El límite de la experiencia: La experiencia límite
Apuntes sobre la transgresión batailleana
Miguel Dávila
I
El hecho de que cualesquiera personas en una situación de intercambio de opiniones o de confrontación de posturas teóricas lleguen a estar de acuerdo en algún momento puede ser visto, por lo menos, de dos maneras: La manera optimista de ver dicha situación supondría que entre quienes se da el acuerdo se comparte un mismo nivel de conocimientos y el manejo elemental de una matriz común de argumentación y demostración. La otra manera, menos optimista —que no pesimista, finalmente—, supondría que lo que se comparte es un mismo nivel de ignorancia.
Partiendo pues de esta alternativa nosotros preferimos adoptar como posición de inicio para las reflexiones que enseguida desarrollaremos aquella que supone que lo que se comparte en todo acuerdo es ignorancia. Ya que semejante perspectiva nos dispone mejor hacia el reconocimiento de la importancia que en el terreno de la experiencia tienen nuestros límites. Límites entrevistos, en este caso, a partir de un ejemplo que puede parecer trivial, pero que analizado con detenimiento nos permitirá mostrar la gravedad de su trasfondo.
Asentar ante alguien que lo que se comparte cuando se está de acuerdo no son conocimientos sino su contrario puede resultar para nuestro interlocutor algo poco aceptable, o por lo menos extraño. La alta probabilidad de que ocurran este rechazo o extrañeza es verificable en el hecho de que la gente tiende por lo general a ocultar tanto su ignorancia como su pereza para inferir. Y esta tendencia a ocultar ignorancia y pereza revela, por otra parte, lo altamente valorados que están el saber y su uso. Lo paradójico del caso estribaría en que si uno es capaz de hacer asentir a nuestra contraparte, sobre la base de una demostración pertinente, que nuestros acuerdos estriban en lo que ignoramos, durante el desarrollo de la misma demostración o al final de ella se llegaría a un punto en el que habría algún acuerdo; no debido a saber, sino debido a no saber.
Con este hipotético planteamiento queremos hacer notar sobre todo esa extrañeza que a la mayoría de la gente le produce reparar, con una disposición menos ordinaria, en el papel «fundamental» que juega el saber para la experiencia común. Pareciera que al detenernos en una reflexión semejante nos aproximamos a un territorio cuyo maltrato es interpretable como sacrilegio. Pareciera que la condición de incuestionables que poseen las verdades que habitan dicho territorio convierten en ocioso —por la obviedad que supone— todo intento por someterlas a examen. La extrañeza que produce reparar en el papel que juega el saber en la experiencia es muy probable que se deba a que de manera colectiva se comparte una serie de presupuestos que sostienen todo sentido; que no debieran ser enjuiciados, y que dan soporte a toda estructura o forma de relación entre las personas.
Algunos pensadores lo suficientemente curiosos han derivado de este inicial atrevimiento, entra otras, dos vertientes de investigación que nos interesa destacar:[1] Una de las investigaciones realizadas ha sido la de identificar cómo han llegado a instalarse esos presupuestos en el ideario colectivo a manera de leyes, axiomas, valores o arquetipos con carácter de verdades universales y necesarias; cuáles han sido los mecanismos, las prácticas, las escansiones que han permitido que sean esas y no otras las verdades. La otra investigación, a veces simultánea a la ya mencionada por razones de método y de implicaciones mutuas, ha consistido en identificar las características del lazo que anuda al saber y al hacer en los términos de la reciprocidad evidente que hace de la verdad y del actuar conforme a ella un correlato productor de sentido. Investigación esta última que ha hecho inexcusable formas más radicales de analizar lo que es la verdad, y más aún, preguntar en qué consiste en el fondo ese acontecimiento que denominamos pensar; lo que motivó adicionalmente la aparición, dentro de dichos estudios, de interrogantes semejantes a estas: ¿De dónde, cuándo nace nuestro deseo por saber?, ¿por qué saber?
