otra parte hay que recordar que es la razón la que impele a la comprehensión del mundo sensible en su unidad. Lo anterior es otra manera de patentizar que toda la potencia de la imaginación no puede ser comparada con una Idea de la razón.
La imaginación, a través la representación que se hace de la presencia en la naturaleza sensible de aquello que está más allá de su potencia, consigue rebasar sus límites en un movimiento opuesto a su determinación. Es así como la propia imaginación se muestra a sí misma ilimitada en conformidad con la abstracción mediante la cual presenta para sí el infinito. De esta manera, sobre la base de una relación concordante-discordante entre la razón y la imaginación, y tal como se mostró en la segunda Crítica el destino suprasensible de la razón, se evidencia el propio destino suprasensible de la imaginación. Esto último da ocasión para que el alma se asuma como la unidad indeterminada y suprasensible de las facultades. Y como consecuencia final permite asimilar que la concordancia entre razón e imaginación más que supuesta es en realidad original, y su principio es la discordancia.
La génesis del sentido común relativo al sentimiento de lo sublime, aunada a la distinción entre lo sublime matemático y lo sublime dinámico, son los principios trascendentales que señalan el destino moral del sujeto en la medida en que la indeterminación de las Ideas de la razón, tanto en el interés especulativo como en el interés práctico, pone en juego a la razón preparándola para el advenimiento de la ley moral.
Sin embargo, como hasta ahora sólo hemos analizado cómo se funda bajo un principio trascendental del sentido común relativo al sentimiento de lo sublime, restaría comprender cuál es el principio para el sentido de lo bello. La diferencia más notable es que en lo sublime todo es subjetivo: La relación con la naturaleza objetiva es por mera proyección de la imaginación subjetiva. En cambio, en lo bello encontramos, además de la relación subjetiva de las facultades, que dicha relación se da en función de formas objetivas. Esto último impulsa la necesidad de hallar un principio con alcance objetivo. Ahora bien, si en el sentimiento de lo bello el principal impedimento para determinar su condición de efecto de un juicio puro es el de referirlo a un concepto debido a que dicho sentimiento es desinteresado, puede apelarse a que el sentimiento de lo bello puede estar unido de manera sintética a un interés de la razón. El supuesto posee validez por dos razones: La primera es la demostrada preponderancia del interés práctico de la razón, la segunda es la demostración de la génesis del sentimiento de lo sublime como momento en que las Ideas de razón, en su indeterminación, revelan la exigencia de la razón hacia un fin más elevado del alma, en su unidad, que no es otro que el de un destino moral. Sin embargo, un juicio puro sobre lo bello dejaría de ser puro si abandona su condición de desinteresado, por lo que el objeto representante de un interés racional al que se uniría sintéticamente no puede ser ni un concepto del entendimiento ni una Idea de la razón, ya que dichos objetos definen intereses racionales específicos y determinados. Queda por lo tanto averiguar si la imaginación pudiese hacer manifiesta un interés racional. La respuesta de Kant es afirmativa, y ese interés de la imaginación resulta ser el de la presencia de formas bellas en la naturaleza sensible que la propia imaginación es capaz de reflejar. Es así que el interés unido sintéticamente al sentimiento de lo bello no se sitúa sobre la forma bella sino en la materia que ha empleado la naturaleza para producir formas capaces de ser reflejadas en la imaginación. Resta entonces determinar qué tipo de interés es éste, concerniente a la producción de lo bello en la naturaleza. Para ello Kant recurre a la noción de concordancia entre las facultades para la configuración de cada una de las formas puras en que los intereses de la razón presentan su condición universal y necesaria. La concordancia de las facultades en el interés especulativo se establece bajo la legislación del entendimiento sobre los fenómenos; la concordancia de las facultades en el interés práctico se establece bajo la legislación de la razón sobre la causalidad de los seres libres; y como en el juicio estético no encontramos otra cosa que la armonía que se establece bajo el juego libre e indeterminado entre la imaginación y el entendimiento, además de que no podemos inferir una legislación de la imaginación o de ninguna otra facultad sobre la capacidad de la naturaleza para producir cosas bellas, lo que se concluye es que la concordancia existente entre la naturaleza y nuestras facultades es la «inteligencia» de la primera conforme al conjunto íntegro de las segundas; esto sobre todo porque es evidente que no se puede atribuir a la naturaleza interés alguno al producir lo bello. El interés racional se dirige entonces hacia la concordancia de las producciones de la naturaleza con nuestro placer desinteresado.
