martes, 28 de mayo de 2013

Estética: Teoría para una síntesis de la experiencia subjetiva

Estética: Teoría para una síntesis de la experiencia subjetiva

Miguel Dávila

Son muchas las consecuencias que derivaron del cambio de perspectiva sobre la observación del mundo que dio origen al pensamiento moderno. Pero quizá la consecuencia que más efectos sigue produciendo en todos los ámbitos de la experiencia humana es la escisión de la propia experiencia[1].
            La preponderancia que tuvo el interés por dar una respuesta satisfactoria al problema sobre las características y elementos del conocimiento verdadero, a partir del nacimiento de la manera moderna de pensar, produjo que los ámbitos de la acción y la invención humanas quedaran separados de la «unidad» con el «todo» que suponían las metafísicas de la Antigüedad y del medioevo.
            El énfasis en el papel productor del sujeto, papel que se consiguió a través del acto fundacional de la conciencia de sí como referente de validez y verdad de todo conocimiento, separó al sujeto de todo aquello que no es él. El momento de la aparición del sujeto racional auto-conciente es el mismo momento de la aparición del objeto como lo absolutamente otro. De manera que todo lo que no es el sujeto, es objeto (res cogitans/res extensa).
            La experiencia quedó así dividida —temporal y espacialmente— en situaciones que dependen de ciertas circunstancias, donde el sujeto se relaciona de forma alternada con las cosas (campo vinculado al conocimiento), con los otros sujetos (campo de lo moral) y con aquello que es capaz de imaginar y que le puede sugerir trascendencia (campo de invención y de creación).
            La influencia del pensamiento renacentista sobre los filósofos de los siglos XVII y XVIII, específicamente en lo relativo a la mensurabilidad y explicación matemática de que son susceptibles los fenómenos físicos, se manifestó en una búsqueda análoga al modo de proceder científico que pretendió encontrar principios que permitieran la explicación deductiva de todo acontecimiento natural y de todo acto volitivo. Lo que se tradujo en el traslado del método hacia la búsqueda de soluciones para los problemas clásicos de la filosofía.[2]
            No obstante, este intento por someter a explicaciones rigurosamente racionales ciertos ámbitos en los que las regularidades no se manifiestan de manera explícita, fue uno de los primeros escollos que hacían que dicho intento de explicación no resultase suficientemente satisfactorio. Entre esos campos que se sometieron a análisis podríamos mencionar, sólo como ejemplo, las producciones que han resultado de la manifestación concreta del propio pensamiento humano en el proceso de civilización de Occidente, algunas de ellas en fases de gestación coetáneas a la aparición del racionalismo, como el conocimiento, la religión, la filosofía, la economía, el derecho, el arte, la historia, etcétera. La diferencia principal entre el éxito de la filosofía de la naturaleza y las dificultades que enfrentaban otros tipos de investigación estribaba en que todo objeto que permitiese su definición a través de un concepto era altamente determinable; en cambio, ciertos objetos presentaban un grado tal de indeterminación que obstaculizaban en mucho la posibilidad de ser definidos por un concepto con universalidad y necesidad. Uno de esos objetos era el hombre mismo. De ahí que entonces se escribieran tantos tratados que buscaban dar estatuto científico a investigaciones que hoy se caracterizarían como psicologías o como antropologías.[3]
            Este ímpetu deductivo es asimilable igualmente como una propensión intelectual centrada en el análisis, en la descomposición del todo en sus partes, en la segmentación y aislamiento de campos delimitados de estudio que permitían la comprensión de funcionamientos específicos. Pero es precisamente en la consecuente demanda de una síntesis posterior, en el imperativo de búsqueda de la unidad última y definitiva, donde las respuestas de los iniciadores de la modernidad encontraron siempre las mayores dificultades. Todas las respuestas dadas mediante sus síntesis se vieron —y se siguen viendo— objetadas. La oposición más fuerte a las síntesis deductivas de entonces fue, obviamente, la de quienes veían en la inducción el recurso a través del cual se podría obtener una respuesta última; sólo que ésta consistía en un escepticismo que implicaba la renuncia a toda universalidad. La tendencia materialista de estos últimos pensadores derivaba hacia una determinación exclusivamente objetiva de la naturaleza humana. La constante, como puede observarse, terminaría siendo la búsqueda de una determinación genérica para la subjetividad.
            Uno de los elementos que resulta de crucial importancia para el intento de unidad del «todo dividido», en las filosofías que referimos, es la irrenunciable presencia de la noción de tiempo. Ya que al haber sido reconocida la necesidad de dotar al pensamiento, a la acción y a la invención humanos de un sentido hacia la integración de la experiencia, se supuso que toda síntesis era solamente posible en función de los progresos cualitativos y cuantitativos del mismo conocimiento, del mismo desarrollo moral y de la misma capacidad inventiva de la humanidad. Lo que dio lugar a filosofías orientadas por fines dispuestos en un punto indeterminado del tiempo futuro. Fines individuales regidos por principios universales de moralidad que se sumarían a fines generales de la humanidad, los que a su vez encontrarían su último sentido en la síntesis postrera junto a los fines de la Naturaleza.