Ambas investigaciones pueden ser ejemplificadas con las genealogías de cuño nietzscheano llevadas a cabo por Michel Foucault. Pero dado que lo que nosotros pretendemos aquí es compartir el intento de síntesis entre el producto de las reflexiones a que ha dado lugar nuestro encuentro con este tipo de «filosofías» que podríamos caracterizar como irreverentes, y el extravío en el que nos hallamos ocasionalmente cuando suponemos situaciones como la antecedente, no será la revisión exhaustiva de esos estudios mencionados, ni la revisión íntegra de las conclusiones a que dicha síntesis nos pueda llevar lo que desarrollaremos enseguida, por razones de espacio y de alcance de nuestros recursos: reiteramos que se trata de un intento. Lo que en adelante haremos aquí será tan sólo un ejercicio, a manera de ensayo, para reflexiones ulteriores, mejor equipadas, en las que buscaremos comprender en qué ha consistido nuestra incapacidad para crear de manera colectiva alternativas a la experiencia tal y como se da ahora, luego del reconocimiento de sus límites. Para ello recurriremos esta ocasión al acompañamiento de algunos de los elementos del «pensamiento» de Georges Bataille en función de parecernos una herramienta que, a pesar de su discursividad —es decir, de su presentación en forma de pensamiento—, sugiere de manera provocadora vías para escapar, de entre otros más, a ese primer límite que es la propia discursividad.
Insistimos pues, con lo expuesto hasta aquí, que queremos preguntar junto con los «irreverentes»: ¿por qué es tan importante para los humanos saber? Y de manera complementaria también habría lugar para preguntarnos sobre la pertinencia de la lógica bajo la cual se llega a acuerdos; preguntarnos si sus principios y mecanismos no reflejan otra cosa que demarcaciones insuperables, es decir, que manifiestan no una capacidad sino una incapacidad.
Todo esto nos anima a aventurar la hipótesis de que, visto desde un análisis de los elementos constituyentes, alcances y límites de nuestro pensamiento y de nuestro lenguaje, todas las demostraciones discursivas que se hallan respaldadas por cualquier tipo de proposición usada como premisa universal de argumento, por más apodíctica que ésta última se nos presente, se hallan limitadas debido al requerimiento de una comprobación por medio de nuestra experiencia. Pero para que este planteamiento no se confunda con una mera perogrullada debemos destacar que nos referimos con más exactitud al hecho de que los límites de nuestra experiencia anulan siempre la posibilidad de saber con certeza absoluta. La pregunta que a partir de esta estimación nos sentimos obligados a hacer de inmediato es: ¿Cuáles son, entonces, los límites de nuestra experiencia?
Sin pretender ser exhaustivos apelaremos a la respuesta que Kant dio a dicha interrogante, por la razón de que la consideramos una síntesis exitosa entre el dogmatismo racionalista y el escepticismo empirista; posturas estas últimas que entre sí determinaban para la experiencia campos polarizados, excluyentes y cuestionables. Referirnos a este periodo del pensamiento moderno nos permite al mismo tiempo mostrar que no hay novedad en el planteamiento de estas cuestiones, pero que quizá sí hallemos novedad en el tratamiento que a las mismas ofrece el análisis que más adelante proponemos como guía de nuestro estudio.
Kant sostiene que la experiencia sólo es posible cuando el sujeto es capaz de intuir sensiblemente un objeto y de pensarlo conforme a un concepto. Ahora bien, cuando Kant reconoce el deseo de unidad entre los conceptos que tienen referente empírico y los conceptos que no lo tienen —es decir, aquellos de los que no hay en un determinado momento experiencia—, unidad buscada por la razón, resuelve dicho problema insistiendo en el hecho de que toda experiencia es posible. Con ello refuerza la previa afirmación de que la experiencia depende de la presencia de ciertas condiciones: intuición sensible de un objeto y adecuación de ese objeto con un concepto. Lo que implica que aquellos conceptos de los que no se tiene referente empírico, y que se presentan como ideales, no son inútiles en tanto que sirven como guías para la acción moral: guías para la concreción de experiencias posibles. Como consecuencia, la experiencia posible es una experiencia escindida que sólo logra la unidad en función de fines.
La primera división de la experiencia que Kant deduce —algo que podríamos denominar la primera demarcación de experiencias parciales— se da, por lo tanto, entre una experiencia al nivel de nuestro conocimiento y una experiencia práctica que implica la comunicabilidad del saber verdadero (un saber moral). Poco después Kant se encuentra con el problema de cómo orientar las voluntades individuales (voluntades prácticas) hacia los fines últimos y comunes, al presentar éstos una obligatoriedad que se enfrenta contra el albedrío ignorante de los sujetos. La imposibilidad de apelar a la coerción, dado que el fundamento de la libertad para Kant es la autonomía, le lleva a encontrar en la experiencia estética el ámbito en el que la identificación entre los fines, particulares y general, es absoluta. En otras palabras, Kant sostiene que la comunicabilidad y consenso del gusto estético son absolutos e incondicionados, y habiendo en ello un juego libre e indeterminado de las facultades de la razón —que incluyen el entendimiento y la voluntad—, dicho juego supone, en términos de lo posible, la identidad teleológica entre la verdad, la bondad, lo bello y lo sublime.
