La soberanía como modelo de práctica docente
Miguel Ángel Dávila
El presente texto es un llamado de atención sobre un aspecto de la práctica docente que a nuestro parecer se encuentra velado debido sobre todo a la preponderante preocupación por encontrar recursos más eficaces para optimizar los aprendizajes. Ese aspecto generalmente desatendido es la dimensión política que, como toda actividad humana dentro de una sociedad, posee la práctica docente.
La ausencia de una conciencia política por parte de los docentes no debe confundirse con la sana ausencia de una contaminación de los contenidos académicos con las ideologías políticas existentes o con la perorata panfletaria. Nos referimos más bien a la falta de comprensión de los efectos que en las relaciones concretas entre los individuos provocan las prácticas acríticas que son incapaces de salir de sí para cuestionar sus fundamentos como hecho humano.
¿Cuáles son, entonces, los efectos que en lo político tiene la práctica docente tal y como ésta se lleva a cabo en la actualidad? Para tratar de responder a esta pregunta es necesario tener en cuenta lo siguiente:
a) No existen saberes desinteresados. Todo discurso que pretenda el estatuto de científico y verdadero se encuentra inmerso en un tejido de relaciones de poder sobre el cual busca incidir.
b) La adecuación de las prácticas de sometimiento y sumisión a los discursos que sostienen de manera dogmática lo que “es” y lo que “debe ser”, impone cercos normativos y coercitivos que regulan las actividades de los individuos a través de una economía de las fuerzas y capacidades distribuidas en tiempos y espacios.
Contrario a la creencia de que las condiciones de posibilidad del conocimiento existen de manera previa en todo sujeto, algunos estudios de mediados del siglo pasado han demostrado que el conocimiento y la figura del sujeto de conocimiento son acontecimientos que surgen como resultado de luchas y confrontaciones de naturaleza política. El conocimiento es siempre una relación estratégica en la que el hombre esta situado. Esto significa que no existe un tipo único de sujeto de conocimiento, mismo que hubiera atravesado los siglos de la historia de la humanidad corrigiendo su acercamiento a la verdad conforme se apegaba más a la racionalidad. En lugar de este sujeto trascendental, momento eterno de unidad y concentración de todo sentido, lo que ha habido a lo largo de la historia son tipos diversos y heterogéneos de sujetos, de modalidades de conocer, de dominios de objetos por conocer, y todo ello en función de las formas que han ido adquiriendo los encuentros y desencuentros que se suceden en la trama de relaciones políticas entre los hombres.
Todo discurso, científico o no, carga tras de sí la intención de dominar aquello de lo que se habla o con quien se habla por medio de su aspiración a ser reconocido como verdadero. La verdad misma tiene una historia. Historia que no consiste en el despliegue de una verdad eterna y única que poco a poco va descubriéndose a los hombres, sino que son los mismos hombres los que en el fragor de sus batallas políticas han hecho emerger diversas verdades adecuadas cada una de ellas al momento histórico único, irrepetible y específico que vivieron.
Por lo que toca a nuestra segunda tesis habremos de comentar que la aparición de las nociones de sujeto y objeto como correspondientes entre sí e inseparables, data apenas de hace unos siglos. Ellas han prefigurado el sentido de nuestra investigación científica y de las formas de gobierno de los Estados actuales. Las críticas a esta disposición racional han permitido identificar que los sujetos se constituyen bajo una acción simultánea de tres niveles de relaciones: 1. Las relaciones que el sujeto establece con el discurso que se asume como verdadero, 2. Las relaciones que el sujeto establece con los otros sujetos, 3. Las relaciones que el sujeto establece consigo mismo. Urdimbre de lazos que corresponden respectivamente al ámbito del conocimiento, al ámbito político y al de lo ético. Relaciones que, aunque específicas, actúan en simultaneidad.