            El tiempo mismo, en una de las filosofías ulteriores a este periodo, es considerado de una necesidad fundamental para la posibilidad de todo juicio. Y no habría que perder de vista que el juicio —además de los desempeños clave que juega en la Ética y en la Estética, al debatirse en estos terrenos la naturaleza del juicio de valor— es la operación fundamental del entendimiento. De necesidad fundamental, decíamos, ya que la subordinación de un concepto singular o particular dentro de la comprehensión de un concepto universal no puede darse de otra forma que en el tiempo.
            Esta consideración que hacemos ahora del tiempo —bajo una referencia implícita a Kant— tiene la intención puntual de enfatizar el carácter escindido de la experiencia moderna. Pues la hipótesis central del presente texto consiste en destacar la importancia que tuvo la creación de la Estética como un campo autónomo y sistemático de estudio a través del cual la anhelada síntesis de la experiencia es finalmente posible, al conseguirse superar mediante dicha autonomía los límites que imponían los procedimientos exclusivamente racionalistas y los procedimientos exclusivamente empiristas. Por lo que resulta ahora indispensable, antes de volver a la revisión del proceso que dio lugar al surgimiento de la Estética, aclarar lo que entendemos aquí por experiencia y por qué la afirmamos dividida.
            Sin pretender ser exhaustivos apelaremos a la definición que Kant dio de experiencia, por la razón de que la consideramos una síntesis exitosa entre el dogmatismo racionalista y el escepticismo empirista; posturas estas últimas que entre sí determinaban para la experiencia campos polarizados, excluyentes y cuestionables.
            Kant sostiene que la experiencia sólo es posible cuando el sujeto es capaz de intuir sensiblemente un objeto y de pensarlo conforme a un concepto.[4] Ahora bien, cuando Kant reconoce el deseo de unidad entre los conceptos que tienen referente empírico y los conceptos que no lo tienen —es decir, aquellos de los que no hay en un determinado momento experiencia—, unidad buscada por la razón, resuelve dicho problema insistiendo en el hecho de que toda experiencia es posible. Con ello refuerza la previa afirmación de que la experiencia depende de la presencia de ciertas condiciones: intuición sensible de un objeto y adecuación de ese objeto con un concepto. Lo que implica que aquellos conceptos de los que no se tiene referente empírico, y que se presentan como ideales, no son inútiles en tanto que sirven como guías para la acción moral: guías para la concreción de experiencias posibles. Como consecuencia, la experiencia posible es una experiencia dividida que sólo logra la unidad en función de fines.
            La primera división de la experiencia que Kant deduce —algo que podríamos denominar la primera demarcación de experiencias parciales— se da, por lo tanto, entre una experiencia al nivel de nuestro conocimiento y una experiencia práctica que implica la comunicabilidad del saber verdadero (un saber moral). Poco después Kant se encuentra con el problema de cómo orientar las voluntades individuales (voluntades prácticas) hacia los fines últimos y comunes, al presentar éstos una obligatoriedad que se enfrenta contra el albedrío ignorante de los sujetos. La imposibilidad de apelar a la coerción, dado que el fundamento de la libertad para Kant es la autonomía, le lleva a encontrar en la experiencia estética el ámbito en el que la identificación entre los fines, particulares y general, es absoluta. En otras palabras, Kant sostiene que la comunicabilidad y consenso del gusto estético son absolutos e incondicionados, y habiendo en ello un juego libre e indeterminado de las facultades de la razón —que incluyen el entendimiento y la voluntad—, dicho juego supone, en términos de lo posible, la identidad teleológica entre la verdad, la bondad, lo bello y lo sublime.[5]
            Tenemos así tres campos en los que la experiencia se encuentra escindida (epistémico-ontológico, ético y estético), y que desde Kant hasta nuestros días han sido los privilegiados alrededor de los cuales ha girado el pensamiento filosófico moderno en aras de hallar soluciones a los problemas de la humanidad.[6]
            Pudiera objetársenos, entre otras cosas, que ni es a partir de Kant ni es sólo de Kant cuando y desde donde se han determinado los límites de nuestra experiencia. Sin embargo, lejos de desdeñar o minimizar cualquier reconvención semejante, creemos que lo importante en todo caso, como ya adelantábamos, es hacer notar la importancia que cobra la Estética como ámbito de posibilidad para la unidad de la experiencia. Además, nuestra recurrencia al pensamiento kantiano no es aquí otra cosa que un referente que queremos sirva para ilustrar con cierta generalidad cómo la definición de nuestra experiencia, y aún más, la búsqueda de la unidad de nuestra experiencia exhibe con extrema nitidez los límites dentro de los cuales se desenvuelve la existencia.