Tenemos así tres campos en los que la experiencia se encuentra dividida (epistémico-ontológico, ético y estético), y que desde Kant hasta nuestros días han sido los privilegiados alrededor de los cuales ha girado el pensamiento filosófico moderno en aras de hallar soluciones a los problemas de la humanidad.[2] Pero sobre todo, veremos más adelante por qué, han sido campos de atención teórica en los que se discute de manera velada un deseo de trascendencia ante el impacto que provoca en el humano la conciencia de su finitud.
Pudiera objetársenos, entre otras cosas, que ni es a partir de Kant ni es sólo de Kant cuando y desde donde se han determinado los límites de nuestra experiencia. Sin embargo, lejos de desdeñar o minimizar cualquier reconvención semejante, creemos que lo importante es en todo caso, como ya adelantábamos, preguntarnos cómo y por qué ha sido que una filosofía, cualquiera que sea, se inserta en el ámbito del saber-hacer —o lo conforma— de manera colectiva. Además, nuestra recurrencia al pensamiento kantiano no es aquí otra cosa que un referente que queremos sirva para ilustrar con cierta generalidad cómo la definición de nuestra experiencia, y aún más, la búsqueda de la unidad de nuestra experiencia exhibe con extrema nitidez los límites dentro de los cuales se desenvuelve la existencia.
Ahora bien, la escisión de la experiencia y la búsqueda de su unidad son un mismo hecho que se despliega necesariamente en la temporalidad[3]. Lo que en otras palabras significa que la presencia y función del pensamiento encuentran su sentido en la utilidad que proporcionan para definir cuáles son los fines comunes de la humanidad y de la Naturaleza, y cómo se puede llegar a ellos.
Este discurrir del pensamiento en la temporalidad se manifiesta en una diversidad de formas que terminan orientadas, todas, hacia la consecución de fines particulares que de manera definitiva —valga lo redundante— suponen el futuro arribo a un fin único y absoluto. Estas formas en que se diversifica la manifestación del pensamiento a través de acciones concretas son todos los productos de la cultura: el conocimiento, la religión, la filosofía, la economía, el derecho, el arte, la historia, etcétera. Aunque visto de manera radical, siendo críticos y disolventes en extremo, pudiera decirse que la manera en que se concreta el pensamiento a través de estas modalidades es produciendo «cosas» y ocupándose con ellas.
Si por pensamiento entendemos la adecuación de un objeto a la idea producida (o recordada, o imaginada, o intuida, o concebida) por un sujeto, está claro que la «elaboración» de un concepto no es más que la demarcación o delimitación impuesta por el sujeto a la realidad, humanamente entendida. Delimitación que implica la presencia implícita y necesaria de un comienzo y de un fin. Un concepto define (pone fin, limita) lo que el objeto es, y simultáneamente lo que no es. Esta imposición, violenta la realidad, es un hecho de coerción: hace del objeto algo manipulable y en última instancia útil. De ahí que podamos aventurar la sospecha en que pensar es un instrumento del que el sujeto dispone para hacer aparecer «cosas».
El «todo cosificado» es ocasión propicia para la acción. Una acción que termina reducida a seguir produciendo cosas a partir de la aparición de la técnica. La técnica, por su parte, tras ser sometida a procesos reflexivos de pensamiento da lugar a otro producto que denominamos tecnología. En un sentido ordinario, una tecnología se concibe como un saber-hacer. El término refiere a una disposición de instrumentos y recursos teórico-prácticos, acompañados de cierto método, y cuya aplicación consigue la eficiencia de procesos diversos para la producción de cosas. Pero si lo vemos con más detenimiento, podemos notar que el saber comprendido en toda tecnología es el resultado de la reabsorción de lo concluido por las reflexiones hechas sobre el producto último, bajo cierta racionalidad a la que se somete el proceso productivo. Por lo que su progresión (de la tecnología) está condicionada a una dinámica ininterrumpida de saber-hacer-saber… que se da en cierta temporalidad. Pero la aplicación de la tecnología no se sustrae de forma exclusiva a producir cosas como bienes materiales. Más bien hallamos bajo la noción de tecnología una matriz del pensamiento práctico que incluye la producción, además de bienes materiales, de sistemas significativos (como el lenguaje) y de formas de relación entre los sujetos. De manera que la cosificación a que da lugar el pensamiento se extiende a todo lo que abarca la experiencia del sujeto. Incluyendo la constitución del sujeto mismo.