Bajo esta dinámica de relaciones y en función de las fuerzas efectivas que se han desplegado, nuestra sociedad actual ha dado lugar a la aparición de sujetos cuya corporeidad, capacidades y energía se encuentran distribuidas dentro de una economía de tiempos y espacios —hay un lugar y un momento específicos para decir y hacer cosas específicas— que permite someterlos a un control político basado en técnicas de vigilancia, exámenes referidos a lo que se considera como normal, y pequeñas, minúsculas y profusas sanciones cuyo efecto es imperceptible de manera inmediata, pero que en conjunto, a escala social determinan el tipo de orden político y económico que nos organiza.
Estos mecanismos de subjetivación tienen en las instituciones establecidas su núcleo central de operación. Así, la escuela, el hospital, la fábrica, la oficina, la prisión, la familia, y todas las demás instituciones modernas hacen uso de estas técnicas de normalización para mantener sólido y funcionando el orden social que nos caracteriza históricamente. Pero esto no quiere decir que existe un centro desde el cual irradia el poder que nos somete, sino que el poder se ejerce desde todas partes, de manera anónima, en función del tipo de relaciones que establecemos con la verdad, con los otros y con nosotros mismos, y que condicionan el tipo de sujetos que somos.
Mediada por esta lectura puede comprenderse mejor la afirmación de Freire que sostiene que
La educación no se vuelve política por causa de la decisión de este o de aquel educador. Ella es política.
[…]
La raíz más profunda de la politicidad de la educación está en la propia educabilidad del ser humano, que se funda en su naturaleza inacabada y de la cual se volvió conciente. Inacabado y conciente de su inacabamiento, histórico, el ser humano se haría necesariamente un ser ético, un ser de opción, de decisión. Un ser ligado a intereses y en relación con los cuales tanto puede mantenerse fiel a la eticidad cuanto puede transgredirla. Es exactamente porque nos volvemos éticos por lo que fue creada para nosotros la probabilidad de violar la ética.[1]
Visto con más radicalidad, nos atreveremos a afirmar que el deseado aprendizaje de contenidos, o la adquisición de habilidades por parte de los alumnos, no son el fin último de la institución escolar desde el punto de vista de su auténtica función social, sino los medios a través de los cuales dominan las prácticas cotidianas de sujeción a la disciplina con miras a la normalización de los jóvenes para entregar al mecanismo de producción de bienes superfluos y de consumo irracional cuerpos dóciles y aleccionados para mantener sin cambios sustanciales el orden político vigente.
Fin de nuestro diagnóstico: El docente, por lo general, no es conciente de que él mismo es un sujeto disciplinado y normalizado que se encarga a su vez de disciplinar y normalizar a otros sujetos. Hecho este último que nos motiva a reiterar que la neutralidad política de la escuela no existe.
Sin embargo también creemos que hay una posibilidad de crear alternativas hacia prácticas docentes que ofrezcan resistencia a los procesos de subjetivación que nos han sido impuestos. Es por esto por lo que para nosotros es de radical importancia la identificación de lo trascendente que es para la formación del alumno lo que en general puede ser considerado como insignificante. Trátese de un gesto, un comportamiento, una actitud, una postura corporal, una reacción del temperamento, una disposición del carácter, la personalidad del profesor, así como todo aquello que está latente como elemento de toda potencial experiencia para el alumno; aquello ante lo que siempre está expuesto y que es menospreciado y desdeñado por carecer de estatuto científico y de enseñanza formal, pero que sin embargo enseña de igual manera y ocasionalmente con más impacto que lo que pretenden enseñar la gran mayoría de los profesores bajo la égida solemne de eficaces, modernas, y revolucionarias técnicas psicopedagógicas.
Volviendo a Freire, él sostiene que es imprescindible reflexionar sobre el carácter socializante de la escuela, lo que hay de informal en la experiencia que se vive en ella, tanto lo que forma como lo que deforma.[2] Y sobre todo reflexionar sobre el impacto que esa formación informal de y en los sujetos tienen en nuestra sociedad.