La aparición de la Estética se da en el seno de un largo debate que se centra principalmente en la oposición entre los defensores del entendimiento racional como capacidad que provee de verdad todo conocimiento, por una parte, y los que defendieron como dicha capacidad a las intuiciones sensibles, por el otro. Además, a esta oposición se suma la localización del problema del juicio de valor relativo a lo bello como punto idóneo de concentración en el que se puede dirimir la objetividad de todo juicio —en este caso, del gusto por lo bello.[7]
            Un breve resumen del desarrollo que dio lugar a la aparición de la Estética puede facilitarse si tomamos como punto de referencia los intereses en que queda dispuesta la persecución de fines en la temporalidad. Pero también habría que destacar el origen de tales intereses, según las filosofías referidas: El entendimiento, por lo tanto, como facultad de todo sujeto, posee un interés especulativo; la voluntad posee un interés práctico; y la imaginación, quizá sin interés alguno, despierta entre el entendimiento y la voluntad un juego en el que aparece de forma indeterminada todo aquello que pudiera esperarse del futuro. Y si a esta estructura de análisis agregamos que el entendimiento, la voluntad práctica y la imaginación eran reconocidos por los filósofos como facultades inherentes a todo sujeto, la disposición jerárquica de esas facultades distinguía el tipo específico de subjetividad que cada una de las posturas teóricas enfrentadas determinó. Pero con una coincidencia que debe llamar nuestra atención: La imaginación, en una primera etapa del debate, siempre estuvo relegada al último nivel en toda jerarquía.
            Como podemos ya adivinarlo, la aparición de la Estética como disciplina sucede en el desplazamiento de la imaginación dentro de la jerarquía de las facultades; desplazamiento que recorre un accidentado trayecto, bajo la observación crítica y mediante las aportaciones de las filosofías que se ocuparon del estudio de lo bello.
            Una secuencia, ni rigurosamente cronológica ni mucho menos jerárquica que nos puede ayudar a obtener una perspectiva general de este proceso es la siguiente: De manera posterior al predominio de un clasicismo racionalista, que evidentemente desdeñaba en todos los aspectos el papel de la imaginación como facultad, nos encontramos con una corriente «intuicionista» que se hallaba comprometida con una noción metafísica de lo bello; entre los representantes de esta corriente se encuentran Shaftesbury y Hutcheson.[8] Más tarde aparece otra tendencia que sostiene que el acceso a lo bello no se da por medio de una metafísica, sino a través de cierta predisposición psicológica (de orden materialista) que pone el acento en la sensibilidad (De Addison hasta Hume). Un poco marginalmente, aunque no sin importancia, quisiéramos destacar que es a partir de esta variante «psicologista-sensualista» cuando se comienza a vincular con mucha más fuerza, dentro de una matriz común, todo juicio de valor; lo que conlleva una cercanía más profunda entre el juicio de gusto y el juicio moral. De manera que las relaciones entre lo bello, la moral y el establecimiento del orden social se hallan mucho más vinculadas a partir de las reflexiones que se llevan a cabo en el seno de esta corriente. Detrás de estos análisis se encuentra, consecuentemente, el postulado sobre la necesidad de educar el gusto por lo bello como recurso de cohesión social; educación que permitiría el establecimiento de una moral unívoca.