Definir, tener un concepto de lo que es el sujeto lo hace cosa; lo hace objeto. Pero no sólo podemos concluir esto, que ya por sí solo es motivo de más investigaciones. Si hay algo más que, un poco escandalosamente, nos revela esta manera de llevar el pensamiento, como condición de experiencia, al señalamiento de sus límites, es el hecho de vernos forzados a reconocer la arbitrariedad que conlleva definir lo que el sujeto es. Porque no hay referente universal y necesario para semejante «conceptualización» en la medida en que cualquiera que lo intente es sujeto (que piensa, que actúa) que se halla limitado, determinado y constituido dentro de las condiciones en que se da la experiencia posible. Y como consecuencia última, esta arbitrariedad, contingencia y particularidad de definición del sujeto arrastra tras de sí la propia arbitrariedad con que se define cualquier objeto. Y por ende, lo arbitrario y violento de cosificarlos. Y por ende, lo extrañamente trivial de ocuparse con ellos. Y por ende, el sinsentido del sentido que la experiencia obtiene de todo lo anterior.
A pesar de lo descrito hasta ahora, esta ejemplificación de uno de los estados al que nos lleva pensar al pensamiento, que resulta de sólo detenernos a mirar los límites de la experiencia, sabemos que no permite asomarnos a una visión de otros estados que podría ser diferente, y tampoco creemos necesario ejemplificarlos o describirlos todos, ni buscamos tratarlos bajo una cualificación ética, estética o epistemológica. Pero a partir de este ejemplo lo que sí queremos hacer notar es que esta propia forma discursiva de representarlo se encuentra ya dentro de esos mismos límites y es en todo momento incapaz de salir de ellos. Y por lo mismo, un poco irónicamente, si se nos permite, estar completamente de acuerdo con Kant en que esto es todo lo que hacer y pensar es posible.
Ahora que, aparentemente situados en un callejón sin salidas, apelamos al reconocimiento de la importancia que tiene haber transitado a través del nihilismo decimonónico e incluso del contemporáneo[4], como tránsitos después de los cuales se hacen imperativas dos tareas: Destornillar el andamiaje de la razón ilustrada para llevarla a exhibir su fondo pragmático y limitante, y construir (hacer aparecer) las otras posibilidades que el imperio de dicha razón ilustrada ha negado a la experiencia. En esto último —a sabiendas de que es sólo un intento— consiste la inclusión del pensamiento batailleano en nuestro ensayo: en lo sugerente que puede resultarnos tratar de comprender, sea lo que sea, o lo que no sea, una experiencia imposible.
II
¿En qué consistiría, entonces, una experiencia imposible? Tal vez en nada. Tal vez en nihilismo puro y urgente. Tal vez lo más que pudiéramos llegar a conseguir sería una aproximación a ella a través de lo que Bataille denomina una experiencia interior. Se trata de una experiencia del límite. Donde el límite, creemos, no busca ser rebasado necesariamente y tal vez baste apuntarlo, señalarlo, afirmarlo. Eso es ya transgresión. Es un juego de provocaciones. Es la posibilidad de apertura, pero tan sólo como posibilidad —o quizá debiéramos mejor decir de imposibilidad—. No hay en esa experiencia verdad. No hay universalidad ni necesidad. No hay Dios, no hay Ideas, no hay Sujeto.
Habría, sin embargo y pese a lo anunciado, que renunciar a una comprensión de lo que es la experiencia interior. Ello incluye interpretarla en los términos de una oposición de la misma a la experiencia posible. El juego de referentes está en ella excluido. Pero quizá quede para ella la pura actitud lúdica. Una actitud que se manifiesta en risa. Con ella tal vez se esté en un juego de puras interpretaciones que se sabe al mismo tiempo interpretable. Una interpretación en la que todo signo carece de significado; o por lo menos de significado unívoco. Es probable que la experiencia interior sea incomunicable[5], y por ello mismo única: no gregaria. Mucho parece indicar que este tipo de experiencia sólo es. Obligándonos a la suspensión de todo juicio a su respecto.
Es, no obstante, una experiencia igualmente limitada. Pero ahora se trata de límites que en dicha experiencia se aceptan de manera voluntaria como arbitrarios y contingentes; y que además tiene presente que más allá de todos los límites pensables sólo existe el de la finitud; un límite ilimitado. Una parte del juego de la experiencia interior consiste en la maleabilidad intencionada de todos los límites auto-impuestos dentro del único límite que es la finitud, sin proyecto ni esperanzas. Juego que, sin embargo consigue la buscada unidad del ser con el movimiento cósmico en el instante. Con lo que el límite ilimitado último y único deja, a fin de cuentas, de serlo.