Con lo anterior descubrimos que la relación de la naturaleza sensible con nuestras facultades no es exclusiva a los conceptos del entendimiento. La naturaleza «da que pensar» más que lo contenido en un concepto. Las relaciones entre la naturaleza y nuestras facultades permiten además de conocer y actuar bajo principios legislados la presencia de analogías entre conceptos del entendimiento e Ideas de la razón mediante la reflexión. Dicha reflexión debe comprenderse como la presentación indirecta, en una Idea, de las materias libres de la naturaleza. Esta presentación indirecta se llama simbolismo.
Llegamos pues a la comprobación de que la concordancia libre e indeterminada entre el entendimiento y la imaginación no es sólo supuesta sino que posee un principio trascendental en función de que bajo el simbolismo el entendimiento ofrece desbordados sus conceptos y la imaginación se releva del esquematismo al que la sometía el entendimiento para así ser capaz de reflejar una forma de manera libre.
En este sentido el interés por lo bello es una manifestación de la unidad suprasensible de nuestras facultades. La Idea del alma representa así un punto de concentración de esa unidad suprasensible, lo que a su vez permite postular el destino de todas nuestras facultades hacia lo moral. En otras palabras, lo bello es símbolo del bien. La relación entre lo bello y lo bueno no es pues analítica sino sintética. Es así como el sentimiento de lo bello prepara el paso del conocer al desear.
Luego de este análisis sobre la demostración trascendental de la doctrina de las facultades hacia la unidad de la experiencia del sujeto faltaría tan sólo comprender en qué consiste el proyecto de su realización, pues lo conseguido hasta ahora es sólo la presentación de los principios que proveen las condiciones de posibilidad para la unidad de la experiencia. El proyecto de síntesis última incorpora de manera paralela, como ya se adelantó, las reflexiones de Kant relativas a la Antropología, a la Pedagogía y a la Filosofía de la Historia. Pero el soporte axial de este proyecto de síntesis es el diseño de un sistema de fines derivado en forma directa de las consecuencias que se desprenden de la propia búsqueda de principios trascendentales para la realización de los intereses de la razón. Consecuentemente tenemos ante nosotros el inicio del camino hacia la especificación de los fines propios e inmanentes de la razón. Nuevamente aquí podemos ver las diferencias entre el empirismo y el racionalismo dogmático que fueron superadas sintéticamente por Kant, pues para el empirismo, por ejemplo, la razón no es propiamente una facultad de fines sino de medios; los fines siempre habían estado, para el empirista, dispuestos del lado de la naturaleza. Para el racionalista dogmático, por su parte, aunque en efecto se reconocía la existencia de fines racionales, se requería siempre de una instancia externa y superior a la razón para postular la armonía entre los fines de ésta y los de la naturaleza.
Llevado el sentido de la revolución copernicana dentro de la constatación del interés práctico como El interés de la razón, nos vemos obligados a sostener que para Kant es el sujeto como cosa en sí el que crea el mundo moral bajo el régimen de una ley autónoma, y que esa creación es el propio mundo de la libertad que es el sujeto como fin en sí mismo. Esta aseveración nos pone delante de otras consideraciones: Los fines de la naturaleza estarían, por lo tanto, en concordancia última con la ley moral. E igualmente, los fines particulares de los sujetos individuales estarían supeditados a una síntesis final que supone el Estado último del género humano.
Debido al evidente despliegue de otras vertientes de reflexión que se desprenden a partir de lo recientemente dicho, deseamos detenernos a apuntar, para un desarrollo más extenso en otra parte de este documento, algunas notas sobre el papel que juega la noción de tiempo dentro del pensamiento crítico desde dos aspectos que llaman nuestra atención: En las exposiciones metafísica y trascendental de la «Estética trascendental» —primera Crítica—, y en los parágrafos dedicados a la relación entre los fines de la naturaleza y los fines de la razón —tercera—, tenemos en común el señalamiento del tiempo como «condición de posibilidad». Aunque pareciera que en los referidos momentos se presenta al tiempo como condición de posibilidad para experiencias de naturaleza diversa, allá del conocimiento, acá de la unidad teleológica, en ambos casos se trata de un «juicio» como factum —por lo que toca a la cuestión de derecho, ya le hemos tratado aquí de manera resumida—. Sabemos que el primer caso Kant lo denomina juicio determinante y el segundo, por conjetural, reflexionante. Sin embargo nuestro interés se centra aquí en la «necesidad» de la presentación del tiempo como condición inalienable de experiencias posibles, y además se presenta como condición de experiencias estéticas, experiencias que implican sensibilidad o sentimiento, experiencias que en última instancia afectan al sujeto con un grado menor o mayor por mediación de lo empírico. Tanto el juicio de conocimiento, como la causalidad del sujeto como cosa en sí, además de la realización de los fines de la razón se dan en el tiempo. Volvemos pues a encontrarnos, aunque de manera indirecta, con cuestiones relativas a la finitud. Y vale la pena aquí tener presente la asociación —quizá un tanto arbitraria— del término «fin» con el de «límite», sobre todo porque la legalidad que se ha esforzado hacer patente Kant, tanto para la razón como para la naturaleza, halla en esto el respaldo contundente de lo a priori por lo que se refiere a sus principios. Es por lo tanto, según una inferencia que más adelante expondremos, la determinación del tiempo, para toda estética, la condición de toda experiencia posible en un sistema de fines.