            Finalmente, la sensibilidad —que hubo atravesado un cernidor de índole psicologista—, como capacidad de acceso no mediado a lo bello deriva, atravesando recomposiciones y añadidos, hacia una conversión que le va definiendo como sentimiento.[9] Este último resultado se trama de manera integral a lo largo del proceso de determinación de cierta psicología; misma que se conforma bajo una síntesis racional-empírica. Lo que esta psicología unificadora consigue establecer es la autonomía de la Estética como campo teórico con método y objeto de estudio propios.[10] Baumgarten, diseñador de esta compleja síntesis concibe el alma como una fuerza representativa (Gamüt). La clave de su teoría se encuentra en que dentro de esta capacidad de representación del alma (sensible y racional a la vez) no hay una jerarquía de las facultades. Contrario a estar dispuestas en una jerarquía, las facultades, con un mismo nivel de importancia, sólo se diferencian como distintas porque se ocupan, cada una de ellas, de campos distintos de la realidad. Por lo que toca a la realidad, Baumgarten advierte que ésta presenta campos que son claros y campos que son confusos; ambos campos, sujetos a la representación del alma son sometidos a una gradación entre representaciones intelectuales y sensibles. Las representaciones intelectuales son claras y distintas, las sensibles oscuras y confusas. Estas representaciones confusas constituyen un tipo de conocimiento inferior, pero nunca desdeñable. Se trata de un campo de verdad referido a sentimientos, emociones y pasiones que se dan en el presente. Y la importancia del señalar el presente como momento de verdad en los sentimientos se debe a que permite explicar el papel que aquí desempeña la imaginación; papel que consiste en la ayuda que presta a la sensibilidad y a la razón al goce del ahora a través del recuerdo de lo pasado. La imaginación, en la teoría de Baumgarten es fuente de representaciones; es creadora y recreadora.
            Como podemos constatar a través de este apretado resumen, la aparición de la Estética responde en muchos sentidos a la necesidad de constituir una subjetividad que al encontrarse separada de todo lo que no es ella, requirió obtener un grado tal de capacidad creativa e inventiva para poder sintetizar bajo una nueva e inédita forma de unidad todos los campos en que su experiencia se encontraba dividida. Tras el fracaso del conocimiento aislado como recurso de síntesis, mismo fracaso que arrastraba consigo a la voluntad desorientada, la recuperación de la imaginación como fuente de recursos inventivos y portal de posibilidades se convirtió en la alternativa para la superación de los límites de una subjetividad puramente racional y de una subjetividad puramente empírica. El recorrido del pensamiento a lo largo de esta evolución puede igualmente leerse como un tránsito del predominio de la objetividad hacia el predominio de la construcción de la subjetividad, bajo un interés constante de dotarla con características universales y necesarias. Proceso que nosotros consideramos aún no concluido, y cuya vigencia es de notable importancia en nuestro presente.
            La síntesis que la experiencia estética favorece estriba, a partir de Baumgarten, en la recuperación de la corporalidad material que había perdido el sujeto tras el ímpetu racionalista, pero sin los excesos del escepticismo materialista. Esta recuperación del cuerpo se traduce en un atado de relaciones reales y concretas que el sujeto establece con lo que en su momento presente se tome como verdadero (ámbito del conocimiento), de relaciones que en función de esa verdad establece con otros sujetos (campo de lo moral), y de relaciones que establece con su propio cuerpo y su pensamiento; lugar éste último que es campo soberano de experimentación e invención (indudablemente estéticas). Todo de forma simultánea, permitiendo así que los fines dispuestos en la temporalidad puedan ser sometidos a revisión crítica, a razón de la búsqueda de nuevos sentidos.[11]
            En este sentido debemos traer a reflexión, no de forma añadida sino por razón de la observancia de nuestra propia subjetividad —irrenunciablemente moderna—, que la unidad de la experiencia que se consigue en el ámbito estético —como creador, como receptor de una obra, o como afectado por una belleza natural— incorpora en sí, en el instante presente y no en el futuro, vínculos del sujeto con el orden moral establecido y con las formas con que se objetiva la realidad a través del conocimiento. Por lo que creemos que habría que agotar las posibilidades que nos ofrece aun ahora la experiencia estética como lugar de experimentación y síntesis, no necesariamente dialécticas.
BIBLIOGRAFÍA