Pero, dado este poliedro de frentes dinámicos bajo cuya informidad última se nos presenta la experiencia interior, mismo que deja la sensación de ser un fenómeno inasible e imposible, ¿a qué podríamos recurrir para expresarla, para describirla y para experimentarla? Bataille dice al respecto: «Una tal experiencia no es inefable, pero la comunico a quien la ignora: su tradición es difícil (la escrita no es sino la introducción de la oral): exige en el otro angustia y deseo previos.»[6] En otras palabras —interpretamos—, pese a la imposibilidad y a la falta de necesidad por expresar la experiencia interior[7], a cualquier pregunta relativa al cómo o al por qué decir o escribir sobre ella, parece de alguna manera congruente contestar «porque sí». «Sí» que podría erigirse como estandarte de la positividad de dicha experiencia ante cualquier descalificación prematura de la misma como relativismo vacuo o nihilismo decadente: Bataille tiene claro que todo saber posee su significación en un marco de dramatizaciones[8], y que la narración discursiva es su forma expresable[9]; por lo que sólo decir Sí permite que lo imposible pueda decirse tal (imposible). Pero lejos de pretender expresar en qué consiste esta experiencia, de lo que Bataille se ocupa en su obra es sólo de provocar, de sugerir dramáticamente; lo que no deja de ser nunca tan sólo una aproximación, no la experiencia en sí. El juego es, digamos, de analogías; el recurso: el lenguaje discursivo (narrativo).
Ni siquiera el lenguaje poético —que en Heidegger, por ejemplo, es un recurso apreciable para otra aproximación, la aproximación hacia la pregunta fundamental por el ser— sería capaz de traernos presente esta experiencia. En todo momento las palabras «no sirven más que para huír»[10]. El lenguaje poético, si «introduce lo extraño, lo hace por la vía de lo familiar.»[11] En la aproximación a la experiencia interior el recurso de la discursividad va paulatinamente desmoronándose, llegando a un momento en el que el discurso no puede ser otra cosa que un informe balbuceo carente de significado. Esto último da a la obra batailleana el sello de un descendente extravío intencional de autoría[12], da el tono para la ejemplificación de cómo el sujeto va desapareciendo en el trayecto hacia la mencionada aproximación de una tal experiencia; pues el derrumbe a pedazos de toda la estructura que sostiene la subjetividad se lleva a ésta consigo. Se anuncia así el anonimato intrínseco a la experiencia.
A partir de que en la experiencia interior se renuncia al conocimiento, al no saber nada no hay ya qué se comparta, no hay ya «algo» que nos sea familiar. Para Bataille, en todo caso, partir de lo que él denomina el no-saber implica renunciar a toda posibilidad de mediación, a toda posibilidad de pensamiento y por lo tanto de juicio, a toda preexistencia de conceptos o categorías que supongan la posibilidad de compartir la experiencia. Por eso, la experiencia jamás podrá poseer un mínimo nivel de intersubjetividad.
La experiencia interior recupera para sí el instante. Lo hace bajo el recurso de no tener que apelar a ningún otro principio o referente de autoridad más que a ella misma. Ella misma es su autoridad. Es así como abandona la temporalidad en la que se halla inmersa toda experiencia posible. Si retomamos ahora la descripción arriba hecha de la experiencia posible, en los términos de las partes en que se escinde (conocimiento, moral y estética), atendamos enseguida cómo opone Bataille la presencia de fines en la temporalidad a la experiencia que es un fin en sí:
La experiencia interior, no pudiendo tener su principio ni en un dogma (actitud moral), ni en la ciencia (el saber no puede ser ni su fin ni su origen), ni en la búsqueda de estados enriquecedores (actitud estética, experimental), no puede tener otra preocupación ni otro fin que ella misma. Abriéndome a la experiencia interior, he planteado de este modo su valor, su autoridad. De ahora en adelante, no puedo tener otro valor ni otra autoridad. Valor, autoridad, implican el rigor de un método, la existencia de una comunidad.[13]
Pero habría que tener mucha precaución con el lenguaje batailleano. Al haber sido nosotros ya advertidos de que el lenguaje es —como todo lo pensado y hecho por los sujetos— una construcción arbitraria y sin fondo significativo último, al haber sido nosotros advertidos de que a fin de cuentas no hay significados (en el sentido de su ser universal), Bataille juega, interpreta…, ríe; y lo que en su decir en ocasiones significa «algo», en otro momento significa «algo más» o distinto. Además, términos que nos remiten a significados generalmente unívocos —o inequívocos— son usados en su obra sólo para ayudarnos a elaborar una idea análoga de lo que, más que querer decir, quiere invitar a hacerlo experiencia. Por lo tanto, términos como comunidad o como comunicación, habrá que inscribirlos en la «lógica» de la experiencia interior: Así, ambos términos, si los referimos al instante, implican la anulación del sujeto, del lenguaje, de nuestros límites, para ser llevados (ambos términos) al punto extremo de lo posible. La comunidad que se da entonces, más allá de la comunidad humana, se da con lo que es. Quisiéramos decir que se da con el devenir, o con el absoluto, pero el lenguaje no nos alcanza.