Kant lleva al nivel de la apercepción la revelación de un sentido común moral, revelación que otros habían puesto sobre la base de un contrato social. Pero el sentido común moral hecho patente por Kant tiene su soporte en un sentido común estético que salva las antinomias que confunden a la razón en tres niveles conflictivos: la legalidad de la naturaleza, la legalidad de la cultura y la legalidad de la propia razón. De forma que la «insociable sociabilidad» puede considerarse una metáfora que debe entenderse aplicable por extensión a los sujetos particulares entre sí, a las facultades de la razón en sí mismas, y a la razón con la naturaleza.
Dentro igualmente de este apunte —creemos que no del todo marginal—, otro de los elementos que hay que traer a cuenta como integrante de las condiciones de realización de los fines de la razón es la Idea de progreso. Se trata de una Idea de la razón que como otras de su tipo sólo tiene realidad reguladora. Es indudable que la presencia del imperativo categórico es la llave que hace que la voluntad pura adquiera una dinámica que se orienta hacia el terreno inteligible de los fines. Por ello el Estado como Idea derivada del progreso debe asumirse como punto de referencia para la adecuación de la causalidad libre y actuante del sujeto hacia lo moral. El progreso como Idea exhibe su necesidad bajo el imperativo del dinamismo que impele la causalidad del sujeto para que, en una última instancia, la disposición moral del hombre se desarrolle con plenitud en la naturaleza bajo la conciliación definitiva entre la cultura y la propia naturaleza. El hecho que refiere de manera indeterminada en el tiempo a la Idea de progreso es la «actitud moral» del sujeto, como causa final; deber del alma libre, universal y desinteresada, que afecta al genero humano en su conjunto.
Pero como hemos insistido, al hecho corresponde una validación por derecho. Y en este caso se trata de la especificación de otro tipo de juicio reflexionante, muy cercano por su legalidad al juicio estético. Partamos pues desde el recordatorio de que las Ideas en el interés especulativo son indeterminadas, lo que les adjudica sólo una función reguladora consistente en otorgar el máximo de unidad a las categorías, unidad que se considera extensiva a los fenómenos tomados en lo que a su materialidad sensible concierne. Dicha unidad admitida como inherente a los fenómenos es una unidad final que se concibe como fin de la naturaleza. Pero esta unidad no deja de ser una presunción; un supuesto. Como el entendimiento no determina la universalidad y necesidad de la materia sensible, sino sólo la legalidad formal de los fenómenos, la unidad de las leyes empíricas debe pensarse como accesible a otro entendimiento que no es el nuestro. A este antecedente podemos sumar la aseveración, de acuerdo al cuadro de las categorías, de que todo «fin» está asociado indefectiblemente a la representación de una causalidad como efecto. La unidad final de los fenómenos debe remitirnos consiguientemente a un entendimiento donde la representación del todo es causa del todo; a un entendimiento intuitivo y arquetípico del cual el nuestro es ectipo. Pero ese entendimiento, sólo postulado —prácticamente—, no se puede pensar como existente, sino sólo como arquetipo del nuestro. Por consiguiente la imposibilidad de concebir la unidad final de los fenómenos bajo otro principio que no sea el de una causa intencional exhibe a nuestro entendimiento su límite. El juicio entonces se construye, por reflexión, imaginando una causa intencional. De tal forma que el concepto de «fin natural» se presenta al entendimiento como derivado de una Idea de razón. Derivado porque el efecto se da en la naturaleza: posee un objeto dado y en eso se diferencia de un concepto del entendimiento porque éste determina su objeto. La relación que entonces se establece entre nuestras facultades durante la reflexión del concepto de «fin natural» es la de una concordancia libre desde la referencia a las leyes empíricas. Esta forma reflexionante del juicio teleológico es, por lo tanto, la alterna del tipo de un juicio estético.