Addison, Joseph. Los placeres de la imaginación y otros ensayos de The Spectator [Ed. Tonia Raquejo], Visor (La balsa de la medusa)

Cassirer, Ernst. Filosofía de la Ilustración [Tr. Eugenio Ímaz], México, FCE, 1950, 405 pp.

Hutcheson, Francis. Una investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza [Tr. Jorge V. Arregui], Madrid, Tecnos, 1992, 90 pp., (Clásicos del pensamiento)

Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura [Tr. Pedro Ribas], Barcelona, RBA, 2002, 2 tomos, 690 pp.

Rosales Rodríguez, Amán, «Historia - moralidad - progreso: apuntes sobre la actualidad filosófica de la Ilustración escocesa», en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, Universidad de Costa Rica, 2003, 20, pp. 79-105.

Shaftesbury, Anthony A. C. Tercer Conde de. Carta sobre el entusiasmo [Tr. Agustín Andreu] Barcelona, Crítica (Grijalbo Mondadori).

______            Los moralistas [Tr. Jorge V. Arregui y Pablo Arnau], Barcelona, Ediciones Internacionales Universitarias.

______            Sensus communis. Ensayo sobre la libertad de ingenio y humor [Tr. Agustín Andreu, Valencia, Pre-textos.
           
Shiner, Larry. La invención del arte. Una historia cultural [Tr. Eduardo Hyde y Elisenda Jubilert], Barcelona, Paidós, 2004.





[1] En adelante dejaremos de referirnos a la experiencia como «humana», por el sentido redundante que adquiere con la adjetivación. Sirva el actual caso sólo para anunciar cuál es la categoría central de nuestro análisis. La experiencia está aquí entendida como el terreno donde el sujeto establece nexos con las cosas y con otros sujetos.
[2] Cfr. Cassirer, E. Filosofía de la Ilustración, pp. 304 y ss.
[3] Cfr. Ibíd. p. 328. El problema fundamental de la estética no se encuentra en su relación con el conocimiento de la naturaleza, sino por su relación con el problema de la naturaleza humana. De ahí que sea central identificar cómo se produce la definición de una subjetividad en torno a la definición de lo verdadero, lo ético y lo estético.
[4] «[…] toda experiencia contiene, además de la intuición sensible mediante la cual algo está dado, el concepto de un objeto dado o manifestado en la intuición.» [Kant, Crítica de la razón pura, B126, p. 126].
[5] Cfr. Shiner, Larry. La invención del arte. Una historia cultural, p. 209.
[6] La histórica parcelación del conocimiento en disciplinas y la imposibilidad de síntesis definitivas entre ellas son otra prueba contundente de esta escisión de la experiencia.
[7] Cfr. Ibid., pp. 114 y ss.
[8] Cfr. Ibid., pp. 201 y ss.
[9] Cfr. Ibid., p. 116.
[10] La autonomía de la Estética consiste básicamente en la superación de los límites que imponían el intelectualismo y el sensualismo a la unidad de la experiencia. Dicha superación implica la presencia de un campo inédito que se establece no en medio de los extremos mencionados, sino que adquiere formas dinámicas que oscilan libre e independientemente bajo un orden estratégico sin comprometerse nunca de manera definitiva con alguno de los polos de su alternancia.
[11] Cfr. Cassirer, E. Op. cit., p. 304. La aparición de la Estética como disciplina filosófica, en su más acabado modelo, es producto de la actitud que distingue a una época en la que predomina la crítica. Porque la crítica no se reduce al mero análisis, sino que incluye comprender cómo se llevan a cabo las síntesis: «el análisis no encuentra las dificultades con que tropieza la síntesis; por ésta última existe en realidad toda crítica» [Kant, I. Crítica de la razón pura, A14; B28, p. 59].

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