La afirmación de que la experiencia interior es su propia autoridad, además de remitirnos a la especificación de las renuncias al conocimiento, a lo moral y a lo estético, nos hace sentir llevados de forma necesaria a hacer otra especificación, que no por obvia creemos que deba omitirse; pero además la hacemos porque sucumbimos a una de tantas provocaciones de Bataille. Él dice: «Llego a lo más importante: hay que rechazar los medios exteriores.»[14] El compromiso que sentimos por referirnos a lo que Bataille llama importante, luego de la distinción que hemos hecho entre fines en la temporalidad y fin en sí, se debe a que creemos necesario hacer notar igualmente qué papel tendrían, en la experiencia interior, los medios. De manera que, siguiendo a Bataille, lo «más importante» estriba en notar que los medios y los fines que están en el «exterior» son medios y fines para un sujeto. Consecuentemente, no siendo la experiencia interior un lugar al que se llega, ni un momento que se alcanza en la temporalidad, en esta experiencia no hay necesidad de medios: «La diferencia entre experiencia interior y filosofía reside principalmente en que, en la experiencia, el enunciado no es más que un medio, e incluso, tanto como medio, un obstáculo; lo que cuenta no es ya el enunciado del viento, sino el viento.»[15]
III
Pero, pese a nuestra incapacidad por saber de la experiencia interior, pese a nuestra incapacidad por saber auténticamente, pese a que pareciera que no podemos renunciar a querer saber, creemos que sí nos es dable concluir, bajo el acuerdo de nuestra ignorancia, al menos la posibilidad de una alternativa de subjetivación dentro de la experiencia limitada: Las imposiciones humanas de límites dentro del límite extremo de lo posible son caracterizadas por Bataille como actitudes (moral, científica y experimental). Una actitud se encuentra más cercana a una ética que a una moral, más cercana a un modo de ser que a un código normativo. Además hemos visto ya que el modo de ser humano, como imposición de límites dentro del límite, en sus tres principales variantes es un modo de ser arbitrario. Lo que anuncia que a falta de necesidad, este modo de ser que somos no es el único posible. Habría por lo tanto ocasión de hacer experiencia (experimentar) con actitudes inéditas.
De conformidad con lo anterior, nos permitiremos aventurar, a guisa de conclusión, que la experiencia interior es una experiencia de la que hay que volver. En una ocasión Bataille dice: «Llamo experiencia a un viaje hasta el límite de lo posible para el hombre. Cada cual puede no hacer ese viaje, pero, si lo hace esto supone que niega las autoridades y los valores existentes que limitan lo posible.»[16] Nosotros, aprovechando la figura retórica sostenemos que de ese viaje se regresa. Claro, si se quiere seguir siendo humano, porque «la comunicación es un hecho que no se sobreañade en modo alguno a la realidad-humana, sino que la constituye»[17]. Se regresa porque de lo contrario la comunidad en la que uno se encontraría en el punto extremo del límite de lo posible lo excluye a uno de la realidad-humana, de la «comunidad» humana, al ser dentro de esta última objetivada[18], dicha comunidad, como locura. No olvidemos que en otro lugar Bataille había igualmente sostenido: «De ahora en adelante, no puedo tener otro valor ni otra autoridad», lo que podría interpretarse como que ese «de ahora en adelante…» se refiere a una temporalidad en la que cierta actitud experimental del sujeto «puede» instalarse, ya sin ambages ni trampas (acompañada de una confesa in-autenticidad) para encarar la angustia que produce el sinsentido, a sabiendas de que se trata de una elección absolutamente libre, que se trata de una dramatización que puede abandonar el escenario cuando quiera, que se trata de límites manejados al arbitrio, luego de haber regresado del viaje. Y decimos experimental porque dicha actitud, a partir del regreso, ya no encuentra voluntariamente autoridad en el saber ni en norma moral alguna; luego, pareciera que le queda como única experiencia posible la experiencia estética. Entendiendo aquí por experiencia estética una experiencia humana subjetiva que no aspira a la trascendencia; que recupera el gozo de lo efímero y de lo finito. No es, por supuesto esta experiencia estética aquella de la que habla Kant. La diferencia estriba en la trascendentalidad de la kantiana; en la orientación teleológica de la misma.