Si desde la segunda Crítica se determinó cómo es que la Idea de razón, a pesar de no tener un objeto determinado, tal objeto es determinable por analogía mediante la causalidad del agente moral, ahora con el concepto de «fin natural» la determinación indirecta y análoga adquiere un nivel de posibilidad validado como principio. De tal forma la determinación de Dios como causa intencional y entendimiento intuitivo se da sobre la base del concepto de «fin natural». La inversión que mediante este procedimiento hace Kant respecto al dogmatismo es evidente: Kant procede de una teleología trascendental hacia una teología reflexionada racionalmente, mientras que el dogmatismo lo hacía partiendo del supuesto de una armonía preestablecida entre teología y razón, donde la Idea es constitutiva y no reguladora, y el juicio teleológico es determinante. Según esto, lo que sostiene Kant es que nuestro entendimiento no juzga fines divinos intencionales en la naturaleza, sino que el punto de partida son los fines que se encuentran en la naturaleza como objeto de reflexión para la conformación de la Idea de una causa divina intencional como condición para la comprensión de tales fines. El sustrato del juicio es empírico y la conjetura de la parte universal de dicho juicio se eleva hacia la Idea de forma reflexionante.
Ahora es oportuno introducir un matiz. Se hace necesario comprender el fondo desinteresado del juicio estético junto a la modalidad sintética del interés al que se éste une, para distinguirlo de la modalidad reflexionante del juicio teleológico con respecto a la relación que en éste se establece entre fines e intereses. En el juicio estético la finalidad es subjetiva y es en sí. Se reduce a la concordancia libre e indeterminada de las facultades entre sí. La relación del juicio estético con la naturaleza es la de una concordancia contingente con nuestras facultades por la presencia de una finalidad sin fin, misma que otorga la validez de su principio. En el juicio teleológico, por su parte, nuestra representación de la finalidad es distinta: Los objetos de la naturaleza, en su objetividad y materialidad son representados como fines y lo que domina en la representación es el concepto de «fin natural», que supone la unidad final de los objetos en su diversidad. La reflexión en el juicio teleológico no es, entonces puramente formal sin concepto, como en el juicio estético, y se procede a la elaboración de un concepto de reflexión sobre la materia del objeto. Aquí el ejercicio libre y armónico de nuestras facultades se funda en un abandono de la acción legisladora que el entendimiento ejercía en el interés especulativo, siendo este mismo abandono una acción del propio interés especulativo. Consecuentemente el concepto de «fin natural» conlleva un efecto de la facultad de conocer sobre la facultad de sentir.
El concepto de «fin» está pues condicionado por la finalidad formal estética, este concepto de fin sumado al propio de finalidad se aplica a la naturaleza. Así la propia reflexión sin concepto prepara la formación de un concepto de reflexión. Por consiguiente, el sentido común teleológico soporta al sentido común lógico (interés especulativo), aun cuando ya lo había preparado el sentido común estético bajo la figura del libre juego entre las facultades.
Se acumulan por lo tanto argumentos para afirmar que el juicio reflexionante, tanto estético como teleológico, es punto de concentración y síntesis de la experiencia del sujeto en su unidad. El «interés fundante» por lo bello deriva en la constatación de nuestro destino como seres morales y la supremacía del interés práctico. La teleología revela una concordancia libre entre las facultades en el interés especulativo. Sobre estas bases podemos comprender que las dos formas del juicio reflexionante hacen posible el paso del interés especulativo al práctico y preparan la preponderancia del segundo. Simultáneamente la finalidad hace posible la realización de la libertad en la naturaleza.
Es así como Kant concluye la síntesis de las experiencias divididas en la experiencia «limitada» por fines. Se trata, como ya sostuvimos, del proyecto de un Sistema cuya legalidad está conformada por una doctrina de facultades en las que el concepto de «finitud» hace entrar en juego los propios conceptos adyacentes al mismo, como lo son los de interés, ley, principio, causalidad, etcétera; y el establecimiento de relaciones entre las facultades lo dispone la crítica como el instrumento que otorga al Juicio una validez inmanente.
Ahora bien, retomando la orientación del presente texto hacia la confrontación de nuestra hipótesis principal —relativa a la contingencia e historicidad de nuestra subjetividad— ante las tesis kantianas, apelamos a la ampliación de nuestra perspectiva, en los apartados siguientes, sobre la base de una relectura menos complaciente de los momentos en que se establecen las génesis del sentido común estético y del sentido común teleológico, aunada a reflexiones sobre el sentido «determinado libremente» de cierta subjetividad que se postula —además de en una serie compleja de escritos kantianos— en la Antropología en sentido pragmático.
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