La enseñanza de un contenido no es un fin en sí misma, sino un medio que puede ser aprovechado favorablemente para dar el mejor de nuestros ejemplos como ciudadanos éticos. Aunado a lo anterior hay que reconocer el oportuno momento en que se encuentran nuestros alumnos, que buscan en torno suyo modelos de actitud y de comportamiento para imitar, en la vorágine de su propia y solitaria conformación como entes sociales.
Pretender dejar de ser los sujetos que somos bajo el régimen de relaciones concretas que establecemos es algo que reconocemos imposible, en la medida en que nuestra subjetividad se constituye en función de relaciones con otros sujetos y con un discurso dominante. No podemos dejar de ser el tipo de sujetos que somos. Este mismo ejercicio crítico se hace desde ahí. Somos el resultado y el proceso de una construcción histórica que rebasa por mucho el alcance de un poder individual. Renunciar a esta racionalidad implica instalarse en la locura. Y aun así, los mecanismos de normalización disponen de un lugar propio para el loco dentro del orden discursivo convirtiéndolo en objeto de estudio para alguna ciencia. Mecanismos que funcionan definiéndolo, encerrándolo, excluyéndolo, vigilándolo y examinándolo. Esto se traduce en que no parece existir forma de escapar a los controles que el orden social vigente establece sobre nuestra materialidad y nuestro pensar. Sin embargo, parece vislumbrarse una sola posibilidad de experimentar formas inéditas de ser sujeto en el terreno de las relaciones que el sujeto establece consigo mismo.
En este sentido, nuestra propuesta de práctica docente, políticamente conciente, debe ser recibida como si se tratase de una apuesta. Su contenido es abiertamente conjetural, y por ello apela al azar, a la discontinuidad y a la experimentación. Sugerimos el ejercicio de una configuración del docente como modelo ejemplar de comportamiento basado en lo que hemos dado en llamar actos soberanos del individuo sobre sí mismo.
La noción de soberanía es rica en acepciones, por lo que deseamos precisar su uso hacia ese espacio en el que el individuo es poseedor absoluto de sus recursos —su cuerpo, su pensar, su sentir— para dar forma y contenido a una actitud ética centrada en una renuncia cauta, inteligente y estratégica a la heteronomía. Una actitud más que autónoma, pues la autonomía no deja de estar referida a lo externo. Es decir, una actitud que se acompañe del desarrollo de un modelo de pensamiento y de actuación que dé lugar a la emergencia de un tipo de individuo capaz de figurar como ejemplo de autarquía para todos aquellos ante quienes voluntaria y deliberadamente se expone.
Para tratar de delinear con mayor nitidez los rasgos de esta figura bastante borrosa que imaginamos como ente soberano recurrimos ahora a una comparación un poco superficial como vía de aproximación. Nosotros ubicamos la disposición soberana más en una actitud que en un tipo de comportamiento. Un comportamiento va siempre acompañado de una actitud. Pero la actitud es mucho más general que el comportamiento. Todo comportamiento está condicionado, en cambio, la actitud está dispuesta sobre un terreno más amplio de elección. Lo que aquí se propone es la prioridad intencional y subrepticia de una actitud creadora de espacios de libertad, para sí y para los otros; creadora de opciones que linden de manera estratégica y lúcida con los límites del comportamiento normal y normalizado buscando una oportunidad para la brillante trasgresión.
Para concluir, y a tono con lo hasta aquí expuesto, sostenemos que un debate que no sea capaz de un verdadero esfuerzo de exterioridad respecto a su propio nivel de alienación será siempre un debate falso y estéril, porque jamás escapará del ensimismamiento en el que lo tienen las creencias dogmáticas y la inercia de las prácticas.
[1] Freire, Paulo. Pedagogía de la autonomía [Trad. Guillermo Palacios], México, Siglo XXI, 2002 (c1997), p. 106.
[2] Cfr. Ibid., pp. 43 y ss.
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