Es también prudente, previo a concluir, anticipar malinterpretaciones: La experiencia interior no es un estado místico ni de iluminación divina, ni una herramienta para catarsis terapéuticas, ni dogma moral a la manera de imperativo. A pesar de que al comienzo de su libro Bataille se llame a sí mismo «desintoxicado», esa condición no se asemeja, por ejemplo, a la de un guía espiritual, sino a la de un mero transgresor[19], sin doctrina ni evangelio. En este sentido, después del regreso del viaje al que Bataille invita, la actitud estética (heurística) en la que el sujeto, sin posibilidad de dejar de ser sujeto, puede instalarse, se caracteriza por una constante transgresión; «sabedora» de lo que implican la comunidad y la comunidad. La actitud estética, signada por la transgresión, es experimento del sujeto sobre sí: «El “sí mismo” no es el sujeto que se aísla del mundo, sino un lugar de comunicación, de fusión del sujeto y el objeto.»[20] La actitud estética pasa a ser puro movimiento de la voluntad dentro de los límites de lo posible. Una voluntad políticamente muy poderosa, al resistirse de continuo a ser cosificada. Esta voluntad, como manifestación de fuerza, carece de orientación al no perseguir ya ningún fin; es manifestación de fuerza de lo que es, es fuerza en comunidad. Y la manifestación de toda fuerza de lo que es (en comunidad), es anónima; nadie la posee. El sujeto entra así en una dinámica de fuerzas donde su constitución (la del sujeto) adquiere características proteicas.
Lo anterior puede traducirse así: si el sujeto es una construcción que aparece en el humano intento de limitación de la fuerza, si el sujeto aparece como producto de la coyuntura teórico-práctica (tecnológica) en que se articulan el lenguaje y la acción humanos; el campo de la experiencia estética (como experiencia posible), tal como la hemos caracterizado después del viaje al límite extremo de lo posible, es campo de posibilidad de formas de subjetividad «en resistencia».
Sin poder (querer) evitar una vez más la tentación, queremos terminar este ejercicio ensayístico perdiéndonos en una provocación batailleana más: Se trata en este último caso de lo último posible. Cualquiera que creyera saber algo, tras lo que enseguida expondremos, tendría que verse forzado a aceptar que todo acuerdo establecido por aparente conocimiento común, aun más que ignorancia compartida es puro subterfugio para dotar de sentido a la vida humana, es un recurso de utilidad, es un recurso de ocupación, es una forma de querer evadir la muerte.
¿Es la muerte lo último posible? —No. La muerte no es una experiencia del límite, no hay experiencia en ella, no hay representación posible de ella. No se regresa de la muerte para narrarla. El límite extremo de lo posible como experiencia interior no es la muerte, pero quizá sí es un acercamiento, no necesariamente buscado, a ella: «El punto extremo de lo posible supone risa, éxtasis, proximidad aterrorizada de la muerte […]. […] pero queda por saber lo que vale [el conocimiento] si el punto extremo se da, lo que una experiencia última le añade.»[21]
Nosotros no sabemos por qué hay generalmente un temor a la muerte. Pero podemos aventurar como respuesta una vana sobreestimación de la vida que ha sido capaz de inventar «la conciencia» y el conocimiento, dando con ello lugar al sentido. Al ingresar la muerte a nuestra dramatización también se cosifica, y ya dijo Kierkegaard que el miedo sólo se experimenta ante «algo», y que ante la falta de límites lo que se experimenta es vértigo y angustia.
Lo recién afirmado nos invita a comentar que, saber con toda la potencia posible de la razón implica, si se es consecuente, locura o muerte. Porque si fuera cierto que la razón se halla «acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón»[22], si la razón posee ideas trascendentalmente deducibles en función de los fines últimos, entonces la tendencia de la razón a ir más allá de lo que puede ofrecer al sujeto como experiencia es una tendencia «natural» hacia el límite de lo posible. Pero parece que no hay intención por parte de la razón de llevar a las últimas consecuencias su naturaleza. Si se llegara a ese límite la razón perdería su naturaleza; el sujeto requeriría de la pérdida de la razón, o requeriría de morir: «en el punto extremo de lo posible todo se derrumba: incluso el edificio mismo de la razón, tras un instante de valor insensato, ve disiparse su majestad; lo que subsiste, pese a todo, como un lienzo de pared resquebrajado, acrecienta, no calma el sentimiento vertiginoso. Vana impudicia de las recriminaciones: era preciso, nada resiste a la necesidad de ir más lejos. Si fuese necesario, la demencia sería el precio.»[23] Deleznable sin duda es descubrir que el truco consiste en postergar, en ir aplazando fines a los que jamás llegaremos, cual Tántalos o cual Sísifos castigados, o cual asnos que andan eternamente tras la zanahoria que ofrece la ilustrada mano inalcanzable.
BIBLIOGRAFÍA
Bataille, Georges. La experiencia interior [Tr. Fernando Savater], Madrid, Taurus, 1981 (c1973), 210 pp.
__________ La parte maldita. Ensayo de economía general [Tr. Lucía Belloro, Julián Fava], Buenos Aires, Las Cuarenta, 2007, 237 pp., (Colección Mitma).
Foucault, Michel. La arqueología del saber. 21ª ed., [Tr. Aurelio Garzón del Camino] México, Siglo XXI, 2003 (c1970), 355 pp.
Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura [Tr. Pedro Ribas], Barcelona, RBA, 2002, 2 tomos, 690 pp.
[1] Aunque, no poco grave, este deseo por averiguar se halle igualmente inmerso en la misma dinámica que encierra el «sentido» del conocimiento.
[2] La histórica parcelación del conocimiento en disciplinas y la imposibilidad de síntesis definitivas entre ellas son otra prueba contundente de esta escisión de la experiencia.
[3] Lo que justifica la no gratuidad, y revela la astucia de que Kant inicie su crítica trascendental con el análisis de las condiciones de posibilidad de la sensibilidad, y que la termine con una estética. Tiempo y espacio son los supuestos básicos necesarios para desplegar el proyecto de una síntesis definitiva.
[4] Descendientes «bastardos» y «expósitos» de la modernidad. Permítasenos el arrebato.
[5] En el sentido que atribuimos generalmente a lo comunicable. Veremos un poco más adelante que Bataille adopta el término para referirlo a un estado de autenticidad.
[6] Bataille, Georges. La experiencia interior, p. 10.
[7] Características que sólo se intuyen en el texto batailleano, pues los juegos entre lo explícito y lo implícito son en él siempre muy tramposos.
[8] Creemos que Foucault estaría de acuerdo en llamarlas positividades. Por positividad, en el marco del lenguaje foucaultiano, debemos entender las condiciones históricas en que se llevan a cabo funciones enunciativas y prácticas concretas que favorecen la emergencia de tipos específicos de sujetos. Para el ámbito discursivo, por ejemplo, no se trata de enunciaciones al nivel de proposiciones gramaticales ni al nivel de juicios lógicos, sino de «prácticas discursivas». Es decir, sin referir dichas funciones a significaciones ni a la interioridad del sujeto, sino a la dispersión y a la exterioridad. Una positividad juega el papel de lo que Foucault denomina a priori histórico: el sustrato histórico-empírico que hace posible la existencia de discursos en tanto prácticas. Cfr. Foucault, M. La arqueología del saber, pp. 212-215.
[9] Permitiéndonos nuevamente otro desliz, a falta de una mejor imaginación, podríamos decir que el saber es una actitud pueril que se asemeja al juego de auto-engaño colectivo (en el fondo sentido, «sabido» y bien resguardado en complicidad) que se da cuando se cuenta una leyenda fundacional o cuando asistimos al teatro. Nos engañamos con la intención de mantener todo lo posible la duración del juego.
[10] Bataille, Op. cit., p. 23.
[11] Ibid. p. 15.
[12] Tal vez sea esta la razón del uso de diversos seudónimos por parte de Bataille a lo largo de su obra.
[13] Ibid. pp. 16, 17.
[14] Ibid. p. 22.
[15] Ibid. p. 23.
[16] Ibid. p. 17.
[17] Ibid. p. 35.
[18] Convertida en cosa, y por lo mismo potencialmente manipulable, utilizable, interpretable, distorsionada, etcétera.
[19] Transgresor no como adjetivo ni como sustantivo, sino como verbo. Se trata de una actitud.
[20] Ibid. p. 19.
[21] Ibid. pp. 47, 48.
[22] Kant, I. Crítica de la razón pura, A VII, p. 7. Las cursivas son nuestras (Último de nuestros atrevimientos de sacrílegos relapsos con Kant).
[23] Bataille, Op. cit., p. 48.